domingo, 30 de septiembre de 2018

El maleficio de Filomena


Cuando el realizado Braulio fue a visitar a la amargada Filomena, ésta lo invitó a sentarse en su mejor mecedora, le dio el parabién con su voz melosa y suave y le sirvió un vaso de güisqui de la verdad.
El susodicho, pese a ser un hombre cauto y a saber perfectamente que el mundo sería inhabitable si todos fuerámos francos, se desinhibió por completo y empezó a decir lo que verdaderamente pensaba mientras se mecía en el balancín. Y cuando su anfitriona quiso saber la opinión que ella le merecía, y él contestó que la encontraba afectada y empalagosa, ésta lo reprobó inmeditamente.
Posteriormente, como los efectos del mejunje no desaparecieron, Braulio emprendió una cruzada contra la hipocresía, las medias tintas y lo politicamente correcto; y,  como todos le hicieron el vacío, hoy vive aislado en una cueva a las afueras de la ciudad.

Ataraxia


Por como estaban los animales de revolucionados, pareciera que fuera a venir el fin del mundo. Las moscas habían invadido la casa y no nos dejaban vivir. Formaban nubes que oscurecían la atmósfera; y no dejaban de posarse en enseres, alimentos y comida. Para mayor desesperación, los malditos insectos se apelotonaban alrededor  de las cavidades corporales pugnando por introducirse en ellas, y esto nos obligaba a ir con mascarilla.
Y con las aves, reptiles y felinos sucedía otro tanto. Los pájaros irrumpían por las ventanas y ocupaban los anaqueles. Las salamanquesas, indiferentes a la presencia humana, trepaban por las paredes desnudas, cual si fuesen las señoras del lugar. Y los gatos saltaban la tapia del patio buscando pájaros y ratones.
Ante la ocupación animal y con el paso de los días, los habitantes de la casa fuimos perdiendo el juicio. Bueno, todos no: mi marido permaneció imperturbable.

Una monja de modales untuosos


Si hoy escribiera un diario, lo haría pensando en que, antes o después, iba a ser leído por un fisgón de esos que siempre acechan. Por consecuencia, omitiría todo aquello que atañera a mi intimidad, y me centraría en ser ocurrente y escribir con estilo. Resumiendo, que mi supuesto “diario” sería más un divertimento que un relato fehaciente de mi vida.
Pero hubo un tiempo en que sí escribí un diario de verdad. Fue cuando estaba en la pubertad y mi cuerpo empezó a transformarse. Entonces, toda yo me convertí en un revoltijo de sensaciones que me desconcertaban y me llenaban de vergüenza y desasosiego. Necesitaba verbalizarlos, así que los plasmé en el papel...
El cuaderno que contenía mis secretos venía siempre conmigo; pero he aquí que un día lo olvidé en el pupitre y una monja de modales untuosos me lo quitó.

Mi amiga va hecha un cuadro


Queridas Ángela, Carmen y Lucía: mi mejor amiga es una mujer de gran bonhomía, pero el hado no le dio la capacidad de reconocer la belleza, y la pobre tiene un gusto pésimo. Antes, cuando vivía de una pensión y no podía hacer dispendios, vestía con sencillez; pero, ahora que le ha tocado la lotería, parece un árbol de Navidad. Continuamente se está comprando ropa y accesorios ¡y todo se lo echa encima! Y como es grandota, el resultado es espeluznante...
El mes que viene estamos invitadas a una boda mañanera. Se trata de una ceremonia civil; y Sole, mi amiga, ya me ha anunciado que va a acudir con vestido largo, tacones muy altos y diadema. Yo nunca he alternado con la alta sociedad y no sé lo que se juzga elegante y chic, pero diría que ir como Sole no.
¿Qué debo hacer, compañeras? ¿Tengo que decirle a mi amiga que su vestimenta no es adecuada? ¿He de dejar que asista al evento con el traje largo y haga el ridículo? Aconsejadme, porque ella está muy ilusionada con su look y yo no quiero herirla bajo ningún concepto.

