Eutimio vino a mi casa al oscurecer y me trajo esquejes de romero y de tomillo. Los plantamos al pie de la parra con la última luz del día; y luego, nos pusimos a tertuliar. Me habló de lo inseguro que se sentía en los enfrentamientos dialécticos que mantenía con su mujer, y de lo difícil que le era imponer su criterio. Me contó algunas anécdotas que evidenciaban la personalidad apabullante de la susodicha, y el efecto confundidor e intimidatorio que le acarreaba.
Relajado con el balanceo de la mecedora y con el güisqui que le serví, Eutimio acabó confesándome que se había integrado en un grupo en la Internet donde ella no tenía cabida, y que se sentía muy feliz. Añadió que era un conjunto variopinto de personas que consideraba sus ideas dignas de atención, y donde había una mujer que lo admiraba.