domingo, 26 de mayo de 2019

En dos perigallás


Este cuento se lo dedico a mi amiga María Jesús. Ella me ha animado a tomar la palabra “perigallada” de la tradición oral y fijarla por escrito.

En el pueblo mágico donde nací, a la zancada larga le dicen perigallada; aunque, para ser más exactos, convendría decir que la mayoría de veces se pronuncia perigallá.
Y en mi magín, este vocablo va invariablemente unido a algo que sucedió antaño, durante la inauguración de la piscina. Entonces, un muchacho muy bruto (y que no sabía nadar) se apostó con otro a que era capaz de pasar de una orilla a otra de la misma en dos perigallás. A que, cogiendo carrerilla para tomar impulso, daría las dos zancadas tan rápidamente que las aguas no tendrían tiempo de engullirlo. 
¡Y a ejecutar la proeza que se puso el mozo! Delante de las autoridades y de todo el pueblo que había acudido a la apertura solemne del establecimiento, nuestro héroe profirió un alarido y echó a correr. Y cuando llegó al borde dio la primera perigallá, pero... ¡qué va! Como era de esperar, Emeterio, que así se llamaba el susodicho, se hundió; y, entre grandes risotadas del respetable, lo tuvieron que sacar.

María Jesús: con dos perigallás tú y yo llegamos adonde nos propongamos.

Mostrarse en traje de baño


Ayer acompañé a una amiga a comprar un regalo para su nieto, y lo pasé francamente bien. Como al chiquillo lo que le gusta son los dinosaurios, nos dirigimos a una librería situada en un centro comercial, y allí dimos enseguida con lo que andábamos buscando.
Se trataba de un precioso libro ilustrado sobre estos animales. Y, como todo lo que teníamos alrededor nos cautivaba, mi allegada adquirió un libro desplegable de magia para su propio disfrute; y yo me compré uno acerca del firmamento.
Después nos sentamos en una terraza para contemplar el ir y venir de la gente y tomarnos un vermú. Y entre lingotazo y lingotazo, y sintiendo los últimos rayos del Sol sobre nuestros cuerpos, nos dimos a las confidencias: 
-Te confieso que hace por lo menos veinte años que no me baño en playa ni en piscina. No me siento cómoda exhibiéndome en traje de baño.
-A mí me sucede lo mismo; un día dejó de serme agradable mostrarme de esta guisa y hasta hoy...
-Pues yo he decidido que este verano me voy a poner en remojo otra vez. Si me gusta repetiré; y si no, será la última ocasión en que pase por esta experiencia.

Mis días y mis noches


Ayer fue un día anodino, insustancial...Y no es que la mayoría de mis jornadas no lo sean; sino que ayer, esa insignificancia fue más acusada, y por la noche tuve la molesta impresión de haber desperdiciado mi vida. Y encima, esta mañana se ha apoderado de mí otra vez la sombra negra. Me refiero a esa postración moral que me entra de pronto, y que como viene se va.
Ahora actúo por simple rutina. En el horizonte no vislumbro nada que me pueda incentivar, y el tedio y la desgana me acompañan siempre. Con la telebasura he iniciado una relación masoquista: ella me envilece y yo me complazco y la veo más y más...
Mi amiga Maravillas dice que necesito encontrar una actividad que me seduzca, y que a ella me tengo que entregar enteramente. Que poner la imaginación y las energías al servicio de una causa es la mejor manera de desterrar la desazón. Y yo asiento. Y comprendo que una vida sin alicientes es muy difícil de sobrellevar, pero ¿dónde los encuentro? Durante mi vida en activo no cultivé ninguna afición ni hice amistades. Y tampoco soy una persona muy propensa al entusiasmo. 
No sé qué hacer...

Orfeo y Eurídice en un pueblo de La Mancha


Mira, este libro que tengo en las manos está conmigo desde 1961. La cubierta se halla un poco rota y sus hojas hace tiempo que amarillecieron, pero no se ha desencuadernado y se puede leer con facilidad.
En la contracubierta veo que costó cincuenta pesetas y que la editorial que lo publicó era catalana; y, aunque no estuve presente en el momento de la compra, apostaría que mis padres lo adquirieron en la librería albaceteña de la que eran asiduos clientes.
La novela se llama “Orfeo negro”; y para mí es importante porque a partir de ella conocí la trágica historia de Orfeo y Eurídice, y me adentré en la mitología. Está escrita conforme al filme del mismo título de Marcel Camus; y éste se inspiró a su vez en la obra “Orfeo da Conceiçao” de Vinícius de Moraes.
Tiempo después de tener el libro (y cuando mi vista ya había pasado varias veces por sus renglones) vi la película y me encantó. La ambientación (la acción ocurre en las favelas de Río de Janeiro durante el Carnaval); la música; los actores; la magia... Es inolvidable el momento en el que Orfeo interpreta “Manha de Carnaval”. Y también  el final; cuando, después de la muerte de éste, Zeca sube a lo alto del Morro y toca la Samba (de Orfeo) para que el Sol vuelva a brillar. 

