domingo, 8 de diciembre de 2019

En aquel tiempo fuimos tres


El hecho aciago
Cuando murió Andrés, necesité desesperadamente que estuvieras conmigo. Siempre habíamos sido tres; y, por tanto, solamente tú podías entenderme y compartir mi dolor. Los que estaban a mi lado trataron de consolarme; aunque lo que lograron con sus palabras bienintencionadas y sus intentos de que me distrajera fue que me sintiera agobiada... ¡ganas me dieron a veces de gritarles que me dejaran en paz!

La búsqueda
Estaba convencida de que si yo te enteraba de la tragedia, cogerías la parte de dolor que te correspondía y con eso me aliviarías a mí; pero enseguida advertí que encontrarte iba a ser prácticamente imposible. A los amigos conjuntos hacía tiempo que les había perdido la pista; tu casa, a la que tantas veces fui, se había convertido en un bloque de apartamentos; y lo más extraño y principal es que tu apellido, si alguna vez lo supe, se había desvanecido de mi memoria...

El viaje
Como no encontraba la salida de ese lugar oscuro donde me encontraba y creía estar  volviéndome loca, un día cogí el coche y repetí el viaje que, en la Semana Santa de 1970,   hicimos Andrés, tú y yo por el sureste francés. En Aviñón reviví los momentos en que un hombre muy serio y circunspecto la emprendió a paraguazos con nosotros cuando nos vio abrazados y cantando bajo la lluvia. En Sète me acordé de  aquel Play Boy que comprasteis, y de lo escandalizados que nos sentimos ante unas imágenes tan explícitas. En Niza, garbeando por el Paseo de los Ingleses, noté en la boca el sabor de aquel chocolate que compramos en una dulcería.  En Montecarlo, me vestí de tiros largos (como no hicimos entonces) y me fui al Casino... Y así, hasta Ventimiglia.

Y ahora, mientras escribo este relato, tengo en las manos ese elepé de Miriam Makeba que adquirimos en Montpellier. Se trata del Pata Pata: lo voy a poner a ver si me animo porque estoy sumida en la nostalgia.   

Las primeras impresiones


En lenguaje coloquial, cuando nos presentan a alguien y nos cae fatal, decimos que nos ha entrado por el ojo izquierdo. Inversamente, si lo que suscita en nosotros el recién conocido es simpatía, aseguramos que nos ha entrado por el ojo derecho. Y por último, si el ser al que estamos estrechando la mano no despierta en nosotros afectos ni desafectos, pues opinamos que ni fu ni fa y ya tenemos bastante.
Y el que nos entre por un ojo o por el otro no tiene tanto que ver con su complexión o su forma de vestir, sino con algo intangible que esa persona transmite y que configura su apariencia en el orden espiritual: si nos gusta lo que percibimos, el  individuo en cuestión nos resulta atractivo; y si no es así, nos parece desagradable. Y como estas impresiones suelen ser recíprocas, la corriente de simpatía o aversión corre en los dos sentidos.
Pero en estos juicios nos podemos equivocar. Si diéramos oportunidad, ¡cuántas veces gente que aborrecemos nos podría dar espléndidas sorpresas! 

Días con nombre extranjero: Black Friday; Cyber Monday; Single day...


¡Es agobiante! Las calles están llenas de gente; y las tiendas, también. No se puede circular por ningún sitio... Las costumbres foráneas nos han invadido; y, como no tenemos remedio, no sólo no hemos opuesto resistencia a que lo hicieran, sino que hemos adoptado lo que viene de fuera con auténtico fervor.
Llevamos unas jornadas celebrando no sé qué, y comprando de una forma desmedida. Ya nos hemos gastado la paga extraordinaria que cobramos recientemente, e incluso estamos contrayendo deudas. Y aún quedan los gastos de Navidad y Reyes... ¡Menos mal que luego vienen Las Rebajas!
¡Y yo que me acuerdo ahora de que estamos en Adviento! ¿Se puede ser más antigua? ¿Cómo se me ocurre pensar en este tiempo litúrgico al lado de tanta modernez?

Una pasión que devora


Ayer asistí al debut de Clara y quedé encantada. Pero su actuación no me satisfizo porque fuera mi allegada (que también); sino porque la susodicha, intuyendo que, cuanto más exagerado fuera un texto, más contenida tenía que ser su interpretación, se condujo en todo momento con sobriedad y elegancia.
Los otros actores estuvieron a tono; y la dirección; vestuario; decorados; iluminación... ¡y hasta unos tacones parlantes que, detrás de un biombo, hacían las funciones de apuntador!
La obra era muy entretenida; y los interpretes, desde el escenario, suscitaban entre los espectadores risa, algazara y ganas de danzar. Confieso que, en el momento en que sonó un pasodoble, estuve a un paso de pedirle a mi vecina de asiento que lo bailara conmigo. Lo que me retuvo fue que no hubiera espacio suficiente en el patio de butacas.
Y por último, cómo no mencionar lo guapísima que estaba Clara cuando, después de la apoteosis final, bajó del escenario. El brillo de sus ojos era señal del estado de exaltación en el que se encontraba. Luego imagino que vendría la sensación de vacío, pero eso sería después...

¡Qué mala suerte!


El consejo
Una vez le oí a una mujer un parecer que me hizo mucha gracia. La fémina sostenía que, en previsión de que nos diera un  patatús o nos atropellara un coche y nos tuvieran que llevar al hospital, a la calle siempre había que salir duchado y con la ropa interior limpia. Y de este dictamen me acordé el otro día, en el momento en que me quedé encerrada en el ascensor...

El gel de baño
Y es que acababa de hacer gimnasia y estaba sudorienta y oliendo fatal cuando advertí que, la tarde anterior, había olvidado el gel de baño en el coche. Como eran las primeras horas de una mañana dominguera, pensé que podía bajar tranquilamente a buscarlo al parking porque no había peligro de encontrarme con nadie. Que los vecinos que habían estado de farra la noche anterior ya se habrían recogido, y los que pensaban aprovechar la jornada aún no se habrían levantado...

El ascensor
Pero hete aquí que, tan pronto como me monté en el montacargas y se cerraron las puertas, vi que lo llamaban de dos pisos más abajo... Es evidente que me apuré y comencé a percibir mi propio olor de un modo más intenso y desagradable; aunque, en aras de la verdad, he de decir que las tres personas que subieron saludaron muy correctamente y no dieron muestras de que les molestaran mis exhalaciones. Y así, conmigo encogida en un rincón y sin atreverme a moverme, continuamos el descenso...

El guapo
Y un poco más abajo, entre planta y planta, el ascensor se paró: y yo, que soy claustrofóbica, me angustié, y mi sudoración fue in crescendo... Quería golpear las puertas para que me sacaran de allí, pero no podía hacerlo porque para eso tenía que levantar los brazos y poner las axilas al descubierto... ¿Y quién acudió en mi recate? ¿quién fue el que me sacó de aquel habitáculo infernal cogiéndome entre sus brazos? Pues, desgraciadamente, ¡el más guapo de la escalera! 


Una escalera, san Pascual Bailón y los horrores de la Guerra Civil - 1960


La escalera
La escalera de aquella casa suntuosa y nueva tenía tres tramos y dos descansillos. Sus peldaños eran de mármol jaspeado; y la barandilla, a la que aún no le habían dado la pintura definitiva, mantenía el color anaranjado del minio y no tenía pasamanos.
La serie de escalones unía la planta de abajo, donde transcurría la vida de la familia, con la de arriba, que se utilizaba para dormir; y, por eso, fuera de las primeras horas de la mañana y de la noche, permanecía desierta.

Una púbera sube a deshoras por sus tramos
Pero una tarde de invierno, una púbera que volvía del colegio se aventuró por sus tramos. Quería esconder en un lugar secreto un papel con un corazón y unos versos que le había dado un compañero enamorado. Y era tanto su alborozo que, hasta que no estuvo arriba, no se percató de que aquellas habitaciones vacías y penumbrosas podían confundir a quien se adentrara en ellas...

Las monstruosidades de la Guerra y la leyenda de san Pascual Bailón
De pronto se acordó de las narraciones sobre las atrocidades de la Guerra Civil que tantas veces había oído alrededor de la lumbre... ¡Y de la leyenda de san Pascual Bailón!: de ese ser admirable que avisaba, a los que próximamente iban a morir, con tres toques en una puerta o ventana... 

Los efectos del miedo en una mente infantil
Y con la cabeza llena de semejantes pensamientos la niña se trastornó...; y cuando oyó un primer toque, confió en que hubiera sido el viento al dar contra los cristales; con el segundo, enloqueció de terror; y al producirse el tercero, se lanzó escaleras abajo; y, literalmente, voló.

