Un día de primavera de 191., el
Señorito, con más prosopopeya que de costumbre, le pidió relaciones a Analía.
Ésta, que estaba enamorada de él hasta los tuétanos, decidió aceptar la
proposición, pero no se lo dijo porque, en aquellos tiempos y en aquel
ambiente, estaba mal visto que una señorita se mostrara franca y natural
delante de un hombre. Lo que procedía en estos casos, y así lo hizo Analía, era
ruborizarse un poco, sorprenderse, no demostrar entusiasmo y posponer la
respuesta hasta después de haberlo pensado detenidamente. Acabada la actuación
de la joven, la posible parejita se despidió, no sin antes fijar el Corpus como
el día en el que, durante la procesión, el pretendiente volvería a preguntarle
a Analía que si quería ser su novia.
Ya en su casa, la muchacha, loca
de alegría, contó a su madre y a sus hermanas lo sucedido; y éstas,
deslumbradas con la posibilidad de emparentar con gente de tantísimo postín,
fueron incapaces de poner objeciones al proyecto. En cambio, la abuela, como
gozaba de gran sentido común y había visto nacer a los Señoritos, intentó
persuadir a su nieta de que su respuesta fuera negativa. Pero Analía, instalada
en una nube, no la escuchaba.
Se pasaba los días pensando en la
boda e imaginando ardientes escenas de amor con su pretendiente. De vez en
cuando, irrumpían en ellas sus dominantes cuñadas, y entonces, desaparecía la
calentura y aparecía el helor. Consideraba a éstas las causantes de la
debilidad del hermano, y las veía como dos cardos borriqueros creciendo al lado
de un delicadísimo rosal (el amado), e impidiendo su desarrollo. Deseó que se
casaran pronto para que desaparecieran de sus vidas. Quizá en el balneario al
que iban cada año a tomar las aguas encontraran a un par de viudos que las
llevaran al altar…
Y por fin llegó el Gran Día.
Analía, ansiosa perdida, apenas durmió y comió en las horas previas, y cuando
tocaron a misa, allí que se fue acompañada de sus hermanas y sus amigas. Al
entrar en la iglesia, miró hacia donde se sentaban siempre los Señoritos y vio
el banco vacío. Entonces, tuvo un horrible presentimiento y creyó que se le
pararía el corazón. Durante un mes, desconcertada y llena de vergüenza, no
quiso salir de su casa. Entre lloro y lloro pensó que su excesiva desenvoltura había espantado al
galán. Luego se convenció de que habían sido las arpías de las hermanas, con su
machaqueo constante en contra, las que lo habían hecho desistir de su
propósito. En este punto, como creía en el poder mágico del cruce de miradas
entre enamorados, buscó desesperadamente atravesar la suya con la de él, pero
no lo logró porque a partir de entonces el “caballero” se mostró huidizo y cobardón.
Dos años después llegó al pueblo
un nuevo secretario del Ayuntamiento que era una perita en dulce para cualquier
muchacha casadera. Se prendó de Analía y la pretendió, pero ésta lo rechazó
porque le guardaba el sitio al Señorito.
El tiempo fue pasando y los
protagonistas de esta historia envejeciendo. El Señorito continuó siendo hasta
su muerte un jarrón de porcelana al que sus hermanas guardaron para que no se
quebrara, y Analía puso una pensión para poder subsistir. El amor que sintió
por el Señorito se fue mezclando con odio y desprecio a medida que se fue dando
cuenta de que había desperdiciado su vida por él. Ya no lo veía como tímido,
culto y elegante, sino como pusilánime, redicho y cursi. A veces soñaba con
camioneros que le hacían sentir un no sé qué por las entrañas, pero no se lo decía
a nadie.
Y lo más sorprendente de todo es
que, en lo más hondo de su corazón, siempre esperó que el Señorito viniera a pedirle la respuesta.