La chica yeyé


A mediados de la década de los sesenta, mis amigas y yo éramos fanes incondicionales de todo lo yeyé. Conocíamos a las francesas, italianas y españolas que cantaban este tipo de música; estábamos enteradas de sus vidas; procurábamos adoptar la estética y actitudes propias de este estilo...
En nuestras fiestas, una se caracterizaba de Sylvie Vartan; otra de Rita Pavone; otra de Françoise Hardy; otra de Marisol... y, con sus sencillos girando en el tocadiscos, hacíamos un remedo del programa “Escala en hi-fi”. 
Una vez, tan al límite llevamos nuestro entusiasmo, que organizamos un concurso para elegir entre nosotras cuál era la mejor chica yeyé; y yo me llevé el premio. El galardón consistía en un banderín con la cara de Robert Wagner (guapísimo), y un diploma que me titulaba “Miss chica yeyé”.
Yo estaba muy orgullosa de mi nombramiento, aunque para evitar las burlas de un muchacho cruel que asistía a mi mismo centro de enseñanza (y que no me dejaba en paz) me guardé de anunciarlo. Pero hete aquí que, como siempre andaba registrando mi cabás, encontró el diploma y se lo quedó. Y a la mañana siguiente, antes de que llegara el profesor, se lo mostró a todos los alumnos y comenzó a burlarse de mí de una manera despiadada.
Deshecha y llorando a lágrima viva me marché a mi casa;  pero, antes de llegar, me encontré con Luz Divina. Y ésta, cuando le conté el porqué de mi aflicción, me dijo que cuando fuera mayor comprendería que mi maltratador no era más que un vulgar patán lleno de complejos.

Recordando a Doris Day


El otro día, cuando me enteré de la muerte de Doris Day, recordé la ocasión en que vi la película “No me mandes flores”. Fue en un cine de verano de San Juan de Alicante; y para mí resultó una experiencia extraordinaria, porque era la primera vez que veía un filme bajo las estrellas.
Yo estaba en esa localidad pasando una semana de vacaciones con mis padres y mis hermanos; y aunque soy incapaz de fijar el tiempo en que esto sucedió, sí puedo decir que fue por los años de 1965.
Aquella noche todo me causó sensación. Acostumbrada al cine de mi pueblo y a las cintas que solían poner (de Marisol, Joselito, wésterns...), aquella función me pareció de lo más sofisticada. Ver a Doris Day y Rock Hudson en la pantalla gigante; el recinto adornado con guirnaldas; los espectadores revestidos de mundanidad; los miles de cuerpos celestes sobre mi cabeza... produjeron en mi ánimo una impresión que aún no he olvidado.

Paseando por Sitges con glamur


Ahora no consigo sacarme partido prácticamente nunca, pero el domingo lo logré y reverdecieron mis esperanzas. Fue para asistir a una xatonada en Sitges; y estuve tan acertada en la elección de la indumentaria que, sorprendentemente, aparecí como una mujer muy chic.
Al ver este adjetivo (chic) referido a mí, sé que los que me conocéis personalmente estaréis muertos de risa o sintiendo conmiseración por lo que suponéis un desvarío. Pero os aseguro que no es desacertado aplicármelo porque, el domingo, por arte de birlibirloque y unas cuantas cosas más, esta mujer de aspecto descuidado se transformó en el súmmum de la elegancia.
Y esas cuantas cosas más a las que aludo fueron un vestido de aire retro que me compré fuera de temporada (y por lo tanto a precio muy bajo) y unas sandalias. Sin olvidarme de esos dos complementos que siempre dan perfección al todo: un bolso de asa y las gafas negras.
Resumiendo: que por primera vez en mucho tiempo me sentí atractiva. Que me hice visible y noté que la gente me miraba con agrado; que el vestido me daba seguridad y yo le daba aire al vestido...  

