viernes, 24 de junio de 2016

Los cotillas


Yo a los cotillas los detesto; no los puedo soportar. Cuando los veo sentados en los bancos de la calle, pendientes del ir y venir de los vecinos, desearía que un extraterrestre los abdujera y se los llevara al espacio por siempre jamás.
En mi trato con ellos he llegado hasta el delirio. Es lo que sucedió la vez que me quedé encerrada en el ascensor con la cotilla principal de la escalera. Ella empezó a indagar sobre mi vida privada; y yo, que soy claustrofóbica y además tenía calor, comencé a tener visiones. Recuerdo que mientras las paredes del ascensor se ondulaban, la señora se transformó en un barrenero con cabeza de ave rapaz y un taladro entre las manos. Cuando con ánimo de horadar las murallas de mi intimidad lo puso en marcha, yo grité despavorida. Y a partir de ahí, todo es confuso...
Este escrito se lo dedico a mis vecinos: a los que conozco y a los que no. Los primeros son maravillosos; y los segundos, seguro que también.

Un chambi, un chicle “Talgo” y una bolsa de pipas



Por los años de 1960, en el pueblo, los domingos me daban un duro para gastar. Con eso tenía para la entrada del cine, que costaba tres pesetas, y para dos golosinas. Podía elegir entre una bolsa de pipas; un chicle “Talgo”; un pepinillo en vinagre; un polo... También recuerdo los chambis, pero estos valían a dos reales la unidad.
Las golosinas se compraban en una caseta regentada por dos mujeres rechonchas que siempre vestían de negro. Parecían tristes y misteriosas, y vivían juntas pese a no ser familia. Una era del pueblo y la otra forastera, y les decían “las de Ambrosio”.
Recuerdo que un día, sin avisar, cerraron la caseta y desaparecieron del pueblo. Yo pronto me conformé porque abrieron otro puesto con más surtido si cabe; pero algunas veces, de mayor, me he preguntado que fue de aquellas dos mujeres silenciosas y aparentemente infelices