domingo, 22 de abril de 2018

El Far West y la extraña familia


Por los años de 1963 vivía en el pueblo una familia admiradora del Lejano Oeste. Sus miembros veían cuantas películas de este género echaran en el cine y leían con fruición libros y tebeos. Tenían la casa llena de placas de sheriff, revólveres de colección, rifles, arcos y flechas... 
Presidiendo el cuarto de estar había un gran cuadro en el que los búfalos, de tan vivos como estaban, parecía que te iban a embestir; y los trajes indios y las plumas formaban parte de la decoración.
Estos seres tan singulares recitaban la lista de los personajes del Far West con más facilidad que la de los meses del año; y si se lo proponían, podían estar un día entero hablando del tema sin necesidad de parar para tomar una colación.
Y fue el vástago de tan extraña familia el primero que me provocó emociones amatorias. Un día me guiñó un ojo, y fue tal la conmoción que me produjo, que estuve a punto de perder el sentido. Y en otra ocasión, apoyando su bota con espuelas y su brazo en la pared que me sostenía, acercó mucho su cuerpo al mío y me contó bajito la batalla de Little Bighorn.

Quemando etapas


Una tarde, estando de tertulia en el parque con mis amigas, vino a ponerse en el banco de enfrente una pareja muy joven. Enseguida comenzaron a besuquearse; y, acto seguido, ella se sentó a horcajadas sobre las piernas de él y se desmadraron.
Ante tal espectáculo, mis amigas y yo abandonamos el parque y nos fuimos a un bar; y allí, tomándonos una refacción ligera, hablamos de lo que habíamos presenciado; y, por ende, de la precocidad y de la procacidad.
Todas convinimos en que cada cosa tiene su edad y su lugar de ejecución; y que los muchachos del parque hubieran debido estar jugando a “la patá al bote” en vez de hallarse quemando etapas.
Por último, Irene, una profesora de Literatura  jubilada, nos contó que cuando pidió a sus alumnos que comentaran esos versos de “El estudiante de Salamanca” de Espronceda que dicen:

                                      “tú eres, mujer, un fanal
                                      transparente de hermosura:
                                      ¡Ay de ti! si por tu mal
                                      rompe el hombre en su locura
                                      tu misterioso cristal”

una chica, en medio de fuertes risotadas, aseveró con desdén que a ella le habían roto el fanal a los doce años.

Vehemencia y vanidad


Aunque se  escriben las dos con uve, no debe confundirse la vehemencia con la vanidad. Muchas personas contestan con prontitud porque son ardientes y apasionadas; y aunque procuran reprimirse, se inflaman (siempre verbalmente) con facilidad.
Tampoco se debe tomar equivocadamente el deseo de justicia por el de alabanza. A veces lo que uno está pidiendo no son loas, sino un trato equivalente al que él está teniendo con los demás.
Creo que hay que ser sencillo; pero con la sencillez que da la riqueza, no la pobreza. Y no me estoy refiriendo a cosas materiales, sino espirituales. Con las pensiones que hay nunca vamos a tener más de lo que necesitamos, pero podemos intentar ser cada día más sabios y mejores personas.
Por último quiero decir que somos afortunados porque tenemos inteligencia y sabemos escribir; así que no necesitamos valernos del talento ajeno para decir lo que queremos.

El cortejo nupcial


Dentro de unas semanas se casa el hijo de mi amiga Ramona y yo tengo papel en la ceremonia. De un modo concreto, y como ella va  a ser la madrina, mi íntima me ha encomendado la tarea de acompañar a su marido en el cortejo nupcial y en el baile posterior al convite.
Yo estoy encantada. Desfilar ante tantos ojos escrutadores (la boda será multitudinaria) satisfará con creces mi afán exhibicionista; pero como estas cosas no se pueden decir, finjo y me muestro apocada, vergonzosa y no merecedora de tal honor.
El sábado pasado, Ramona montó una pasarela en su patio e hicimos un ensayo general. Los novios y todos los que vamos a acompañarlos al altar formamos parejas y marchamos unos tras otros de bracete. Después nos comimos una paella; y, por último, vino un profesor de baile y nos dio una clase de swing.
Hay que reconocer que mi amiga es un poquito farolera. Le gusta el boato y la magnificencia y está preparándolo todo como si se tratara de un casamiento real. Pero bueno, Ramona es una magnífica mujer y ¿quién no tiene algún defecto?

