sábado, 26 de enero de 2013

Trío con criada



Los Señoritos vivían en un casón a las afueras del pueblo. Su contacto con el mundo se reducía a ir a misa los domingos, recibir alguna que otra visita e ir todos los años a tomar las aguas a un balneario de la costa levantina. Siempre que aparecían en público lo hacían en forma de trío con criada; y era esta mujer, la criada, la que cada día, al volver de comprar, los enteraba de todas las novedades ocurridas en el pueblo.
Aunque pocos los habían visto, en toda la comarca se hablaba de tres artefactos que tenían en la casa: un piano; una fuente con un gramófono reproductor de trinos pajariles; y una casa de muñecas. Los dos últimos estaban conectados a la aldaba de la puerta, de manera que, cuando alguna visita llamaba, se ponían en funcionamiento.
El espectáculo que se ofrecía a los recién llegados los dejaba, dependiendo del temperamento que tuvieran, extasiados o escalofriados. Y es que, en medio de aquel ambiente, ver surtir el agua de la fuente acompañada del gorjeo de los pájaros, y contemplar a los muñecos cobrar vida era alucinante y aterrador. Mientras duraba la visita, Isadora, la hermana mayor, tocaba una y otra vez en el piano “Para Elisa”, de Beethoven.

sábado, 19 de enero de 2013

Los Señoritos - 1962



Si el domingo, cuando dan el segundo toque a misa, estás en la plaza, verás pasar a tres personas de lo más extravagante, seguidas a corta distancia por otra con aspecto normal y actitud sumisa.
Si intrigado le preguntas a algún paisano sobre este grupo tan extraño, te dirá que las dos mujeres y el hombre que van delante son los últimos descendientes de una familia noble a los que llaman “los Señoritos”, y que la mujer rechoncha que va detrás es la criada. Y si a poco entras en la iglesia, verás al ilustre trío sentado en el primer banco y a la fámula arrodillada tras ellos dándoles conversación. Y así estarán hasta que empiece la misa.

sábado, 12 de enero de 2013

El alfarero y el Alzheimer



El alfarero de mi pueblo era un hombre feliz. Quería muchísimo a su mujer y a sus hijos, tenía buenos amigos, y el negocio le iba viento en popa. Su patio siempre estaba lleno de vasijas secándose al sol, y sus botijos y alcancías eran apreciados en toda la comarca. Todo parecía irle bien en la vida hasta que a su mujer empezó a fallarle la memoria. Al principio eran despistes sin importancia; errores perfectamente achacables al estrés producido por la próxima boda del hijo mayor. Pero cuando después de la boda los olvidos se fueron haciendo cada vez más frecuentes y de más entidad, el matrimonio decidió ir a ver al médico. Éste los envió al hospital, y allí, después de realizarle numerosas pruebas, le dijeron al alfarero que su mujer tenía la enfermedad de Alzheimer. La noticia le conmocionó, pero procuró que no se le notara. Volvió a su casa con ella, buscó en sus adentros la fuerza y se dispuso a afrontar la situación. Con ayuda de sus hijos y de asistentes que le mandaba el Ayuntamiento, la estuvo cuidando durante años. Asistió conmovido e impotente a su deterioro mental y físico, y cuando acabó en una silla de ruedas vegetando, siguió cuidándola. Todos los días, para entretenerse, se iba un rato al bar a echar una partida de dominó o a tomar el aire con los amigos; y cuando ya no podía más y estaba al borde del desmoronamiento, hacía una escapada a la capital para visitar a su amigo Antonio, que era la mar de divertido, y recobraba fuerzas. Más tarde, con el casamiento de los hijos y los recortes presupuestarios y de personal del Ayuntamiento, el alfarero comprendió que no podía seguir cuidando a su mujer, así que, con un inmenso dolor, la llevó a una residencia.
Poco tiempo después, a él también le empezó a fallar la memoria. A veces se olvidaba, por ejemplo, de echarle al cocido los garbanzos y el tocino, y otras veces no recordaba para qué servía un lebrillo. Un día, estando en la calle, se desorientó, y no sabía volver a su casa. Evidentemente, el primer vecino que se percató de su situación lo llevó al sitio dónde vivía, pero él pasó una angustia terrible y quedó muy afectado. Particularmente dramático fue lo sucedido en el velatorio de su amigo Ginés: se le fue la cabeza y se puso a cantar el pasodoble “Francisco Alegre”.
Cuando los hijos se dieron cuenta de que no podía vivir solo, lo metieron en la misma residencia en la que estaba su mujer. Dicen que de vez en cuando tiene algún momento de lucidez, y yo me pregunto: si en esos momentos no tiene a su alrededor caras y cosas conocidas que le sirvan de referencia, ¿cómo puede saber el alfarero que está en el mundo real y no en su mundo de tinieblas? También me pregunto si sacar a estos enfermos de su medio en los primeros estadios de la enfermedad no acelera su deterioro. Y por último: si alguna vez se cruza con su mujer por un pasillo, ¿le concederá Dios un instante de lucidez para reconocerla y recordar lo vivido con ella?