lunes, 27 de agosto de 2018

Segunda carta de la urbanita: el adefesio y yo


Cuando estaba sumida en el más completo aburrimiento, en esas horas tan morbosas de después de comer, me apoltroné en el sillón y me quedé traspuesta. Al rato desperté; y, como me sentí rehecha y con ánimo, me puse a hacer la cena.
En plena freidura, un par de gotas de aceite me salpicaron y me quemaron el pecho. Y yo, que soy una mujer de gran reciedumbre, demoré por unos instantes la aplicación de remedio, para fortalecerme con el dolor.
Después, cuando por fin empapé un paño en agua helada y me lo apliqué en una zona tan erógena, sentí placeres que tenía olvidados. Y la excitación se acrecentó en el momento en el que descubrí al adefesio observándome por la ventana.

Carta de una urbanita sin recursos intelectuales


Mi veraneo está resultando decepcionante. En este pequeño pueblo no existen las cosas que me divierten, y estoy sumida en el más completo aburrimiento.
Aquí el tiempo transcurre con exasperante lentitud, y el día se me hace interminable. Es cierto que no hay contaminación y que el calor no es tan sofocante como en la ciudad, pero la quietud y el silencio me ponen de los nervios. Si madrugo, y a las diez de la mañana lo tengo todo hecho, luego no sé como llenar el montón de horas que se me presentan por delante.
Para más inri, el sol achicharra y sólo se puede ir por la calle al amanecer y cuando está oscureciendo. Existe la opción de irse al bar a alternar con los lugareños o dedicarse al visiteo, pero ni una cosa ni la otra me entusiasman. Echo de menos el bullicio de la ciudad; y sobre todo ¡los centros comerciales!
Fíjate si estaré desesperada que he empezado a tener delirios eróticos con un vecino que, por cierto, es un adefesio.

Gente de orden


Aunque Amarilis y sus amigos son el súmmum de la circunspección, un día decidieron bañarse desnudos en el pantano de A. La causa de tan insólito proceder no estuvo en que de repente perdieran el juicio; el motivo fue que el sol los estaba achicharrando, que necesitaban ponerse en remojo urgentemente y que no llevaban bañador.
Cuando tuvieron que quitarse la ropa y meterse en el agua, la vergüenza los embargó y se mostraron torpes y sin glamour. Pero una vez dentro, se sintieron totalmente libres y derrocharon encanto.

El olor de la menta


Una noche, Lía y Segismundo nos invitaron a cenar en su jardín. Allí encontramos a Mario y Sara, que acababan de llegar de la ciudad; y claro, les contamos la anécdota de la guardilla. A Mario le pareció recordar que en “Luces de bohemia” aparece este vocablo; pero ni Lía ni yo, que somos buenas lectoras de Valle-Inclán, conseguimos ubicarlo.
Mientras comíamos tortilla de patatas con ensalada y bebíamos vino, hablamos de ese feminismo castrante (proclamado por algunos) que acompleja al hombre; y en este punto, Segismundo, un inteligentísimo varón, dijo cosas muy interesantes al respecto. 
Y cuando nuestros anfitriones sirvieron el postre (melón y sandía con chocolate fundido y licor), abordamos el tema de cómo afrontar el mundo de hoy con la mentalidad de ayer que los de nuestra generación tenemos. Aquí todos confesamos sentirnos perdidos a veces.
No sé si fue el vino o el olor de la hierbabuena lo que nos avivó, pero aquella noche todos estuvimos especialmente brillantes.

Un tonto envanecido


Siempre has sido un cursi, Heliodoro; pero desde que vives en la ciudad, tu afectación no tiene límite. Aquí en el pueblo nos es difícil aguantarte, y sólo lo conseguimos con buenas dosis de humor y socarronería.
Consideras que tus paisanos somos unos cafres pendientes de civilización; y, cuando estás entre nosotros, no dejas de pavonearte creyéndote superior. 
El problema es que el bagaje intelectual del que presumes no es más que un ligero barniz; y así, te pasa lo que te pasa.
El otro día, por ejemplo, corregiste a una lugareña cuando la oíste llamar al desván guardilla. Con tu insoportable pedantería, le dijiste que la palabra correcta para nombrar esa parte de la casa era buhardilla. E incluso, te permitiste deletrear el vocablo para hacerle saber que llevaba hache intercalada.
La mujer, que te conoce, con mucha flema te respondió que tan libre de error estaba guardilla como buhardilla, boardilla y bohardilla. Pero tú, que te has convertido en un tonto envanecido, te mantuviste en tus trece. Luego, sólo hubo que mirar el diccionario...

La Luna roja


¡Nooooooo! ¡Fuera de aquí, malandrina! ¿Cómo te atreves a conturbar mi éxtasis? Estoy en lo alto de este risco contemplando la luna, y vienes tú, con tu móvil, pretendiendo enseñarme un vídeo de tus nietos haciendo monerías. Los pequeños son  preciosos, pero no es el momento. ¿Por qué no tiras el teléfono al zarzal y dejas que la belleza del eclipse suspenda tu ánimo?