Mi primo Juan


Cuando pienso en mi primo Juan, me viene a la cabeza la imagen de los dos sentados en el alféizar de una ventana, escuchando música. Fue durante el último verano que pasamos juntos, y recuerdo que estuvimos hablando de psiquiatría, de sueños y de migas con uva.
El primer tema era recurrente: mi primo quería ser psiquiatra y las dos primeras cabezas que pensaba analizar eran la suya y la mía. A hablar de sueños nos incitó Mari Trini y su canción “Déjame”, que sonaba en ese momento en el tocadiscos; y lo de mentar las migas era obligado, pues esa noche íbamos a asistir a una cena en la que éstas se adivinaban el plato principal.
Mi primo y yo nos teníamos un cariño inconmensurable que no soy capaz de encasillar. Era diferente del que se puede sentir por los hermanos, por los amigos, por los amantes... Por mi parte estuvo libre de deseo, y doy por cierto que por la de él también. A partir de aquel verano nuestras vidas se separaron; y, hasta que él murió, sólo nos vimos en algunos eventos familiares. Y era en estas ocasiones, al abrazarnos, cuando los dos comprobábamos que nuestro amor seguía intacto. Esto nos llevó a pensar que perduraría siempre...

Un acerico repleto de alfileres de colores


Yo de pequeño me ajuntaba con las niñas. El mundo en el que se movían era con el que me identificaba, y no me costaba ningún esfuerzo conducirme como ellas. En cambio, todo lo que atañía al espacio masculino me resultaba hostil. Los chiquillos de mi edad me martirizaban con sus burlas, y me llamaban con nombres que me herían como cuchillos. Lo peor era cuando estaban en grupo y yo tenía que pasar por delante. Entonces, sabía que indefectiblemente sonaría la palabra maldita; y era tanta la ansiedad con la que la esperaba, que deseaba que la pronunciaran cuanto antes para así quedarme tranquilo. Llegué a coger tal aversión al sexo masculino que anhelaba que sólo existieran mujeres.
Mi refugio y el lugar donde mejor me encontraba era la casa de mi abuela. Allí tenía un acerico repleto de alfileres de colores; un costurero; y un busto de cartón piedra, sobre el que hacía los vestidos de hadas y de princesas con los que nos disfrazábamos mis amigas y yo.

Un artilugio de no mucha utilidad


Hace poco compré un televisor y, de resultas, estoy histérica. Mi antiguo aparato era pequeño y rudimentario, aunque para los programas que veía me bastaba con él. Lo tenía colocado en un rincón del cuarto de estar; y, cuando estaba encendido, los personajes que aparecían en la pantalla nunca la atravesaban ni invadían mi espacio. 
Pero ahora, con la nueva y gigantesca televisión (erré en las pulgadas que tenía que tener), ocurre todo lo contrario: los que salen en ella irrumpen por la fuerza en mi cuarto de estar y me comen. Les veo la cara con tanta nitidez que soy capaz de cuantificar los poros que tienen. Me abruman; me resultan asfixiantes...
Lo primero que hago por las mañanas es asomarme al cuarto de estar con la esperanza de que el armatoste, durante la noche, haya disminuido de tamaño; pero ¡qué va! ahí sigue igual.

viernes, 14 de septiembre de 2018

Tomar clases de baile de salón


En estos días que me invade la desgana, me acuerdo de aquellos sermones en los que los clérigos nos advertían de los peligros de caer en la molicie y nos apremiaban a luchar contra ella. Me pregunto si no estaré yo despeñándome  por ese detritus de descomposición espiritual que significa la grata pereza y no acabaré convertida en una gandula.
Durante toda mi vida he sido diligente y presta en el obrar. Pero ahora, esa fuerza que me impelía a hacer las cosas la siento con menos intensidad; y las más de las veces pienso que no merece la pena esforzarse. Siempre he sentido desdén por los remolones; y resulta que estoy comportándome como ellos.
He pensado aprender baile de salón. Quizá, si me decido, me ayudará a salir de este estado. 

