El hecho aciago
Cuando murió Andrés, necesité desesperadamente que estuvieras conmigo. Siempre habíamos sido tres; y, por tanto, solamente tú podías entenderme y compartir mi dolor. Los que estaban a mi lado trataron de consolarme; aunque lo que lograron con sus palabras bienintencionadas y sus intentos de que me distrajera fue que me sintiera agobiada... ¡ganas me dieron a veces de gritarles que me dejaran en paz!
La búsqueda
Estaba convencida de que si yo te enteraba de la tragedia, cogerías la parte de dolor que te correspondía y con eso me aliviarías a mí; pero enseguida advertí que encontrarte iba a ser prácticamente imposible. A los amigos conjuntos hacía tiempo que les había perdido la pista; tu casa, a la que tantas veces fui, se había convertido en un bloque de apartamentos; y lo más extraño y principal es que tu apellido, si alguna vez lo supe, se había desvanecido de mi memoria...
El viaje
Como no encontraba la salida de ese lugar oscuro donde me encontraba y creía estar volviéndome loca, un día cogí el coche y repetí el viaje que, en la Semana Santa de 1970, hicimos Andrés, tú y yo por el sureste francés. En Aviñón reviví los momentos en que un hombre muy serio y circunspecto la emprendió a paraguazos con nosotros cuando nos vio abrazados y cantando bajo la lluvia. En Sète me acordé de aquel Play Boy que comprasteis, y de lo escandalizados que nos sentimos ante unas imágenes tan explícitas. En Niza, garbeando por el Paseo de los Ingleses, noté en la boca el sabor de aquel chocolate que compramos en una dulcería. En Montecarlo, me vestí de tiros largos (como no hicimos entonces) y me fui al Casino... Y así, hasta Ventimiglia.
Y ahora, mientras escribo este relato, tengo en las manos ese elepé de Miriam Makeba que adquirimos en Montpellier. Se trata del Pata Pata: lo voy a poner a ver si me animo porque estoy sumida en la nostalgia.