Las ondas perdidas


El transistor ha enmudecido, y tengo para mí que no va a volver a hablar. Esta mañana, cuando me estaba dando las noticias, lo he empujado sin querer y se ha caído al suelo; y, por el crac que se ha oído al estamparse con las baldosas, sospecho que se ha escacharrado de verdad.
Yo lo he intentado recomponer, pero no he tenido éxito. Primero he estado moviendo  la aguja por el dial, tratando de encontrar las emisoras perdidas; después, le he cambiado las pilas para ver si con la energía renovada empezaba a funcionar; luego lo he abierto y lo he vuelto a cerrar, porque desconozco su mecanismo... Y por último, a la desesperada, lo he arrojado otra vez al piso, pensando que si un golpe lo había estropeado, otro lo podía arreglar... ¡pero nada!   
Al final, lo he colocado inerte en su lugar habitual: en el anaquel de arriba; entre el bol del gazpacho y la fuente de cristal...
Y pensándolo bien: ¿quién me asegura que esta noche no se reparará él solito y se pondrá a funcionar? Sería maravilloso que mañana, cuando me levantara, pudiera oír su voz.

domingo, 24 de noviembre de 2019

Un amigo muy mordaz


Cuando murió Jacinto, los amigos acudimos al tanatorio a darle el pésame a la familia; y, después, en el bar del Paco, le hicimos una especie de despedida y homenaje.
Bebimos bourbon porque éste era su licor preferido; y, entre lingotazo y lingotazo, comenzamos a recordarle...
Al principio de tratarnos, y por su evidente espíritu burlón, le aplicamos los motes de “amargado” y “malaleche”; pero cuando se incorporó a la pandilla la Marisol, le cambiamos los sobrenombres. Y esto fue así porque la susodicha (que era muy leída y escribida), nos explicó que esa burla cruel que practicaba el Jacinto se llamaba sarcasmo; y que, si no queríamos resultar tan pedestres, teníamos que utilizar los calificativos de mordaz, sarcástico e incluso sardónico, para referirnos a él.
Nuestro camarada nos correspondía llamándonos tontucios; y no nos lo decía por decir, sino que realmente pensaba que éramos medio lelos. Se reía de nuestras esperanzas e ilusiones y nos minusvaloraba por tenerlas; y con su continua ironía nos maltrataba...
Como no entendíamos las razones del comportamiento del Jacinto y estábamos hartos, recurrimos a la talentosa Marisol, y esto fue lo que nos dijo: “El Jacinto es una persona que ha sufrido mucho; y por miedo a que lo hagan padecer de nuevo, lleva puesta la coraza de la crueldad”.

Los crucigramas blancos, el miedo y la fuerza de voluntad


En estos días de tanto frío, el sofá me retiene fuertemente unida a su asiento. De vez en cuando aparece la fuerza de voluntad, y me insta a que me levante y salga a la calle a pasear; pero como no me apetece su plan, pongo la atención en otra cosa. Ella me acucia; y al final, para no oírla, tengo que zambullirme en un crucigrama blanco, porque sé que así me abstraeré por completo.
Y es que, dejando aparte la escritura, es este tipo de pasatiempo el que más logra ensimismarme. Me basta tener uno de ellos entre las manos para enajenarme de todo lo que me rodea y olvidarme de donde estoy. Para mí, esas cuadrículas impolutas son fortalezas inexpugnables que tengo que conquistar, y no cejo hasta conseguirlo.
Y esta afición desmesurada a rellenar casillas me es muy útil también cuando tengo que viajar en avión. En esos momentos, el miedo a volar pugna por hacerse dueño de mi ánimo y angustiarme hasta hacerme enloquecer; pero no puede lograrlo porque yo, entregada totalmente a encontrar la palabra que corresponda a tal o cual definición, ni  siquiera reparo en él. 

Cuando éramos felices


Viendo lo enrarecido que está el ambiente, nadie diría que hubo un tiempo en el que la cordialidad y el entendimiento reinaron entre nosotros; y, sin embargo, fue así.
Me refiero a los momentos en los que todos parecíamos tener magia; y en la que cada cosa que sucedía la juzgábamos estupenda. A la oportunidad que quisimos aprovechar para embarcarnos en un proyecto común; y que, por unas cosas o por otras, no pudimos ejecutar...
Luego vino el desgaste de la convivencia y la falta de ilusión; y así, hasta quedar convertidos en lo que somos ahora: seres enojados por esto o por aquello y sin vigor.
Y por si acaso estas son las últimas horas del Post según lo hemos conocido, os quiero contar (¡de verdad!) como os dibujé en mi imaginación a poco de entrar; cuando apenas sabía de vosotros...
Para mí, los mandamases erais dos: la dominatriz y el viejo roquero; y, a continuación, estabais los demás, con unas personalidades bien definidas. Me identifiqué enseguida con una mujer con la que me pareció compartir código; y con un hombre que tenía mi mismo gusto musical y que escribía con palabras que me eran muy cercanas. Me intimidó una fémina que se guaseaba de todo y de todos; y que no dejaba títere con cabeza. Pronto localicé a la persona que creí mi antítesis: la admiré, pero pocas veces convergí con ella. Me irritó a veces un caballero que demostraba tener más sensatez y sabiduría que los demás; y en alguna ocasión  vislumbré a un ser al que catalogué como un extraterrestre, que me inquietaba y no me caía nada bien... 

La grandeza de volar


Hace un momento, he desplegado las alas y me he echado a volar. Como no llevo lastre, enseguida he podido remontar; y ahora planeo por el cielo sin un rumbo determinado. En el cedé suena “Entre dos aguas”, de Paco de Lucía; y yo, con el ánimo exaltado, tomo conciencia de lo pequeñas que son las cosas que he dejado abajo... por ejemplo, esos entuertos que corrompen la amistad; y que luego, cuando se desfacen, la dejan dañada.
Ahora prefiero contemplar la belleza del campo. Esta desnudez amarilla y ocre que me recuerda que la vendimia ya es pasado, y la varea de las oliveras está por llegar.

Las artistas y los Pepes


Ayer nos juntamos las artistas y los Pepes, y lo pasamos francamente bien. Nos llamamos así porque Ramona es pintora, Clara modista y actriz, y yo escritora; y nuestros tres maridos comparten el hipocorístico de José.
Esta particularidad obliga a que, cada vez que te diriges a uno de los caballeros tienes que establecer contacto visual con él. Y esto es así porque, como digas Pepe y estén de espaldas, invariablemente se vuelven los tres.
A pesar de los momentos de incertidumbre que estamos viviendo todos los españoles y de la honda preocupación que sentimos, obviamos el tema de la política en nuestra conversación; y sí hablamos de arte y de la necesidad de expresarnos. Ramona, en cuya casa comimos, nos mostró sus dos últimos lienzos; Clara, a través del móvil, alguna de sus creaciones; y yo hablé de la lengua.
La próxima vez que nos veamos será a final de mes, en el estreno de una comedia en la que actuará Clara. Y los Pepes, que observan y siguen nuestra actividad artística con gran complacencia, nos hicieron una barbacoa de carne y butifarras; una ensalada de lechuga; y otra de escarola y granada. De postre, panellets; y para beber, un buen vino.  

Un sánduche para merendar


Ayer, cuando llegué a la explanada por la que suelo pasear, me encontré con que habían puesto una feria. Imbuida de esa circunspección que nos da la edad, me adentré en ella, únicamente con la intención de mirar. Pero la feria me cautivó con su magia, y acabé comportándome como una quinceañera rediviva.
Al primer lugar al que me dirigí fue a la caseta de tiro al blanco. Acostumbrada en mi juventud a disparar a diana con la escopeta de perdigones de mi hermano, enseguida acerté a todas las bolas que hacían de blanco al otro lado del mostrador; y, en el punto en que ya no quedó ninguna, me marché a otro sitio.
Eufórica por mi buena puntería (demostración de la firmeza de mi pulso), me monté en una atracción que se llamaba “Adrenalina”. Sentada al lado de otras personas, aquello empezó a girar y me movió de arriba abajo, de izquierda a derecha y alrededor; y, cuando conseguí bajar, lo hice trastabillando y con la sensación de que todas las vísceras se me habían puesto en un sitio diferente al que tenían antes del infernal traqueteo.
Después, cuando dejé de tambalearme, paseé por entre los puestos de golosinas, churros y demás; y en uno de ellos me tomé un sánduche para merendar.

