Por los años de 1963 vivía en el pueblo una familia admiradora del Lejano Oeste. Sus miembros veían cuantas películas de este género echaran en el cine y leían con fruición libros y tebeos. Tenían la casa llena de placas de sheriff, revólveres de colección, rifles, arcos y flechas...
Presidiendo el cuarto de estar había un gran cuadro en el que los búfalos, de tan vivos como estaban, parecía que te iban a embestir; y los trajes indios y las plumas formaban parte de la decoración.
Estos seres tan singulares recitaban la lista de los personajes del Far West con más facilidad que la de los meses del año; y si se lo proponían, podían estar un día entero hablando del tema sin necesidad de parar para tomar una colación.
Y fue el vástago de tan extraña familia el primero que me provocó emociones amatorias. Un día me guiñó un ojo, y fue tal la conmoción que me produjo, que estuve a punto de perder el sentido. Y en otra ocasión, apoyando su bota con espuelas y su brazo en la pared que me sostenía, acercó mucho su cuerpo al mío y me contó bajito la batalla de Little Bighorn.