domingo, 20 de diciembre de 2015

Una pizca de nostalgia


En Nochebuena, en el pueblo hacía un frío tremendo, pero los vecinos no lo notaban porque estaban imbuidos del espíritu de la Navidad. Este espíritu les hacía diferir por un tiempo sus controversias; y allí todo era paz, alegría y beatitud. Se felicitaban en persona; y los que disfrutaban de un artefacto llamado teléfono, le daban a la manivela y hablaban entre ellos.
Todas las casas estaban iluminadas, y los chiquillos recorrían las calles con zambombas y panderetas buscando los aguinaldos.
Ahora me viene al magín la mesa redonda de mi casa, con mis padres, los siete hermanos, mi tía y mi abuela a punto de empezar el ágape. Teníamos un pato llamado “Modesto”, que era como de la familia, pero que en ese momento no se encontraba con nosotros. Estaba en el corral con el resto de los animales. Veo la lumbre y el belén; cántaros y lebrillos; amor a raudales e ilusión...
Luego nos íbamos a la misa del gallo; y después, a la hoguera de los quintos.
Aquella noche, en mi pueblo, todo era confraternización y júbilo; propósito de ser mejores, esperanza e ilusión.
Con el tiempo, aquel espíritu navideño desapareció. Lo busqué y no lo encontré ¿será que me lo dejé en el pueblo al ladito de la infancia?

En “Love Story” tenían razón


Queridos amigos: os podría hablar de “El acorazado Potemkin” o de “Ciudadano Kane”; de “El hombre tranquilo” o de “La Diligencia”; pero lo voy a hacer de “Love Story”.
Y es que, en este tremendo melodrama estrenado en nuestra mocedad, se dice una frase muy cursi que me viene al pelo para lo que intento explicar. La frase es la siguiente: “ El amor significa no tener que decir nunca lo siento”, y yo voy a aplicar esta aseveración a la amistad.
Resulta que por motivos familiares, mis clases de Arte, y algunas cosas más; durante un tiempo no he podido atender a mis amigos como se merecen. Bueno, pues cuando he intentado reanudar el trato con ellos, con algunos no he necesitado ningún requisito para lograrlo; en cambio, con otros, parece que tenga que disculparme y hacerme perdonar.
Pero ¿no comprenden estos amigos que mi ausencia no es abandono sino imposibilidad?

Más silencio, por favor


El ruido me enerva; no lo puedo soportar. En mi casa, siempre pongo la radio y la televisión con el volumen muy bajo; y si alguien me pide que lo suba, me voy a otra habitación porque esos decibelios de más me taladran los oídos.
Como vivo en alto, el ruido de la calle apenas me llega; pero en verano, las noches de verbena o de finales de fútbol me llega mi San Martín. En estas ocasiones, el griterío de los vecinos, junto con los cohetes y la música, convierten estos lares en un pandemonio en el que es imposible dormir y en el que acabo histérica perdida. El colmo son las gaviotas al amanecer; con sus agudos graznidos, parece que chillen.
En invierno, los sonidos que me acompañan son los de los aviones y el del helicóptero de la policía en sus labores de vigilancia; el piar de algunos pajarillos que se posan en la baranda del balcón; el ruido de los operarios cuando vienen a arreglar el ascensor... 
No soporto el pitido que emiten las cocinas digitales al encenderlas; al oírlo, siento como si cuchillos penetraran mis oídos. Tampoco aguanto los portazos; sobre todo los de las puertas metálicas. No puedo estar en una sala de cine que tenga el volumen muy alto; me da la sensación de que las ondas sonoras, después de chocar con las paredes, me bombardean a mí. Me molestan los cantos a deshora; y las motos con los tubos de escape libre me sacan de quicio... 
En fin... ¿qué sonido os diría que me gusta? Pues me gusta la voz de mi marido; es grave y cavernosa; áspera y sexi...