En el casoplón de doña Dionisia


No pretendía epatar. Lo que ocurrió es que aquel camisón de seda beis ejerció tal influjo sobre mí que no pude resistirme a lucirlo en el evento.
Lo encontré rebuscando en un baúl que había en el casoplón de doña Dionisia; y enseguida que lo vi, reconocí su calidad al tacto y necesité ponérmelo.
Alcé los brazos por encima de la cabeza y los introduje en él; y sentirlo deslizarse suavemente por mi cuerpo fue un auténtico disfrute. Después anduve para acá y para allá con los tacones, para permitir que la finísima tela resbalara entre mis piernas y  las acariciara... Y por último, le pedí a mi anfitriona el batín acolchado de su marido; porque, al ser de color de chocolate, era el complemento perfecto para el camisón.
Y vestida de esta guisa, y con unos pendientes largos, asistí al homenaje que se celebró en honor de un insigne poeta y a la cena posterior.

sábado, 9 de noviembre de 2019

El deseo de vivir sin estrecheces


Me gustan mucho los pimientos verdes. Crudos o asados, me han producido siempre mucho placer; y, próximamente, pudiera ser que me dieran un auténtico alegrón.
Se trata de que un millonario, cuyo nombre no se ha dado a conocer, va a sortear una mensualidad de por vida entre los amantes de este fruto; e intuyo que me va a tocar a mí.
Mi presentimiento no tiene semejanza con esa ilusión que embarga a los que esperan ser los próximos acertantes del Euromillón, y que les hace verse en un casón y rodeados de cochazos. Nada de eso.
Lo mío es una especie de certidumbre; un convencimiento de que la suerte me va a favorecer, aunque no tenga ninguna razón para pensarlo. Además, si finalmente acertara en mi predicción y me cayera el sueldecito, no creo que mi vida cambiara demasiado. Yo a lo único que aspiro es a la tranquilidad; a vivir con desahogo; a no tener que estar siempre mirando el dinero... 

Año 1960 - Adeodato y su innombrable condición


Vine al mundo cuando no se me esperaba; y, por ello, me pusieron Adeodato. Sí, así  como suena: A-DE-O-DA-TO; que significa regalo de Dios.
Como es un nombre enrevesado, unos me dicen Adeo; otros, Deo; y un viajante de fajas catalán que se casó con una del pueblo me llama Adéu.
Yo a todo me avengo porque soy de natural afable; aunque en el ánimo, me pesa el apelativo casi tanto como esa cosa que guardo dentro y que no puedo decir. 
Permanezco célibe porque sería un contradiós que me casara; vivo con una hermana solterona; y me dedico a la jardinería.
Las mujeres de por aquí dicen que soy un virtuoso injertador de geranios; pero a mí, lo que me gustaría verdaderamente es trabajar en el mundo del espectáculo. Me fascinan las vedetes y las artistas en general; y Monna Bell, cuando canta “Eres diferente”, me parece una diosa. No sé como en el Festival de Benidorm ganó “Comunicando”. Creo que entre una canción y otra no hay color.
Una vez, en la capital, me compré un vestido de lentejuelas y una peluca, haciéndole creer al dependiente que yo era un empresario teatral. Ahora, en la soledad de mi habitación y con ellos puestos, me emperifollo y me transformo en mi amada Monna. Y ya, delante del espejo, sólo me queda ponerme a cantar: 
“Eres diferente, diferente 
al resto de la gente...”

La Marilinda y el Abraham


Este mediodía, tomándonos un cóctel de champán, la Marilinda me ha hecho una confesión estupefaciente. Me ha asegurado que como el Abraham no reconozca que está muy sordo y se ponga un audífono, lo va a abandonar.
Ante mi pasmo por una noticia tan inesperada, ha continuado explayándose: 
- Tú no sabes lo que es vivir con los aparatos de la casa puestos a todo volumen. Para una persona con un oído tan fino como el mío, unos decibelios de más resultan insoportables. Si la cosa no tuviera remedio me aguantaría, pero por una cabezonería de él no estoy dispuesta.
- Pero qué decisión tan drástica, ¿no?
- Mira, cuando nos disponemos a ver la televisión, pone el sonido a tal intensidad que, no es que te resulte más o menos molesto, es que te vuelves loca. Las ondas sonoras chocan con las paredes y la reverberación convierte el cuarto de estar en una cámara de tortura. Yo no puedo con los nervios; al final siempre acabo en otra habitación, y eso no es justo.
- ¡Pero Marilinda!
- Ni Marilinda ni nada. Y además está el hecho de que habla muy fuerte. Cuando circulamos por la calle, por ejemplo, todo el mundo que anda cerca se entera de nuestra intimidad. ¡Es horrible! El otro día, cuando fuimos a ver la última película de Woody Allen, y como hacían descuento a los espectadores mayores de 65 años, se puso a decir a gritos nuestra edad, y con ello informó a toda la fila. ¡Me quise morir! El único consuelo que me quedó es que la taquillera puso cara de incredulidad al mirarme a mí. En fin, qué más te voy a contar...

El Día de los Difuntos


El olor de las flores y la palabra aletría siempre me llevan a la niñez; concretamente, al día 2 de noviembre. A esa jornada en la que el cementerio, un lugar repleto de cadáveres, se convertía en un espacio lleno de vida y color.
El pueblo entero estaba allí adecentando sus lápidas y ornándolas con plantas diversas; recordando a sus deudos fallecidos; platicando con los demás lugareños; enterándose o informando de cualquier cotilleo...
A media mañana, cuando los efluvios de las flores inundaban el aire y todo era un ir y venir de gente, aparecía el cura acompañado de dos monaguillos y un hisopo. En un lugar preeminente recitaba una oración; y, posteriormente, seguido de un coro de feligreses, pasaba por delante de todas las tumbas rociándolas con agua bendita.
Después estaba el condumio. Recuerdo que mis vecinas de dos o tres tumbas más allá siempre se llevaban aletría. En una especie de balconcillo que tenían delante del panteón se sentaban una enfrente de la otra; abrían el puchero y se repartían los fideos. Y todo lo hacían estando muy atentas y sin perder detalle de lo que ocurría a su alrededor... ¡eran fantásticas!
Y por la tarde, aunque ya con menos intensidad, continuaban las actividades...

Caer de bruces


Hace un rato me he dado un porrazo monumental. Se me ha doblado el pie derecho y he perdido el equilibrio; y, como no he podido amortiguar la caída con las manos, me he quedado en el suelo, bocabajo, cuan larga soy.
Ha ocurrido en medio del bulevar y con mucho público alrededor; pero yo, lejos de avergonzarme, me he levantado muy digna, me he espolvorado un poco y he seguido andando como si no hubiera pasado nada.
Debo decir que, quizá porque iba acompañada y todo se ha resuelto rápidamente, nadie me ha ofrecido su ayuda, y ni siquiera me han preguntado si me había hecho daño. Al menos me queda el consuelo de no haber visto ni oído ninguna risita ni ningún móvil grabando. De todas maneras, tendré que esperar unas horas para comprobar que no me he convertido en trending topic. ¡No lo quiero ni pensar!
Ahora estoy en mi casa examinando el descalabro: una rozadura por aquí, otra por allí... En fin, que como no me he roto nada y mi dignidad no ha sufrido merma (de momento), no me puedo quejar. Lo único es que he tenido que suspender el paseo.

Hacer de su capa un sayo


Con el tema de Franco aún candente, yo voy a hablar de su nieta mayor Carmen Martínez Bordíu. Y es que esta mujer bella y mundana fue para mí, durante años, la representación de la modernidad; lo contrapuesto a lo establecido.
Aunque su pedida de mano y su casamiento con el duque de Cádiz me parecieron dos actos muy convencionales, juzgué la historia de amor que desembocó en ellos como de película; y lo que me dejó completamente alucinada fue su affaire con el anticuario francés Rossi y su marcha a París.
Hacer algo algo así en una sociedad tan timorata como la de entonces requería una gran dosis de valentía; y a Carmen no le faltó. Recuerdo que el escándalo que se armó fue mayúsculo, y que a la pobre la condenaron prácticamente al ostracismo.
Pero cuanto mayor era el encono de ese conjunto de hipócritas, meapilas y biempensantes hacia ella, más crecía mi admiración; y así, hasta quedar convertida en una auténtica entusiasta. Al fin y al cabo, esta mujer había hecho lo que muchas deseaban y no se atrevían: rebelarse contra las normas establecidas y obrar con total libertad en todo lo que la atañía.
Y mi fervor llegó a tanto que, del mismo modo que los fanes de Rocío Jurado visitaban “La Yerbabuena” con la esperanza de encontrársela, yo también me acerqué a Aveline, la tienda del anticuario en el Faubourg Saint-Honoré, por los mismos motivos.
Después, en la vida de la protagonista de este cuento ocurrieron grandes tragedias y hechos felices; pero ésa es otra historia.

