domingo, 8 de diciembre de 2019

En aquel tiempo fuimos tres


El hecho aciago
Cuando murió Andrés, necesité desesperadamente que estuvieras conmigo. Siempre habíamos sido tres; y, por tanto, solamente tú podías entenderme y compartir mi dolor. Los que estaban a mi lado trataron de consolarme; aunque lo que lograron con sus palabras bienintencionadas y sus intentos de que me distrajera fue que me sintiera agobiada... ¡ganas me dieron a veces de gritarles que me dejaran en paz!

La búsqueda
Estaba convencida de que si yo te enteraba de la tragedia, cogerías la parte de dolor que te correspondía y con eso me aliviarías a mí; pero enseguida advertí que encontrarte iba a ser prácticamente imposible. A los amigos conjuntos hacía tiempo que les había perdido la pista; tu casa, a la que tantas veces fui, se había convertido en un bloque de apartamentos; y lo más extraño y principal es que tu apellido, si alguna vez lo supe, se había desvanecido de mi memoria...

El viaje
Como no encontraba la salida de ese lugar oscuro donde me encontraba y creía estar  volviéndome loca, un día cogí el coche y repetí el viaje que, en la Semana Santa de 1970,   hicimos Andrés, tú y yo por el sureste francés. En Aviñón reviví los momentos en que un hombre muy serio y circunspecto la emprendió a paraguazos con nosotros cuando nos vio abrazados y cantando bajo la lluvia. En Sète me acordé de  aquel Play Boy que comprasteis, y de lo escandalizados que nos sentimos ante unas imágenes tan explícitas. En Niza, garbeando por el Paseo de los Ingleses, noté en la boca el sabor de aquel chocolate que compramos en una dulcería.  En Montecarlo, me vestí de tiros largos (como no hicimos entonces) y me fui al Casino... Y así, hasta Ventimiglia.

Y ahora, mientras escribo este relato, tengo en las manos ese elepé de Miriam Makeba que adquirimos en Montpellier. Se trata del Pata Pata: lo voy a poner a ver si me animo porque estoy sumida en la nostalgia.   

Las primeras impresiones


En lenguaje coloquial, cuando nos presentan a alguien y nos cae fatal, decimos que nos ha entrado por el ojo izquierdo. Inversamente, si lo que suscita en nosotros el recién conocido es simpatía, aseguramos que nos ha entrado por el ojo derecho. Y por último, si el ser al que estamos estrechando la mano no despierta en nosotros afectos ni desafectos, pues opinamos que ni fu ni fa y ya tenemos bastante.
Y el que nos entre por un ojo o por el otro no tiene tanto que ver con su complexión o su forma de vestir, sino con algo intangible que esa persona transmite y que configura su apariencia en el orden espiritual: si nos gusta lo que percibimos, el  individuo en cuestión nos resulta atractivo; y si no es así, nos parece desagradable. Y como estas impresiones suelen ser recíprocas, la corriente de simpatía o aversión corre en los dos sentidos.
Pero en estos juicios nos podemos equivocar. Si diéramos oportunidad, ¡cuántas veces gente que aborrecemos nos podría dar espléndidas sorpresas! 

Días con nombre extranjero: Black Friday; Cyber Monday; Single day...


¡Es agobiante! Las calles están llenas de gente; y las tiendas, también. No se puede circular por ningún sitio... Las costumbres foráneas nos han invadido; y, como no tenemos remedio, no sólo no hemos opuesto resistencia a que lo hicieran, sino que hemos adoptado lo que viene de fuera con auténtico fervor.
Llevamos unas jornadas celebrando no sé qué, y comprando de una forma desmedida. Ya nos hemos gastado la paga extraordinaria que cobramos recientemente, e incluso estamos contrayendo deudas. Y aún quedan los gastos de Navidad y Reyes... ¡Menos mal que luego vienen Las Rebajas!
¡Y yo que me acuerdo ahora de que estamos en Adviento! ¿Se puede ser más antigua? ¿Cómo se me ocurre pensar en este tiempo litúrgico al lado de tanta modernez?

Una pasión que devora


Ayer asistí al debut de Clara y quedé encantada. Pero su actuación no me satisfizo porque fuera mi allegada (que también); sino porque la susodicha, intuyendo que, cuanto más exagerado fuera un texto, más contenida tenía que ser su interpretación, se condujo en todo momento con sobriedad y elegancia.
Los otros actores estuvieron a tono; y la dirección; vestuario; decorados; iluminación... ¡y hasta unos tacones parlantes que, detrás de un biombo, hacían las funciones de apuntador!
La obra era muy entretenida; y los interpretes, desde el escenario, suscitaban entre los espectadores risa, algazara y ganas de danzar. Confieso que, en el momento en que sonó un pasodoble, estuve a un paso de pedirle a mi vecina de asiento que lo bailara conmigo. Lo que me retuvo fue que no hubiera espacio suficiente en el patio de butacas.
Y por último, cómo no mencionar lo guapísima que estaba Clara cuando, después de la apoteosis final, bajó del escenario. El brillo de sus ojos era señal del estado de exaltación en el que se encontraba. Luego imagino que vendría la sensación de vacío, pero eso sería después...