sábado, 11 de mayo de 2019

Una manera de renovar el Post


En este momento, mientras espero que el mejunje que me he puesto en la cabeza haga efecto y me tiña las canas, estoy pensando en lo que podíamos hacer para revitalizar  este espacio.
Es evidente que invitar a los lectores a que participen más activamente no es la medida más eficaz, puesto que ya los hemos llamado con insistencia y de modos diversos y, salvo excepciones, no se han dejado ver.
Tampoco parece probable que surja un patrocinador que nos costee una tournée por los pueblos para que vayamos declarando la conveniencia de escribir. Se me antoja que esto no ocurriría ni aunque a la vez representáramos un sainete.
Y llegados a este punto, se me acaba de pasar por las mientes que, tal como hacían los escritores del Siglo de Oro, nosotros también podríamos lanzarnos pullas unos a otros. Estoy segura de que este proceder animaría mucho el cotarro. Ciertamente nuestros antecesores escribían mucho mejor que nosotros (¡dónde va a parar!) y eran duchos en manejar el soneto y el serventesio (más apropiados que el microrrelato para este quehacer); pero si nos lo proponemos y olvidamos nuestra bonhomía podemos llegar muy lejos. ¡Jajaja!

Sobre juzgar a los demás


Una cosa que no hago nunca es juzgar a los otros. Y obro así, no porque no quiera que los otros me juzguen a mí (algo que por cierto me es indiferente), sino porque me parece una actividad carente de interés, poco edificante y en la que es muy fácil cometer injusticias. Además, no creo que el criticón desistiera de su inmundo hacer porque yo lo considerara o dejara de considerarlo previamente.
Me ha ocurrido a veces oír comentarios acerca de la actuación de alguien en determinada ocasión y he alucinado. Y la razón de mi asombro ha sido que el comportamiento descrito me ha resultado impropio del modo de ser de ese alguien y de sus virtudes. Y a la conclusión que llego (después de desechar que el susodicho esté fuera de juicio) es que tendrá motivos que justifiquen su manera de proceder.
A lo que me refiero es a que muy pocos mortales son héroes o santos. A que cada uno percibe las cosas a su manera y actúa en consecuencia; a que a veces, cuando la postura elegida no concuerda con la de los demás, es difícil mantenerla; a que es inadmisible que nos arroguemos la facultad de juzgar cuando con certeza, valemos infinitamente menos que aquello que estamos juzgando...

La frigidez de Marcelina


-No tenías derecho a hacer lo que hiciste, Isidora.
-Te lo diré por enésima vez, Marcelina: no advertí que tus palabras eran audibles en toda la habitación.
-Pues yo lo que siento ahora es perplejidad. Dudo si todo se debió a una fatalidad o fui víctima de una jugarreta.
-Y yo lo que te respondo es que esa confusión que dices que tienes demuestra que no me conoces, Marcelina: a sabiendas, soy incapaz de hacer daño a nadie.
-Es que tu excusa resulta inverosímil, Isidora. ¿Quién se va a tragar que no sabes hablar por el móvil y que necesitas ponerlo en altavoz?
-Te lo he repetido cientos de veces. No es que no sepa mantener una conversación con el teléfono pegado a la oreja; lo que ocurre es que me es más cómodo tenerlo alejado y con toda la voz dada.
-Entonces, si alguien quiere hablar en privado contigo, ¿qué tiene que hacer?
-Llamarme al fijo. Piensa que el móvil es de mi marido; y que yo, las contadas veces que lo utilizo, tengo la costumbre inveterada de ponerlo como te he explicado.
-Pero es que es muy gordo lo que pasó, Isidora. Te revelé que soy frígida y sólo quería que lo supieras tú; te describí pormenorizadamente como son mis relaciones sexuales y lo frustrantes que me resultan... ¡Y hasta te conté lo del jacuzzi!
-Ya te he dicho que lo siento, Marcelina.
-No te puedes imaginar la conmoción que sufrí cuando de pronto, tu marido irrumpió en la conversación dando su parecer, Isi.
-Pero esa espontaneidad es la que muestra nuestra buena fe, Marce. Como comprenderás, si nos hubiéramos propuesto hacerte una mala pasada, mi marido no se hubiera dejado ver.
-¿Asunto finiquitado, Marcelina?
-Asunto finiquitado, Isidora.
-Dame un beso, Marce.
-Toma dos, Isi.