Dejar oír mi voz


Lo que me pasa a mí se llama desesperanza; e intuir que hay muchas personas padeciendo el mismo mal no me sirve de consuelo. 
Aquí en Catalunya, El Procés lo invade todo; y al que no comulga con él (y osa tener voz y participar en los asuntos públicos), la vida se le complica sobremanera.
Como no todos somos héroes (y el que más y el que menos tiene familia que salvaguardar), la mayoría optamos por el silencio y por renunciar a ejercer nuestros derechos; aunque adoptar esta posición también tiene consecuencias.
Vivir en un ambiente tan opresivo, con tanta incerteza y sintiéndote desamparado, te sumerge en un estado de tristeza permanente que se exacerba en momentos clave como el que estamos viviendo ahora; y la apatía y la ansiedad vienen a completar el cuadro.
Intentando salir de este marasmo he escrito estos renglones. No quiero seguir teniendo la sensación de ser una cucaracha, que se ha plegado a vivir escondida a cambio de que la dejen en paz.

sábado, 12 de octubre de 2019

Dándole vueltas a lo que me dijo mi amigo Pucho


¿Qué es más importante? ¿Comunicar o hacer virguerías con las palabras? Indudablemente, comunicar; aunque cada uno lo hace a su manera. A mí nadie me ha dicho, por ejemplo, que en mis escritos haya encontrado alivio a sus desventuras; pero sí que algunos me han manifestado que mis renglones les han hecho reflexionar o les han instruido. 
En fin, que a lo mejor utilizo palabras poco usadas, pero creo que redacto de una manera que se entiende perfectamente.   

Entre escritores


Ayer pasamos un rato muy placentero en la estación. Estuvimos Pucho, Elena, Teresa, María, José y yo; y, como he dicho, fue todo muy agradable.
Pucho y yo, después de saludarnos, empleamos unos minutos en alabarnos mutuamente. Nos intercambiamos elogios que se referían a las cualidades literarias que él me reconoce a mí y yo le reconozco a él; y, como ambos nos las reconocemos a nosotros mismos, no nos molestamos en fingir modestia y admitimos con naturalidad lo que el otro estaba diciendo.
Pero también hubo alguna objeción por su parte. Sin decirlo claramente, P. me dio a entender que mi estilo me alejaba del común de las gentes; que mi empeño en utilizar vocablos poco comunes obligaba al lector a acudir al diccionario con demasiada frecuencia. Y yo sé que lleva razón en lo de que a él lo leen más que a mí; pero esas palabras “raras” las aprendí en mi infancia y forman parte de mi vocabulario.
Después estuvimos hablando sobre si nosotros podíamos ser considerados enteramente escritores pese a no haber escrito nunca una novela. Y yo creo que sí; que lo somos de los pies a la cabeza, y que nunca podremos dejar de serlo.
Y la tarde fue transcurriendo; y yo fui estrechando mi amistad con Elena y conociendo a las demás...

Cosas de pitiminí


En general, todas las ideas me son igual de fáciles de expresar; aunque me resulta más cómodo escribir sobre extravagancias o acerca de asuntos de pitiminí porque entraña menos riesgos.
Ahora, por ejemplo, tengo artículados en la cabeza dos cuentos. El tema de uno puede ser controvertido: trata de esa delicadeza exagerada que algunos consideran finura y yo juzgo afectación; y el otro versa sobre la fuerte impresión que me produjo ver a una amiga teñida de rubio platino.
Indudablemente, el primero es más interesante y da para un ensayo. Podría desarrollar mis opiniones acerca de la naturalidad y de sus extremos; de la gazmoñería por defecto y la rustiquez por exceso. Del desparpajo y sus virtudes; y también de lo desalentadora que resulta esa impostura llamada santurronería.
Pero como mis juicios al respecto son muy tajantes y pueden chocar con los que tienen otros, prefiero escribir del segundo tema. De cuando entré en el restaurante y, en medio del comedor, vi, encima de una cabeza, un casco amarillo que emitía destellos...

“Tengo que hacer un rosario con tus dientes de marfil...”


Estoy en el cuarto del ordenador buscando una regla, y no la encuentro por ninguna parte. Es de madera, y lleva impresa en su cuerpo la primera estrofa de “El emigrante”, de Juanito Valderrama. 
Me la regaló en mis años mozos un pretendiente que era fan de este cantante de copla; y, hasta hoy, siempre he creído que la guardaba en este lugar concreto.
No la quiero para trazar rectas ni para medir espacios, sino para mostrársela a una amiga que está deseosa de ver tan singular objeto.
De tanto rebuscar, todo a mi alrededor está en completo desorden; y, menos la regla en cuestión, va apareciendo de todo. Algunas cosas ni siquiera recordaba que las tenía: un caballo hecho con una palma de Semana Santa; un artificio para prensar flores; unas gafas cuyos cristales reflejan sendas calaveras (¿para qué me las pondría yo?)...
Y en medio de este popurrí de cosas diversas, he visto una cuartilla que escribí hace muchos años. Se trata de un ensayo sobre la excesiva delicadeza que se titula “La melindrosa Juanita”; y, como la cosa promete, voy a suspender la búsqueda de la regla y me voy a centrar en las ideas que desarrollé en estos renglones.

El Noni de la Candelaria


El patrón de mi pueblo es san Dionisio Areopagita; y, esta semana que empieza, se celebran las fiestas en su honor.
Lo de Areopagita se debe a que vivía en el Areópago de Atenas; pero como esta palabra es muy difícil de pronunciar, yo he visto a algunos paisanos aturullarse y referirse a él como “san Dionisio Pajita” (a mí misma me ha pasado más de una vez).
Como es lógico, en el pueblo abundan los Dionisios y las Dionisias; aunque normalmente  se trata de gente mayor porque, como ocurre en todos los sitios, poner nombres tradicionales a los pequeñines ya no se estila. 
¿Y cómo se acostumbra a llamar a estas personas que llevan el apelativo del protector del pueblo? Pues con la denominación completa o con diminutivo: Dionisios y Dionisias, Dionis y Nonis. El Dioni vale para los dos sexos; y el Noni también.
Y así, considerendo que en los lugares pequeños no se distingue a las personas por los apellidos, sino por el apodo de la familia o por el nombre de los padres, nos podemos encontrar con un hombre hecho y derecho al que todo el mundo conoce como el Noni de la Candelaria, por ejemplo.
Este escrito se lo dedico a mis paisanos: los quiero mucho.

¿Merma de facultades? ¿Abulia? ¿Comodidad?


A medida que envejezco, los kilómetros me van resultando más largos; los kilos más pesados; los pocos grados heladores y los muchos abrasadores... 
Y es este no sé qué, que me hace percibir las magnitudes de distinta manera, la causa de que mi actitud y mi comportamiento estén cambiando.
Y no es que no me siga dando un buen tute todos los días: hago gimnasia, ando, trajino una barbaridad...; pero ante los acontecimientos que requieren un esfuerzo extra, mi respuesta ya no es la misma.
Hasta hace poco tenía un ímpetu arrollador, y acudía presta adonde fuera menester; y ahora, en ocasiones, esa ida al lugar donde es preciso se me presenta como un objetivo tan lleno de dificultades, que muchas veces opto por quedarme en casa.

Alrededor del picú – Historia de un sencillo


Querida amiga: 
Pienso en ti constantemente. Pero la imagen que se me forma en la cabeza no es la de señora estupenda que tenías en la actualidad, sino la de jipi manchega que luciste en la fiesta de Nochevieja que celebramos en la casa de mi primo Liborio.
Fue por los años de 1969; y recuerdo que, aunque en la calle hacía un frío helador, no necesitamos encender ningún calorífero porque el entusiasmo que llevábamos dentro nos bastaba.
Tú ibas ataviada con un maxiabrigo y un vestido de flores; y, completando el atuendo, una cinta de colores apenas ceñía tu melena rizada.
Traías un disco que, esa misma mañana, habías comprado en la capital. Era un sencillo que tenía la carátula de color azul, y representaba el cielo con unas figuras de aves en negro volando; en la parte superior ponía Kerouacs y en la de abajo, “Isla de Wight”... 
Te acercaste a la mesa donde estaban las mirindas, la cuerva y el picú, y le pediste a Teofrasto que lo pusiera a girar. Era una canción tan pegadiza que, al acabar de tomarnos las uvas, todos nos abrazamos y nos pusimos a cantar:
“Wight is wight, Dylan is Dylan 
wight is wight, ¡Viva Donovan!
es como una luz...”