¡Qué mala suerte!


El consejo
Una vez le oí a una mujer un parecer que me hizo mucha gracia. La fémina sostenía que, en previsión de que nos diera un  patatús o nos atropellara un coche y nos tuvieran que llevar al hospital, a la calle siempre había que salir duchado y con la ropa interior limpia. Y de este dictamen me acordé el otro día, en el momento en que me quedé encerrada en el ascensor...

El gel de baño
Y es que acababa de hacer gimnasia y estaba sudorienta y oliendo fatal cuando advertí que, la tarde anterior, había olvidado el gel de baño en el coche. Como eran las primeras horas de una mañana dominguera, pensé que podía bajar tranquilamente a buscarlo al parking porque no había peligro de encontrarme con nadie. Que los vecinos que habían estado de farra la noche anterior ya se habrían recogido, y los que pensaban aprovechar la jornada aún no se habrían levantado...

El ascensor
Pero hete aquí que, tan pronto como me monté en el montacargas y se cerraron las puertas, vi que lo llamaban de dos pisos más abajo... Es evidente que me apuré y comencé a percibir mi propio olor de un modo más intenso y desagradable; aunque, en aras de la verdad, he de decir que las tres personas que subieron saludaron muy correctamente y no dieron muestras de que les molestaran mis exhalaciones. Y así, conmigo encogida en un rincón y sin atreverme a moverme, continuamos el descenso...

El guapo
Y un poco más abajo, entre planta y planta, el ascensor se paró: y yo, que soy claustrofóbica, me angustié, y mi sudoración fue in crescendo... Quería golpear las puertas para que me sacaran de allí, pero no podía hacerlo porque para eso tenía que levantar los brazos y poner las axilas al descubierto... ¿Y quién acudió en mi recate? ¿quién fue el que me sacó de aquel habitáculo infernal cogiéndome entre sus brazos? Pues, desgraciadamente, ¡el más guapo de la escalera! 


Una escalera, san Pascual Bailón y los horrores de la Guerra Civil - 1960


La escalera
La escalera de aquella casa suntuosa y nueva tenía tres tramos y dos descansillos. Sus peldaños eran de mármol jaspeado; y la barandilla, a la que aún no le habían dado la pintura definitiva, mantenía el color anaranjado del minio y no tenía pasamanos.
La serie de escalones unía la planta de abajo, donde transcurría la vida de la familia, con la de arriba, que se utilizaba para dormir; y, por eso, fuera de las primeras horas de la mañana y de la noche, permanecía desierta.

Una púbera sube a deshoras por sus tramos
Pero una tarde de invierno, una púbera que volvía del colegio se aventuró por sus tramos. Quería esconder en un lugar secreto un papel con un corazón y unos versos que le había dado un compañero enamorado. Y era tanto su alborozo que, hasta que no estuvo arriba, no se percató de que aquellas habitaciones vacías y penumbrosas podían confundir a quien se adentrara en ellas...

Las monstruosidades de la Guerra y la leyenda de san Pascual Bailón
De pronto se acordó de las narraciones sobre las atrocidades de la Guerra Civil que tantas veces había oído alrededor de la lumbre... ¡Y de la leyenda de san Pascual Bailón!: de ese ser admirable que avisaba, a los que próximamente iban a morir, con tres toques en una puerta o ventana... 

Los efectos del miedo en una mente infantil
Y con la cabeza llena de semejantes pensamientos la niña se trastornó...; y cuando oyó un primer toque, confió en que hubiera sido el viento al dar contra los cristales; con el segundo, enloqueció de terror; y al producirse el tercero, se lanzó escaleras abajo; y, literalmente, voló.

Las ondas perdidas


El transistor ha enmudecido, y tengo para mí que no va a volver a hablar. Esta mañana, cuando me estaba dando las noticias, lo he empujado sin querer y se ha caído al suelo; y, por el crac que se ha oído al estamparse con las baldosas, sospecho que se ha escacharrado de verdad.
Yo lo he intentado recomponer, pero no he tenido éxito. Primero he estado moviendo  la aguja por el dial, tratando de encontrar las emisoras perdidas; después, le he cambiado las pilas para ver si con la energía renovada empezaba a funcionar; luego lo he abierto y lo he vuelto a cerrar, porque desconozco su mecanismo... Y por último, a la desesperada, lo he arrojado otra vez al piso, pensando que si un golpe lo había estropeado, otro lo podía arreglar... ¡pero nada!   
Al final, lo he colocado inerte en su lugar habitual: en el anaquel de arriba; entre el bol del gazpacho y la fuente de cristal...
Y pensándolo bien: ¿quién me asegura que esta noche no se reparará él solito y se pondrá a funcionar? Sería maravilloso que mañana, cuando me levantara, pudiera oír su voz.