jueves, 21 de diciembre de 2017

Los estragos del aislamiento


Esta noche he tenido una pesadilla con final feliz. He soñado que me trasplantaban en un pueblo suizo donde sólo se hablaba un dialecto del alemán y en el que la temperatura (en invierno) rara vez subía por encima de los 0ºC. El tiempo en el que transcurría mi sueño era pretérito porque en él no existía Internet; las emisoras que se sintonizaban eran locales y en habla dialectal; y apenas llegaba un periódico.
Los primeros días de mi estancia allí me dediqué a leer, escribir y pasear por el campo; y todo parecía perfecto. Pero como por culpa del idioma no podía relacionarme con nadie; y por falta de medios que me informaran no estaba al tanto de la actualidad, pronto empecé a sentir los estragos del aislamiento.
Añoraba todo lo relativo al mediterráneo: lenguas, clima, dieta... Y comencé a anhelarlo de una manera loca. El lugar, que tan idílico me pareció al principio, se convirtió en un inhóspito agujero en el que no podía respirar; y, al final, me pasaba el tiempo contando los días que me faltaban para volver...
Suerte que en uno de mis paseos conocí a un suizo muy interesante que había estudiado en la Universidad de Salamanca y entablé amistad con él. A su lado aprendí el dialecto y las costumbres locales; y, a partir de ahí, todo fue más llevadero.  

El campo y mi miedo


Me gusta mucho el campo, pero cuando estoy en él, a veces tengo miedo. 
En las ocasiones en que mi marido y yo viajamos de madrugada por sus desiertas carreteras, él conduce y yo contemplo extasiada las estrellas. Pero si pienso que de un momento a otro un coche atravesado en el camino nos podría obligar a parar, la oscuridad que nos envuelve se convierte en negrura amenazante; y, el silencio, en un vacío impenetrable y traidor. Entonces siento miedo, pavor...
Otras veces, el recelo me acomete cuando voy por caminos pedregosos al atardecer. Lo que tengo a mi alrededor son viñas, conejos que suben por los ribazos y gigantescas hormigas que en formación pululan por la tierra. Entonces aparece un coche; y, de repente, tomo conciencia de mi indefensión. En este momento empiezan los nervios... 
El vehículo se acerca y se detiene a mi lado. Yo contengo la respiración y miro de reojo; y hasta que el paisano no saca la cabeza por la ventanilla y me pregunta si quiero que me lleve al pueblo, no desaparece mi temor.

Casi cien peticiones de amistad en un día


En La Red tengo un  grupo reducido de amigos. Excepto a cuatro o cinco que conocía de antes, del resto no supe hasta que estuve aquí. Con estos últimos, por medio de los escritos, comentarios y encuentros personales (con algunos) he ido forjando una relación de afecto y amistad que ha resistido cualquier dificultad o discordia que haya podido surgir.
Diariamente recibo sugerencias de amistad de gente con la que tengo amigos en común. En principio, lo lógico sería que estas personas y yo también fuéramos amigos. Pero mi menda, por timidez (que no por orgullo), es incapaz de pulsar la tecla correspondiente (sólo lo he hecho en tres ocasiones); y, a menos que el otro la pulse, todo queda sin efecto.
Hace unos días, acepté la solicitud de amistad de una persona con la que compartía un amigo. No sé si lo que vino a continuación tuvo que ver con este hecho; pero lo cierto es que a partir de entonces empecé a recibir un sinfín de peticiones de amistad.
Tantas, que en horas se convirtieron en una avalancha. Enseguida me percaté de que si las aceptaba todas, mis escritos tendrían una inmensa difusión. Pero opté por eliminarlas porque el vértigo y la inquietud se apoderaron de mí y  me quitaron la paz. 

¡Feliz Navidad!