La patanería y el wasap


Si un patán hace una patanería mediante un wasap, ¿al receptor qué le llega? ¿Un wasapazo? Lo pregunto porque no tengo ni idea de como se llama este tipo de golpe; aunque lo que sí sé es que duele una barbaridad.
Conozco a personas a las que sus parejas, después de largo tiempo de relación, han abandonado por wasap; a fulanos que, teniendo la obligación moral de estar presentes en un entierro, han optado por enviar un simple mensaje de pésame a los familiares del difunto; a gente que, por carecer de la más elemental cortesanía, ha correspondido al afecto y a la entrega personal de otro con uno de estos mensajitos de marras...
Y luego está el efecto que tales patochadas provocan en las víctimas. Si se trata de personas cultivadas y/o con sensibilidad, al estupor y desconcierto iniciales les sigue un estado en el que sus espíritus padecen cual si les hubieran clavado una daga de cuatro filos. Y aunque sepan que lo que hace la grosería es fijar con claridad la naturaleza del grosero, no pueden evitar sentirse humillados.

Tengo una debilidad


Soy una persona tremendamente austera y disciplinada; pero como todos, también tengo mi debilidad. Y el afecto al que sucumbo diariamente es a fumarme un cigarrillo después de comer. ¡De esto no me privo!
Ya puede estar compuesto mi menú de lentejas y tortilla; espaguetis y sardinas o paella...; que luego, al llegar a los postres, empiezan los usos habituales que me llevarán al éxtasis final.
En la soledad de la cocina, primero me como un plátano; a continuación, una naranja; y, cuando aún tengo su jugo en la boca, empiezo con el chocolate. Finalmente, llegado el momento que estaba esperando, aspiro con total deleitación el humo de un ducados negro, encendido con un mechero comprado en Nueva York al precio de un dólar.  

Querida amiga


Querida amiga: 
Te imagino haciendo el viaje ataviada con un vestido de flores, una Mirinda en la mano, y la melena rizada apenas ceñida con una cinta de colores.
Seguro que al llegar encontraste a tu marido y a tu padre sentados en un  precioso  tarimón y te fundiste en un abrazo con ellos; y después, una vez traspasado el umbral, te uniste a los amigos que te precedieron y que te aguardaban allí para darte la bienvenida.
A fin de que no te sintieras perdida en tu nuevo estado y notaras el helor de los primeros instantes, a Liborio se le ocurrió poner en el tocadiscos “Isla de Wight” de Kerouacs. Esta fue la canción con la que os tomasteis las uvas en la Nochevieja de 1969... y tú y los demás, como tontos invadidos por la nostalgia, comenzasteis a cantar:
 “Wight is wight, Dylan is Dylan
wight is wight, ¡Viva Donovan!
es como una luz...”
Y las lágrimas aparecieron en vuestros ojos; en los tuyos, en los de ése y en los de aquél... y tomaste conciencia de adonde habías llegado y de que ya no había vuelta atrás. 

La divina costurera o Una modista que no necesita abuela


Ayer estrené un vestido precioso; que, como todos los que llevo, me lo había hecho yo. Con toda la ilusión del mundo me fui al bulevar a lucirlo; pero, al llegar, observé que, excepto cuatro o cinco paseantes, los demás no dieron muestras de haberme visto.
Al principio, y como me parecía imposible que el modelo pudiera pasar desapercibido, la sorpresa y el desconcierto se apoderaron de mí. Después, durante el trayecto de vuelta a casa, estos dos sentimientos dejaron sitio a la incredulidad, la rabia, el desaliento...
En el retiro de mi morada me desahogué; y luego, los aires fabulosos de la noche diluyeron mi enfado.
En este momento, repasando con calma lo que sucedió hace unas horas en el bulevar, intuyo que a muchos de los que se cruzaron conmigo les gusté; pero que, por vaya usted a saber el motivo, no lo manifestaron. También sé que a otros les era imposible apreciar las bondades de mi atavío porque sus gafas están permanentemente mal graduadas. Para unos cuantos pasé demasiado lejos; alguno hubo que intentó desviar el foco de lo que consideraba excesivamente bueno... Y a los que quedan, mi traje, simple y llanamente, no les agradó o los dejó indiferentes.

Cuando “Buenos días, tristeza” era uno de mis libros de cabecera


En los anaqueles había infinidad de libros; pero yo, enseguida que me ponía a buscarlo, daba con él. Lo había tenido tantas veces en las manos, y lo conocía tan perfectamente, que un simple vistazo me bastaba para identificarlo: el color verde oscuro de sus tapas, su tamaño, las letras doradas estampadas en su lomo... Y también hubiera distinguido sus renglones entre mil; de manera especial, esos versos de Paul Éluard con los que empieza: 
“Adiós tristeza
buenos días tristeza
inscrita estás en las rayas del techo
inscrita estás en los ojos amados...”
Y es que esta obra de Françoise Sagan fue, durante una larga temporada, uno de mis libros favoritos. Una época en la que había abandonado la adolescencia y me adentraba en la juventud; en la que el orden y sus reglas se me hacían cada vez más evidentes, y me agobiaban hasta no dejarme respirar.
Quería la libertad de la que gozaba Cécile; esa falta de preceptos y máximas que todos debemos guardar y que tanto nos oprimen. Y por tanto, sentía aversión por Anne; el odioso personaje que para mí también representaba las cadenas.
Pero curiosamente, y he aquí la paradoja, a la vez que ansiaba ese vivir sin normas de Cécile y de su padre (Raymond), sentía un profundo desdén por ellos. No podía soportar su frivolidad, hedonismo, indolencia, incapacidad para asumir las consecuencias de sus actos... ¡Éramos antitéticos!

domingo, 15 de septiembre de 2019

La secuela de una película mítica


El genio de la felicidad, para evitarme disgustos, escondió el suplemento del periódico que traía la noticia; pero yo, que no me privo de leerlo cada día, rebusqué y rebusqué hasta encontrarlo.
Estaba en medio del maremágnum de papeles que tengo encima de la mesa; concretamente, entre una revista de economía y un “Historia y Vida”; y nada en su portada presagiaba el bombazo que llevaba dentro.
Me topé con la bomba en la página no sé cuántos, encima de un artículo sobre vinos. Y se trataba del anuncio del próximo estreno de una película titulada “Los años más bellos de una vida”, continuación (decía) de la mítica “Un hombre y una mujer”.
La noticia venía ilustrada con tres fotografías: en el centro, un fotograma del primer filme con Trintignant y Anouk Aimée luciendo esplendorosos; y a ambos lados, unos  del segundo, donde aparecían los dos protagonistas tal como son en la actualidad.
Aquellas imágenes me llenaron de ternura y también de tristeza; pero cuando me enteré del argumento, la cosa fue a más y un sinfín de emociones (sorpresa, desasosiego, contrariedad, rechazo...) me embargó. Que se reencontraran esos dos ídolos de mi adolescencia en una residencia de ancianos, conservando el cariño y con el Alzheimer rondando por ahí... en fin, que el asunto me causó una gran conmoción.
Menos mal que con el paso de los días fueron moderándose todos estos sentimientos; y hoy, lo que prevalece en mi ánimo es la curiosidad. Seguro que este fin de semana, que es el estreno, voy a verla.

El examen de Ingreso


Cuando murieron mis padres, el cordón que me mantenía unida a mi pasado se rompió; y desde entonces, cada vez tengo menos presente el ayer.
Si hablo de aquellos días pretéritos con gente de mi generación, compruebo que mi memoria sigue funcionando; aunque tengo la sensación de que ya no recuerdo los hechos que sucedieron, sino los recuerdos de éstos. Y además, así como se difuminan las siluetas en las fotografías antiguas, en mi cabeza, las imágenes guardadas cada día se desvanecen más. 
Como las que se refieren a mi examen de Ingreso en el Bachillerato. Ésas de cuando tenía nueve o diez años, y era una niña pecosa y muy formal. Aún no he olvidado que tuve que hacer un dictado y una operación aritmética; y después, que me preguntaron  cuál era la capital de Polonia y el río más caudaloso del mundo. Como veis, son cosas que a los que tenemos aproximadamente la misma edad nos pueden parecer sencillas, pero que no estoy segura de que muchos de nuestros políticos supieran resolver.

