Cuando estaba sumida en el más completo aburrimiento, en esas horas tan morbosas de después de comer, me apoltroné en el sillón y me quedé traspuesta. Al rato desperté; y, como me sentí rehecha y con ánimo, me puse a hacer la cena.
En plena freidura, un par de gotas de aceite me salpicaron y me quemaron el pecho. Y yo, que soy una mujer de gran reciedumbre, demoré por unos instantes la aplicación de remedio, para fortalecerme con el dolor.
Después, cuando por fin empapé un paño en agua helada y me lo apliqué en una zona tan erógena, sentí placeres que tenía olvidados. Y la excitación se acrecentó en el momento en el que descubrí al adefesio observándome por la ventana.