Una situación pueblerina


En la ciudad, uno puede pasarse días enteros sin hablar con nadie. En cambio, en el pueblo esto sería imposible. A diferencia de la ciudad, en el pueblo no se concibe que dos personas que están próximas no entablen conversación; y así, lo habitual es estar todo el día de palique.
En las urbes, entre las creaturas que se conocen hay distancia; y uno sólo queda con los amigos de tanto en tanto. Por el contrario, en las poblaciones pequeñas todos estamos apretujados y nos vemos continuamente; no existe espacio ni tiempo entre nosotros.
Lo favorable de tal situación pueblerina es que nos es muy fácil relacionarnos con los demás; y ya se sabe lo beneficioso que es el trato para la salud. Y lo adverso es que si alguien nos hiere el amor propio, como no hay espacio ni tiempo para que se deshaga el agravio porque seguimos viendo a todas horas al ofensor, es fácil que éste acabe convirtiéndose en nuestro mayor enemigo. 

La soledad


Cuando estoy en el pueblo, algunas tardes veo un programa de la televisión regional que se llama “En Compañía”. Es un espacio que trata sobre la soledad; lo presenta el gran Ramón García; y los protagonistas son personas que buscan pareja.
En la conversación que mantienen con Ramón, los invitados van desgranando detalles de sus vidas hasta llegar al momento actual; y es en este punto en el que cada uno explica, a su manera, como vive este estado de pesar y melancolía.
Hay que decir que la mayor parte de los intervinientes no son personas ilustradas ni puede que tengan la mejor dicción; pero (o quizá por eso) hablan tan con el corazón que consiguen conmovernos.
A mí me gustó especialmente lo expresado por una profesora de Lengua jubilada. Manifestó que desde que había muerto su marido apenas hablaba con nadie, y que el vocabulario se le estaba reduciendo a gran velocidad.
Finalmente quiero mostrar mi admiración por Ramón García. Debe de ser tremendamente difícil conducir un programa de estas características sin que se salga de sus justos términos; y él lo consigue con creces.

La visita de Amarilis a un salón de belleza


No me gusta ir a la peluquería... ¡lo odio! Estar con la cabeza echada para atrás mientras me lavan el pelo es un tormento; con los rulos puestos me siento inerme ante el mundo; soy aprensiva y no me gustan las tijeras y los peines ajenos; el olor de la laca me confunde... 
Cuando mi pelo encanece me lo tiño yo; y cuando crece me lo corta mi marido. Pero hete aquí que, este verano, se me ocurrió ir al establecimiento que regenta mi amigo Evaristo. ¡No me quiero ni acordar!
Resulta que, cuando estaba en medio del salón, con el tinte en la cabeza y los babateles y las toallas colgando de mi cuello, empezaron a entrar familiares y amigos de Evaristo con la intención de tertuliar. Yo era la única clienta, y hacia mí se dirigieron todas las miradas. ¡Y venga saludos! ¡Y venga parabienes!
Quería hacerme invisible o volar, pero no sucedió ni una cosa ni la otra, y permanecí allí anclada al sillón. Y luego el tinte no me cogió y el pelo se me quedó más blanco que lo tenía. Pero... ¿cómo me podía prender con semejante panorama?
Este escrito se lo dedico a todos lo peluqueros; y especialmente a mi amiga...

Yves Montand en el sanctasanctórum de un mesón manchego


En la Mancha tenemos una comida que se hace con patatas y bacalao y que se llama atascaburras. Se puede tomar caliente o fría; y de esta última manera es como la pidieron Amarilis y sus amigos cuando, después de bañarse en el pantano, fueron a reponer fuerzas a un mesón. También comieron queso frito con mermelada y bebieron vino; y al acabar, el mesonero los invitó a entrar en su  sanctasanctórum.
Era éste un salón donde había una pantalla gigantesca para ver el fútbol; un tronco de árbol fosilizado llamado xilópalo y una gramola vetusta que parecía no funcionar. Pero cuando Amarilis tropezó, y sin querer le dio una patada, el artefacto se puso en marcha y de sus entrañas surgió la voz de Yves Montand cantando “Les Feuilles Mortes”.
Y qué momento mágico fue aquél... la nostalgia se apoderó de todos.