La boda más hermosa


Cuando uno trata de belleza y/o amor, tiene que elegir bien sus palabras para no resultar cursi. Y en ésas estoy; intentando hablaros de estos temas sin caer en la ridiculez y el mal gusto.

Aquella boda fue tan hermosa que no creo que ninguno de los asistentes la olvidemos nunca. Se celebró en Montserrat, al comienzo de la primavera; y yo fui una espectadora excepcional porque, como mejor amiga de la madre de la novia, formé parte del cortejo.
La víspera de la ceremonia me instalé con la familia en el hotel que está enfrente de la Basílica; y, desde el momento en que llegamos hasta que nos fuimos, no dejamos de experimentar ese goce espiritual que provoca la contemplación de la belleza.
Mientras dábamos un paseo vespertino, vimos como caía la tarde y llegaba la noche a aquella montaña mágica; y al volver, asistimos sobrecogidos al canto de los monjes en el interior de la iglesia. Después cenamos y nos acostamos. Y a la mañana siguiente, cuando ya hacía rato que el Sol había barrido las sombras de la explanada, apareció la novia más guapa que os podáis imaginar...    

Un presentimiento que ensombreció mi verano


Por los indicios de hoy puedo conjeturar lo que va a suceder mañana; pero, sin estas señales, soy incapaz de saber lo que está por venir.
Sin embargo, hace años, durante un verano que pasé en Cádiz, tuve la corazonada de que entre ese agosto y el del año siguiente, iba a ocurrir algo que partiría mi vida en dos. Que ese acaecimiento marcaría un antes y un después; y que en el después, yo ya no sería la misma persona.
Era una sensación muy inquietante que no me abandonaba nunca; y además, estaba segura de que fuera lo que fuera lo que iba a pasar, indefectiblemente se haría realidad.
Luego volví a Barcelona; y en el otoño, aparecieron nubes amenazantes en un cielo que siempre había sido azul. Y poco antes de Navidad sobrevino la tormenta...

La necesidad de mirar el mundo de otra manera


Últimamente tengo la impresión de que me estoy quedando anticuada; de que el tiempo pasa y yo permanezco anclada en la tradición.
La primera vez que noté esta sensación fue hace unas semanas, cuando entré en una tienda a comprar una corbata. En la que antes me fijé (y que me satisfizo completamente) fue en una de color y dibujo clásico; y hacer esta elección no me supuso ningún esfuerzo. Pero cuando la dependienta me sugirió una muy rompedora, tuve que mirarla con otros ojos para advertir que era preciosa.
Y experimento el mismo efecto cuando oigo la radio o leo el periódico por las mañanas. Es como si la sociedad estuviera cambiando y yo no pudiera mudar con  ella. Como si el concepto que tengo de las cosas (y que tanto influye en mi comportamiento) se estuviera quedando demodé. Recuerdo haber oído decir a personas muy mayores que se sentían extrañas en el mundo, y que por eso no les importaría morirse. ¿Será  a ese estado al que estamos abocados si cumplimos muchos   años?
Mi deseo de saber permanece intacto. Supongo que ahora, de lo que se trata es de cambiar los esquemas.

Amarilis y los tres enanitos


Aquella casa era vieja, pequeña y oscura; pero yo, con mi poco dinero y mi mucha creatividad, empecé a transformarla en la vivienda de mis sueños. Primero mandé echar abajo las paredes que no fueran maestras para conseguir espacio y claridad; y después, me puse un babi y los guantes y enjalbegué la fachada y los muros interiores.
A los pocos días fui a Yecla a comprar los muebles; y, como iba a ser yo la única persona que moraría en aquellas habitaciones, no tuve que consensuar mi elección con nadie.
Luego fui colgando en todas las superficies verticales dibujos y fotografías; y llené los anaqueles y las mesas con mis libros y los bártulos de escribir.
Cuando aquella casa se llenó de huellas de mi vivir, se convirtió en mi fortaleza y en el lugar donde más a gusto estaba: me protegía de inclemencias y rigores de todo tipo; me proporcionaba el aislamiento necesario para crecer; y me permitía recibir a mis amigos.
Pero hete aquí que, una vez, una millonaria que andaba medio enamorada de mí, me regaló tres enanitos de jardín y consiguió, por unas horas, trastornar la quietud y el sosiego de mi vida. Pretendía que los colocara en el patio, debajo de la parra; y yo, como distorsionaban la estética de mi casa, me negué. La insté a que se llevara sus estatuas, pero como no quiso hacerlo, las deposité con mucho respeto en el contenedor.