Aún no ha empezado la Navidad y ya estoy harta. Estoy hasta la coronilla de tanto anuncio incitándonos a comprar. Recién vueltos de las vacaciones estivales, ya aparecieron en televisión los primeros jóvenes andróginos mostrándonos tal o cual marca de colonia. Y conforme nos acercamos a los días clave, más echa mano la plublicidad de los arrumacos entre parientes para colocarnos sus productos.
Siento bascas cuando veo como se ha desvirtuado el sentido de estas Fiestas. Dentro de poco habremos olvidado lo que se celebra, porque cada vez hay menos belenes en los espacios públicos y la iluminación de las calles no hace referencia a nada en concreto.
La ilusión que sentía en mi infancia mudó en nostalgia con los años; y ahora, todo es hartazgo y decepción.
El otro día fui a una tienda de trajes de noche, y no sé si el brillo de las lentejuelas me deslumbró, porque entré en una especie de estado psicodélico. De repente sentí que estaba en el interior de un cabaré, ataviada con un vestido largo y todos los perejiles puestos. Las bolas de colores que adornaban el árbol de Navidad de la tienda colgaban del techo de la sala y giraban sin parar... Y ¡oh extraordinaria suerte! el maestro de ceremonias nos anunció que, por una especie de cuarentena, no podríamos salir de allí mientras duraran las Fiestas. Y, por si no fuera suficiente felicidad ahorrarnos las celebraciones navideñas, que nuestro aislamiento iba a estar amenizado por la música y las voces de Cole Porter, Duke Ellington, Hoagy Carmichael, Glenn Miller, Louis Armstrong, Ella Fitzgerald... ¿Se puede conseguir tamaña felicidad?

La Paloma


Hace un montón de años, mis amigos y yo íbamos algunas veces a bailar a La Paloma. Recuerdo que nos sentábamos en un palco, que pedíamos champán y que nos sentíamos irresistiblemente atraídos por el ambiente popular que allí existía.
En la pista, parejas maduras se movían en perfecta sincronía con la música que interpretaba la orquesta; y con igual soltura bailaban un tango, un pasodoble o un chachachá.
Los de mi pandilla íbamos a nuestro aire; y, más que danzar, coceábamos. De vez en cuando, un danzarín otoñal nos sacaba a bailar a las féminas y nos hacía alcanzar la ingravidez. Pero en cuanto acababa la pieza, nuestro cuerpo dejaba de ser algodón y se reconvertía en pesadísimo plomo.
Ahora, y con la intención de escribir sobre ello, me gustaría volver a uno de esos bailes de antaño. Hoy yo ya no sería la mujer joven, sino la mayor. Mi indumentaria no estaría compuesta de vaqueros, jersey y botas; sino de falda negra de terciopelo, top de lamé y zapato de tacón fino. Habría cambiado el champaña por el cava. Y mi pelo... ¡ay mi pelo! En vez de llevarlo a lo garçon, luciría un bonito recogido.

sábado, 9 de diciembre de 2017

“Me casó mi madre”


Dedicado a María, mi suegra

Mi suegra era una tejedora virtuosa. Dominaba como nadie el arte de hacer punto; y su hijo, su nieta y yo mostrábamos con orgullo los preciosos jerséis que nos hacía. Mi favorito era uno de color verde oliva, de cuello alto, lana gorda, y que abrigaba más que una manta de Palencia. 
Stricto sensu este jersey pertenecía a mi marido (su madre lo confeccionó para él); pero como en los matrimonios no hay tuyo ni mío, su uso y disfrute siempre lo tuve yo.
La madre de mi cónyuge también era amante de la música tradicional. A su nieta le transmitió canciones inolvidables del acervo popular: “La Tarara”, “Me casó mi madre”, “Jardinera”... Si cierro los ojos y me retrotraigo a veintitantos años atrás, las veo a las dos (abuela y nieta chiquitina) sentadas en un patio lleno de macetas, en Vejer, cantando “A la mar fui por naranjas”.

