Cuando el realizado Braulio fue a visitar a la amargada Filomena, ésta lo invitó a sentarse en su mejor mecedora, le dio el parabién con su voz melosa y suave y le sirvió un vaso de güisqui de la verdad.
El susodicho, pese a ser un hombre cauto y a saber perfectamente que el mundo sería inhabitable si todos fuerámos francos, se desinhibió por completo y empezó a decir lo que verdaderamente pensaba mientras se mecía en el balancín. Y cuando su anfitriona quiso saber la opinión que ella le merecía, y él contestó que la encontraba afectada y empalagosa, ésta lo reprobó inmeditamente.
Posteriormente, como los efectos del mejunje no desaparecieron, Braulio emprendió una cruzada contra la hipocresía, las medias tintas y lo politicamente correcto; y, como todos le hicieron el vacío, hoy vive aislado en una cueva a las afueras de la ciudad.