domingo, 15 de abril de 2018

El hado Melanino y el manchón


En el brazo izquierdo tengo un lunar con la forma de la península Ibérica. Me hubiera gustado tener también los dos archipiélagos, pero el hado Melanino no lo permitió. Obrando a su capricho, dispuso que estuviera Portugal pero no así Baleares y Canarias.
En las fotografías que conservo de cuando era pequeña, lo que más destaca de mi persona es el manchón. Se ve muy grande; y su color tan oscuro contrasta enormemente con el blanco de la piel que tiene alrededor.
Con el paso del tiempo, mi brazo fue creciendo y el antojo empezó a verse menos descomunal. También, como la intensidad de su color pareció menguar, el lunar y yo pasábamos más desapercibidos.
Verdaderamente, mi marca de nacimiento jamás me ha dado problemas. Al contrario, lejos de acomplejarme, siempre la he considerado un signo de distinción.


Un auténtico esperpento


Creo que el efecto más o menos nocivo de la televisión en el espectador depende de los ojos con que éste la mire y del rato que esté sentado frente a ella. Si el televidente tiene un espíritu crítico y le dedica a la caja tonta solamente un tiempo prudencial, algunas de las cosas que salen pueden resultar hasta fascinantes.
Personalmente miro poco la televisión: no estoy acostumbrada y me pone los nervios de punta. Pero trozos de “Sálvame” y “Cámbiame” que he tenido oportunidad de ver me han parecido antológicos; dignos de figurar en los anales del esperpento. Por el contrario, programas informativos que se tienen por rigurosos e imparciales me parecen auténtica basura.

El jardín de las delicias


Cuando pienso en el jardín de las delicias, lo más probable es que lo que tenga en la mente no sea el cuadro pintado por El Bosco, sino el vergel de mis vecinos. Lo veo desde la ventana de la buhardilla de mi casa y me atrae irresistiblemente. Tiene una parte del suelo embaldosada y otra de tierra; y, en esta última, crecen un madroño, un peral, un lilo, una olivera... 
Algunas mañanas veo al señor de tan mágico lugar cavando la tierra con la azada o desbrozando con el rastrillo. Se trata de mi amigo Segismundo, un hombre bueno que compagina la historia y la horticultura, y que hace ambas cosas con idéntico afán.
A eso de las diez aparece Lía, su mujer. Trae alguno de los artículos que escribe sobre el acaecer diario en la vida de una pareja de jubilados. Se lo lee a Segismundo; y luego, después de oír su opinión, lo envía por correo electrónico al periódico en el que colabora.
Y más tarde, vienen amigos a tomar el aperitivo...; y hay tertulia, cerveza y cascaruja.
Y por la tarde, hijos y nietos.
Y a todas horas, Kira, la perra, olisqueando por doquier.

Padre Efigenio y el cortinón


Padre Efigenio era un fraile beatífico, pero a mí me causaba terror. A mis siete años, aquel gigante ataviado con hábito marrón y sandalias de cintas que llevaba una longuísima barba, y que encima portaba antiparras, me provocaba una inquietud y una zozobra imposibles de sobrellevar.
Cuando venía de visita a mi casa, mi menda se enrollaba en el cortinón del cuarto de estar y desaparecía. Es evidente que tanto mi familia como el monje, al ver el tirabuzón cortinado y mis pies asomando por abajo, sabían perfectamente donde me encontraba yo; pero nunca aludieron a ello.

¡Me han dado el día!


Esta mañana he ido al Banco a actualizar mis datos; y el empleado, cuando ha visto mi fecha de nacimiento, me ha dicho que estoy en la mejor edad para hacerme un seguro de decesos.
Sin darme oportunidad de decir si el asunto me interesaba o no, el susodicho ha procedido a enumerar las ventajas del producto. Desde el otro lado de la mesa y con cara de circunstancias, me ha descrito de una manera pormenorizada como sería mi sepelio. También me ha asegurado que la protección era tan completa que, llegado el momento, mis deudos sólo tendrían que preocuparse de llorar.
¡Madre mía! Si yo esta mañana me he levantado contenta y feliz; si tenía el ánimo exaltado; si lo único que pretendía al ir al Banco era poner al día mis datos... ¡Qué malaje! ¡Si lo sé no voy!