Un día completo


Los secretos de la gente común en general no me interesan; pero si de lo que se trata es de enterarse del lado oculto de los vips, para esto sí que soy un poco cotilla.
Anteayer, por ejemplo, fui a unos grandes almacenes con el único propósito de comprarme ese libro anunciado a bombo y platillo titulado “De Cayetana a Cayetano”, de  Cayetano Martinez de Irujo. Ayer por la mañana lo leí; y, enterándome de los entresijos de la Casa de Alba, satisfice mi lado marujil.
Pero como para poder crecer, mi espíritu necesita otro tipo de alimento, por la tarde me fui al cine a ver “Érase una vez en Hollywood”, de Tarantino. ¡Qué película más buena! Id a verla los que aún no lo hayáis hecho; os aseguro que a mí, que soy una gran cinéfila, me colmó plenamente. 

¡Trágame tierra!


La última vez que cometí un despropósito de ésos que te llenan de vergüenza, y te dejan con el deseo de querer desaparecer, fue en este pasado mes de agosto.
Todo comenzó cuando, hallándome leyendo un libro sobre Colón y los descubrimientos de América, levanté la mirada de las páginas y vi, a través de la reja, a una mujer que venía directamente hacia mi casa. Se trataba de doña Mentira Fresca; una persona de grandes cualidades; pero a la que, como no dice una verdad, en el pueblo apodan de esta manera.
Ipso facto, y antes de que la susodicha se percatara de mi presencia, me levanté corriendo del sofá y me dirigí rápidamente al piso de arriba a esconderme, porque no tenía ganas de recibirla. Y  todo por un motivo muy simple: estaba absorta en la lectura y no quería interrumpirla.
La cuestión es que, si no por mí, la visitante fue admitida por alguien de mi entorno que le hizo los honores; y, a petición mía, la informó de que no me encontraba en casa.
La catástrofe vino cuando, después de mucho rato y convencida de que se había marchado, pregunté gritando desde la buhardilla: 
-¿Se ha ido ya doña Mentira Fresca?
Y ella, muy digna, contestó desde el salón:
-No, Nieves, todavía no me he ido, pero ya me voy.

El saber que el otro está ahí


Podía haberme quedado más tiempo en el pueblo; pero decidí volver, porque esa cosa tan vaga llamada melancolía se estaba apoderando de mí. Los días de exaltación del comienzo del estío hacía tiempo que habían pasado; y los de ánimo estable que le siguieron también parecían haber llegado a su fin.
Los veraneantes estaban regresando a la ciudad, y sus casas cerradas se habían convertido en construcciones sin vida. Y el acortamiento de los días, al principio imperceptible, se estaba empezando a notar.
Pero lo que influyó más decisivamente en mi espíritu fue la ausencia de los vecinos de al lado. Cuando me dijeron adiós, todo el ímpetu que corría por mis vasos pareció irse con ellos; y el sentimiento de soledad me invadió y se me figuró como un abismo.
Y es que Segismundo, Lía, la perra Kira y yo nos hacemos una enorme compañía. Ellos tienen su vida y yo la mía, pero nos oímos y nos sentimos muy cerca. Es, en definitiva, el saber que ellos están ahí.   

Un mundo hostil – Recuerdos de un inmigrante


Por los años de 1960, cuando me trasladé del pueblo a la ciudad, lo hice con mucha ilusión; pero, a poco de llegar, empecé a pensar que había perdido el paraíso. Teniendo esa impresión me fue difícil adaptarme, e incluso tolerar mi nueva situación; y más de una vez maldije la decisión que me había puesto en camino. Añoraba constantemente lo que había dejado atrás, y nada de lo que estaba experimentando por primera vez era de mi agrado...

Sobre aquello que nos erotiza


Tengo una amiga a la que las sotanas excitan sobremanera; otra que juzga muy sexis a los hombres de piel negra; una tercera que siente acrecentado su deseo cada vez que ve un andamio; y luego quedo yo, que me atraen los campesinos...
Supongo que la raíz de mi inclinación se encuentra en experiencias que tuve en la adolescencia; en episodios vividos que, de una u otra manera, me dejaron huella.
Recuerdo cierta ocasión en la que un muchacho que apacentaba al ganado nos habló a una amiga y a mí de sexo. Lo hizo con total desvergüenza y procacidad; y nosotras, que éramos un par de bobas en plena pubertad, quedamos impactadas. También me vienen a la memoria las veces que por entre las cortinas observé a los labriegos que pasaban por la calle; y aún me parece sentir el desasosiego que la rusticidad que desprendían me provocaba...
Y lo que con certeza vino a fijar mis preferencias fue la lectura de “El amante de Lady Chatterley”. Confieso que en aquel primer encuentro con el libro me pasaron desapercibidos la complejidad de los personajes y otros aspectos interesantes de la obra; y que mi interés se centró solamente en la pasión vivida por Constanza y Mellors... ¡qué erótica me pareció! 

Grandes fantasías y pobres realidades


La familia Fantasmona me ha invitado a pasar un fin de semana en su casa de la playa, y yo no quiero ir. No sé como zafarme del compromiso sin resultar descortés, pero es que no me apetece. De hecho, creo que preferiría que me diera un cólico antes que tener que acudir a esta cita.
Y no es que dicha familia sea mala, ¡qué va! Lo que ocurre es que se pasan la vida presumiendo de grandezas inexistentes, y yo esto no lo puedo soportar. Por cada mérito que les enseño, ellos me muestran otro más gordo; y en realidad, apenas me escuchan...
Estos señores presuntuosos y altaneros son duchos en minusvalorar los logros ajenos y en ensalzar los propios; en tratar a los demás como si fueran idiotas; y en hablar con un insoportable tono dogmático... Son engreídos y acomplejados; y siempre están exagerando y mintiendo porque no aceptan su triste realidad.
¡Pero no quiero que nadie piense que estoy criticando! Yo a estas personas les tengo mucho cariño y me caen muy bien, pero ellos en su casa y yo en la mía.
Además, ahora mismo me voy a estrujar las meninges para encontrar una excusa plausible que me permita eludir el compromiso sin dañar la amistad.

Cuando poder expresarse sin hacer concesiones es un lujo


Confieso que cuando paso por delante de un taller de fotografía, nunca dejo de mirar lo que en sus escaparates se expone. Y no lo hago con el ánimo de encontrar algo realmente bueno, sino de recrearme en esas imágenes que de tan cursis llegan a   enternecer. Estampas pretendidamente artísticas de novios y de infantes, que tienen la virtud de hacerme sonreír. 
Y entonces pienso en las concesiones que muchos artistas tienen que hacer todos los días para poder comer; y en como las necesidades físicas pueden llegar a estragar el arte. 

El verdadero arte


Siempre que miro un retrato de Warhol, más que la cara del personaje que aparece en él, lo que veo es su carácter. 
Y algo parecido me sucedió hace poco, cuando un joven artista me mostró las fotografías que había tomado del macizo y del interior de la Basílica de Montserrat. En esta ocasión, lo que percibieron mis ojos no fueron las características físicas del lugar (de sobra conocidas), sino la espiritualidad y la magia que desprende. 
Y es que saber dibujar la esencia de las cosas es lo que señala al verdadero artista.

jueves, 15 de agosto de 2019

Un cartel irresistible


Desde ayer, la esperanza tiñe de verde mis ideas. Y es que hace veinticuatro horas entré en el estudio de un artista; y éste, después de mirarme por aquí y por allí, me aseguró que lo mío tiene remedio. Y añadió un consejo: me dijo que ya podía ir quitando la fotografía que tengo en mi perfil de Facebook (ese camino que parece conducir a ninguna parte), porque dentro de poco la voy a poder sustituir por otras en las que luciré esplendorosa.
Para hoy, el fotógrafo y yo tenemos muchos planes. Esta mañana nos vamos a trasladar a un paraje lleno de árboles con el fin de que me haga tomas cual si fuera yo  una dríade; y después, un aristócrata arruinado nos presta su caserón para que me haga un reportaje en el que apareceré simulando ser una hacendada con glamur. A continuación, me inmortalizará con el traje regional... ¡Estoy entusiasmada! ¡Qué bien hice entrando en este estudio fotográfico! Presiento que me va a cambiar la vida. Verdaderamente, el cartel que colgaba en su fachada no mentía: “Si entras, no te arrepentirás”.

Los molestos visitantes


Esta mañana, cuando apenas acababa de limpiar la casa, han aparecido Heliodoro y su perro y la han recorrido de parte a parte. Y lo curioso es que me lo estaba imaginando. En los momentos en los que con más ahínco le daba a la fregona, he tenido el presentimiento de que este contratiempo iba  a suceder. Ha sido como una especie de destello en el que aparecían el susodicho y su can, ensuciándolo todo.
Y, efectivamente, así ha sido. En el espacio que va desde la puerta de la calle hasta el patio, los inoportunos visitantes han ido dejando sus huellas en un suelo que, instantes antes, estaba más limpio que una patena.
Y yo, que estaba derrengada de tanto trabajar, he mirado con furia asesina los horrendos pies calzados con albarcas de Heliodoro y las patas del animal. Mientras, completamente enajenada, repetía: ¡no hay derecho! ¡no hay derecho! 

