Este cuento se lo dedico a mi amiga María Jesús. Ella me ha animado a tomar la palabra “perigallada” de la tradición oral y fijarla por escrito.
En el pueblo mágico donde nací, a la zancada larga le dicen perigallada; aunque, para ser más exactos, convendría decir que la mayoría de veces se pronuncia perigallá.
Y en mi magín, este vocablo va invariablemente unido a algo que sucedió antaño, durante la inauguración de la piscina. Entonces, un muchacho muy bruto (y que no sabía nadar) se apostó con otro a que era capaz de pasar de una orilla a otra de la misma en dos perigallás. A que, cogiendo carrerilla para tomar impulso, daría las dos zancadas tan rápidamente que las aguas no tendrían tiempo de engullirlo.
¡Y a ejecutar la proeza que se puso el mozo! Delante de las autoridades y de todo el pueblo que había acudido a la apertura solemne del establecimiento, nuestro héroe profirió un alarido y echó a correr. Y cuando llegó al borde dio la primera perigallá, pero... ¡qué va! Como era de esperar, Emeterio, que así se llamaba el susodicho, se hundió; y, entre grandes risotadas del respetable, lo tuvieron que sacar.
María Jesús: con dos perigallás tú y yo llegamos adonde nos propongamos.