El goce de los sentidos y la insulsa pereza


A nuestra edad y con estos fríos, a lo que tendemos es a apoltronarnos en la butaca de nuestra casa, y de ahí no hay quién nos mueva. Hacer planes sí los hacemos: nos gustaría ir aquí o allí; hacer esto o aquello... pero las más de las veces, cuando llega el momento de ponerse en marcha, nos da pereza y desistimos. Esto es así porque la imaginación, que es la que hace los planes, no tiene que arrastrar los años, los achaques ni los kilos; pero  nosotros, que somos quiénes los llevamos a cabo, estamos obligados a cargar con nuestro cuerpo esté como esté.
Yo aconsejo que si decidimos asistir a un espectáculo saquemos previamente las entradas por Internet. Con este proceder todos son ventajas: elegimos el asiento; no tenemos que hacer cola; no podemos cambiar de opinión a última hora... Y si vamos de excursión, que lo hagamos con amigos. Aparte de ser más agradable, nos apetezca o no nos apetezca luego, no podremos desdecirnos y tendremos que ir.
Como diría un cura de los de antes, nos puede la molicie. Pero a nuestra edad, la desgracia es que ya no nos solemos abandonar a los placeres del cuerpo, sino a la sosegada y aburrida pereza.

martes, 5 de diciembre de 2017

No es cuestión de personalidad; la cosa va de pasión


Llegó un momento en el que lo único que hacía era estrujarme la mente y escribir. Me acordé de Don Quijote y de como, por enfrascarse tanto en la lectura, se le había secado el celebro. Tuve miedo de que a mí me pasara lo mismo.
Resolví abandonar por un tiempo la escritura pensando que hallaría otras cosas que cautivarían mi voluntad. Pero me equivoqué; nada me interesaba, y lo único que sentía era vacío y desazón.
Cuando dejé de estar entregada a  mi pasión, mi cuerpo se convirtió en una fuente de dolor. No había parte de él que no me molestara a alguna hora del día, y empecé a sentir una serie de perturbaciones orgánicas difíciles de concretar. Pero lo peor era la inquietud que me acometía generalmente después de comer. Era una sensación de vulnerabilidad; de muerte; de pánico...
Tuve necesidad de retomar mi afición. No sabía si con ella enloquecería; pero sin ella, seguro que sí.

¡Hasta que las ganas de volver a veros me hagan regresar!


A mí, lo que de veras me hace disfrutar es escribir mis propios textos, pero sé lo provechoso que resulta comentar los vuestros. Para una servidora, cualquiera de vuestros escritos es una provocación; un desafío que pone a prueba mi ingenio y mi capacidad de improvisar. Cuando os contesto, podría limitarme a escribir la consabida frase de cortesía; pero por respeto, y por ejercitar mi mente, me explayo en mis respuestas.
Bien, últimamente he detectado cierta irritación en alguno de vosotros. Es como si pensárais que con mis comentarios pretendo enmendaros la plana. Nada más lejos de mi intención; y, además, no soy quien para hacerlo. Para distender el ambiente y relajarme, voy a estar unos días sin aparecer por aquí. 

Comprando zapatos con mi trasunto


Casi todos los zapatos que llevo son de una determinada marca. Son modelos que quizá no se distinguen por su elegancia, pero sí por su comodidad; y, para mí, es lo importante.
Cuando necesito comprar un par siempre acudo a un centro comercial que está cerca de Barcelona. Allí suele haber existencias para dar y tomar; y, como son restos de temporadas anteriores, están rebajados de precio.
El otro día, cuando andaba yo por dicho centro, me encontré con mi trasunto. Llevaba el pelo color rosa y unos botines con estampado felino; y, como no podía ser de otra manera, entablamos conversación. Hablamos de nuestro amor por la dialéctica y el afán por escribir; de nuestra incapacidad para inhibirnos en beneficio de los demás; de las molestias que vamos causando sin advertirlo; del dolor y el arrepentimiento por el daño causado, aunque haya sido sin querer; de la obligación de volver a ver “Casablanca” porque hoy es el aniversario de su estreno...