Echar sapos y culebras


En todas las ocasiones en que veo a una persona largar, y luego arrepentirse, me acuerdo de la novela “El cartero siempre llama dos veces”, de James M. Cain.
En esta historia, en el instante en que una encolerizada Cora pide declarar; su abogado, para evitar que se comprometa, la anima a hacerlo ante un “policía” que en realidad es un ayudante suyo.
Y es que en la vida ordinaria tendría que suceder algo similar. Me refiero a que cuando alguien se encorajina, y necesita vaciarse para encontrar la paz, debería de aparecer un confidente de mentirijillas que recogiera los secretos (y los sapos y culebras), para posteriormente hacerlos desaparecer.

El artefacto volador


Ni sé de dónde vino; lo único que puedo decir es que, cuando me di cuenta, lo tenía encima de la cabeza. Era un insecto gigante de metal, amenazante y provocador, que parecía dominar el cielo.
Tenía una luz en el cuerpo que se encendía y apagaba intermitentemente; y daba la impresión de que nada ni nadie podía escapar a su control.
Me puse muy nerviosa porque, aunque me moviera, aquel monstruo maléfico parecía estar siempre sobre mí; y, como pensé que en cualquier momento podía caer y descalabrarme, comencé a correr despavorida.
Mi comportamiento irracional atrajo la atención de la multitud de vecinos que se hallaban congregados en la plaza. ¡Menos mal que en ese instante salieron los novios de la Iglesia, y el dron se marchó a filmar la boda! 

El miedo a defraudarte me paraliza


Cuando me demostraste tu admiración, en un primer momento me sentí vehementemente complacida. Pero tan pronto como volví a escribir, advertí que esos elogios pesaban como plomo; y supe que, mientras tú estuvieras mirando, yo ya no podría volar... 

Un reconstituyente muy eficaz


Aquí, en el pueblo, tengo más ganas de comer. Y no es que de la ciudad viniera inapetente; lo que ocurre es que, en este lugar, el hambre se me ha disparado. Se conoce que el aire limpio, el agua, la tranquilidad... están uniendo sus virtudes y actuando como un tónico eficacísimo.
Todo me apetece y nunca me sacio. Ayer, por ejemplo, me corté una rebanada de pan y unos tacos para merendar; y cuando los probé, como estaba todo tan bueno, acabé comiéndome un cuarto de hogaza y todo el queso.
Luego, me fui a andar campo a través para gastar fuerzas.

Refranes y fundamentalismos


Ayer, a media tarde, fui a visitar a la madre de Paulino. La mujer tiene noventa años; se desplaza con la ayuda de un andador; y tiene una lucidez extraordinaria.
Me invitó a una limonada de elaboración casera; y luego, valiéndonos de sus recuerdos, hicimos un recorrido por la historia: desde la Guerra Civil hasta nuestros días.
Cuando llegó Paulino y les hablé de los cuentos que Fulanita acababa de colgar en la Web, mi amigo sugirió que nos pusiéramos a buscar la versión castiza de los mismos. Y así, en los siguientes minutos, fueron apareciendo refranes que encerraban idéntica doctrina. ¡Fue genial!
Después le tocó el turno al escrito de Mengana y al comentario de Zutano. Los desmenuzamos, y hablamos de fundamentalismos y del miedo que dan. De esas caras de intransigencia y de esas masas vociferantes que aparecen por televisión, exigiendo el sometimiento absoluto a las ideas que sustentan.
Finalmente, mi anfitrión me enseñó unos tebeos del Capitán Trueno y del Jabato que consiguió en una puja por Internet y que tiene enmarcados.

El día en que eché de menos ser fotógrafa o pintora


Una vez, vi el orgullo reflejado en una cara con tanta intensidad que me pareció hasta indecoroso. Como la dueña de la cara no se percató de que yo observaba su desnudez, se descubrió por completo. Fue durante una boda; en la manera de mirar una madre a su hija que estaba frente al altar.
En ese momento coexistían en mí dos sentimientos opuestos: por un lado quería dejar de atisbar porque me sentía incómoda, y porque mi conducta se estaba asemejando mucho a la de una vulgar voyerista; pero por otro, mi condición de artista me impelía a seguir observando esa emoción para poder captarla e  interpretarla después.
Y fue entonces cuando pensé que, para recoger convenientemente aquellos momentos, lo ideal hubiera sido disponer de una buena cámara fotográfica o un estupendo pincel, y haberlos sabido utilizar.

martes, 13 de agosto de 2019

Cual si estuviera en la flor de la vida


Ayer, tomándonos media patata asada y una copa de vino, Candelaria me contó la vergüenza que le había hecho pasar un amigo sesentón.
Quiero incidir en que no dijo sexagenario, sino sesentón. Que pronunció el vocablo con un tono despreciativo; como si ya hubiera comenzado el desapego...
Al parecer todo vino porque el susodicho, durante un ágape al que habían asistido días antes, se había lanzado a bailar You Never Can Tell, cual si fuese John Travolta en “Pulp Fiction” . Y lo peor estuvo, según añadió Candelaria, en que la llamó a la pista varias veces pretendiendo que ella hiciera de Uma Thurman.
-No sabía dónde meterme - concluyó mi amiga.
Yo, riéndome, le respondí que el asunto no me parecía tan grave. Que el problema radica en que no envejecemos simultáneamente por dentro y por fuera; y que una servidora, en alguna ocasión, se ha sentido como una veinteañera encerrada en el cuerpo de una mujer madura.

Sin aparato


Aquí en el pueblo el artificio chirría estrepitosamente. Lo que quiero decir es que para sobrevivir en este lugar, lo que hay que hacer es comportarse con llaneza.
El trato con la gente es espontáneo y sencillo. A veces vas por la calle, y, sin que exista un motivo, la gente se te pone a hablar. Los vecinos entran y salen de tu casa con toda naturalidad; y tú sabes que sus puertas siempre están abiertas.
Cualquier cosa que sucede fuera de lo normal, al poco rato es sabida por todos indefectiblemente. Se comenta en la tienda, en el bar, durante el visiteo...
Ayer, por ejemplo, un grupo de mujeres asistió como público a un programa de televisión; y hoy, somos muchos los que esperamos con avidez que nos cuenten la experiencia. Yo misma, en cuanto acabe este texto iré a la peluquería a que mi amiga Clo me refiera todo con detalle. De paso me recortaré las puntas y el flequillo.
Pero una relación tan estrecha con los vecinos también tiene sus inconvenientes. Precisamente es esta proximidad la que provoca que las discordias aparezcan con más frecuencia, y la que impide que las antipatías se diluyan. 

Mi saludador


Hace un momento, cuando salía de la tienda de comprar el periódico, se me ha acercado un hombre y me ha saludado con mucho afecto. Después de depositar dos besos en mis mejillas, me ha dicho que se alegraba de verme tan pimpante y se ha interesado por mi marido.
Yo he correspondido a sus manifestaciones con el mismo cariño, aunque me he limitado a preguntarle por su familia en general porque no tengo ni idea de con quién estaba hablando. Mientras conversaba con él, sin especificar para no meter la pata, he rebuscado en mi memoria intentando ponerle nombre a esa cara que tenía delante, pero no lo he conseguido.
Mi interlocutor era aproximadamente de mi quinta; bien parecido; y hablaba con acento forastero... ¡Ya sé lo que voy a hacer! Como mi vecina ha pasado por el lado y nos ha visto, cuando llegue a mi casa le preguntaré a ella y por fin sabré quién es este hombre tan afable. 

Ya no estoy para estos trotes


A veces olvido que tengo sesenta y seis años; y, como ésta no es una edad adecuada para andar en muchos trotes, luego sufro las consecuencias.
Anteayer, por ejemplo, cuando me levanté, decidí adecentar la casa. Y no es que estuviera sucia o desordenada, pero como por la tarde iba a recibir visitas, quería que luciera impoluta.
Evidentemente me metí en faena una vez hechos mis ejercicios matutinos (es inimaginable que pueda empezar el día sin los efectos estimulantes que me provocan); y después de preparar la comida y tender la ropa.
Aunque mi intención era escobar y fregar, omití el barrido porque no se veían inmundicias por el suelo; y, como el excesivo calor hacía muy fatigosa la limpieza, al final, más que un fregado hice un baldeo.

La excesiva tranquilidad me ataca los nervios


A veces, la quietud del pueblo puede acabar abrumando a las personas que viven acomodadas a las costumbres urbanas. Y esto es lo que me sucedió a mí ayer: que, con tanto sosiego, acabé con los nervios de punta. Entonces decidí irme a la ciudad más próxima a imbuirme de su ritmo acelerado; y verdaderamente lo logré, pues a las pocas horas volví a este lugar con el ánimo más calmado.
Por el camino fui escuchando un cedé de música italiana; y, con la canción Ho capito che ti amo, me retrotraje a mediados de los años sesenta. En aquel tiempo, yo era una púbera que tenía un vestido con bolero de esos que estaban tan de moda; y me imagino que, como todos a esa edad, estaría con el tonto subido.

Unas gotas de colonia Brando


No hay nada como la música y los olores para hacernos revivir momentos...
El día de Jueves Santo del año catapum, el vástago de una familia muy pudiente de Orihuela me invitó a tomar un aperitivo en un club de tenis a las afueras de la ciudad.
Pedimos un vermú; y, entre lingotazo y lingotazo de bebida, nos pusimos a hacer manitas.
El apuesto joven llevaba gomina en el pelo y mocasines en los pies; pero lo que hizo que aquella tarde se quedara grabada para siempre en mi memoria fue la colonia Brando que utilizaba.
En los años posteriores, y mientras se vendió este perfume, siempre que sus efluvios llegaron a mí evoqué aquellos momentos. Y aún hoy, cuando huelo algún aroma parecido, recuerdo a aquel muchacho.

Gente educada


Anoche, cuando intentaba dormir, un grupo de adolescentes se paró debajo de mi ventana armando bullicio.
Harta de sus risas y griterío, y con los nervios de punta, decidí darles una filípica recriminándoles su comportamiento.
En un primer momento pensé lanzarla desde el balcón; pero para hacerlo menos teatral, y sospechando que se iban a reír de mí, opté por la puerta de la calle.
Abrí y comencé mi invectiva; pero cúal no sería mi sorpresa cuando, después de las primeras palabras, me pidieron perdón y me aseguraron que no volvería a suceder.
Como encontrar a gente educada se está convirtiendo en algo extraordinario, os puedo decir que me sorprendieron y emocionaron por igual.

Entremedias


Mis apetencias y gustos son diversos. Esta mañana, por ejemplo, he estado mirando la revista ¡Hola!; y esta tarde estoy releyendo “Cándido”, de Voltaire. 
Si en este momento mis personajes son Cunegunda, Panglós, la vieja, el Inquisidor general..., hace unas horas mi interés estaba puesto en la Preysler; Alejandro Sanz y Raquel Perera; Malú y Albert Rivera...
Y, entremedias, he tomado el aperitivo y he platicado con una mujer que me cae genial.

¡Bravo!


Hoy me he levantado más tarde y todo va con retraso. Pero esta tardanza en ponerme de pie no ha sido por pereza, sino porque ayer, con tanto trajín y calor me acosté agotada. 
Estoy oyendo por la radio noticias relativas a la confirmación de Ursula von der Leyen como presidenta de la Comisión Europea; y también las que que se refieren a la imposición del fajín de general a Patricia Ortega García. ¡Bravo por estas congéneres que están rompiendo techos! 

Las moscas y yo a las once de la mañana


¡Cabronas! ¡Idos de aquí! Andáis tan enloquecidas que os estáis posando hasta en el borde de la sartén y os estáis abrasando vivas. Estoy sola en casa y no puedo estar friendo el pescado y luchando contra vosotras simultáneamente. Mis brazos parecen aspas de molino: ¡dadme tregua!
Además, con vosotras aquí, cuando acabe no puede quedar ni una pizca de gorrinería; así que encima tendré que ponerme a limpiar... 

Los ejercicios mañaneros de Carmen Co, Carmen Ra y Carmen Pi


No sé hasta que punto valoran los de aquí el aire sin polución que les rodea. Supongo que unos más y otros menos. En Barcelona, es que hay días en los que no se puede respirar... 
En estas condiciones de pureza aérea es muy fácil hacer gimnasia. También ayuda el estar viendo amanecer mientras te mueves; y el oír como los pájaros comienzan a despertar...
Asimismo es una ventaja escuchar diferentes versiones de la canción “Ay pena, penita, pena”. Esta mañana, las voces de Luisa Ortega, Lola Flores, Lolita y Antonio Vega me han proporcionado sensación de ingravidez.

El pre y el post de un chaparrón


Aquí se puede oler la lluvia antes de que llegue. Y no me refiero a barruntarla por las señales que muestra el cielo, sino a percibir verdaderamente su aroma.
Y luego está el postchaparrón: los efluvios de la tierra mojada se reciben tan intensamente que, si cierras los ojos y aspiras con profundidad, la sensación de paz que experimentas puede ser única.
Y ésta ha sido la circunstancia vivida por mí cuando, hace un momento, estaba sentada frente a la ventana con la cabeza reclinada en una de las orejas del sillón.

No nos gusta planchar


- ¿Ha visto usted que zarrapastroso va ese hombre?
- ¿Cómo no lo voy a ver, señora, si es mi marido? Él lleva ropa limpia, pero lo que sucede es que la porta sin planchar. De esta tarde no pasa que despliegue la tabla y se ponga a quitarle las arrugas a su atavío. Ya verá usted como mañana, esos andrajos que tiene delante se habrán convertido en prendas de lo más chic.

Un dilema monumental


Mi adorada Pepita me ha traído media docena de huevos recién puestos por sus gallinas, y yo no me acabo de decidir sobre cómo cocinarlos. Seguro que mi marido, cuando los vea, no puede resistir la tentación y se fríe alguno; pero con los demás, tengo que determinar qué hago.
Puede que los hierva y haga un buen moje. He visto que tengo pimientos, cebollas, tomates, atún... Si lo compongo ahora y lo meto en el frigorífico, mañana, a la hora de almorzar, puede estar riquísimo. Pero también me apetecería un revuelto de cebolla o de ajetes. Por cierto, ¿es el tiempo de los ajos tiernos?

Un panorama desolador


Ayer, mientras esperaba que el sol llegara a su ocaso para salir a pasear, me apoltroné en mi sillón orejero y me dispuse a ver la televisión. Sin muchas esperanzas de encontrar algo realmente bueno (ni siquiera de mediana calidad), fui saltando de un canal a otro valiéndome del mando a distancia. De esta manera vi que en una emisora echaban una película que se titulaba “Pisito de solteras”; en otra retransmitían una corrida de toros; en otra distinta hablaban del romance de Albert Rivera y Malú... Ante semejante panorama, me abatí. Menos mal que en La 2 encontré un estupendo documental sobre Felipe II y verlo me levantó el ánimo.  

Mañana de cotilleos


El bochorno es insoportable; y yo, enteramente desmadejada, me arrastro de la cama al sofá y del sofá a la cama. Y en este último lugar me hallaba cuando los retratos de Warhol que están colgados en la pared de enfrente han cobrado vida, y el cotilla de Truman Capote le ha dicho a Jacqueline Kennedy: “¡Mírala! ¡Qué poquísimo glamur! Como el calor no mengüe pronto, esta mujer va a perder todo su prestigio”.

Las ventajas de tener una buena persiana


Para el verano, no hay nada mejor que una buena persiana. Tú la tienes enrollada durante todo el invierno encima del dintel de la puerta; y cuando llegan los calores, la desarrollas y a disfrutar.
Estos listones de madera van a impedir que la reverberación del sol entre en tu casa; y, por tanto, te van a librar de la luz y el calor excesivos. Y lo que es más importante: si te apostas detrás de ellos y permaneces callado y respirando flojito, te puedes enterar de todo lo que acontece en el pueblo sin moverte de tu domicilio.
Pero quiero advertir que en todo momento hay que obrar con discreción. No es admisible que al lado de tu persiana una mujer le diga a otra (¡en secreto!) que está embarazada; y tú, a los diez minutos, la felicites cuando te la encuentres en la tienda. Ni tampoco que dos paisanos estén manteniendo una conversación delicada en el mismo sitio, y que si uno de ellos pronuncia la palabra élite, se te oiga a ti desde el otro lado manifestar que lo más correcto es decir elite. Como comprenderás, estas cosas no pueden suceder...

La Semana Cultural


Rataplán, rataplán, rataplán plan plan... Los tambores no dejan de sonar y yo me estoy volviendo loca. El ruido martillea mi cerebro y no sé donde meterme para escapar de él. Ansío que llegue el silencio y con él el fin de la tortura; pero sólo son las tres de la mañana y sé que ésta continuará hasta que amanezca.
Los peores momentos son los que transcurren entre el final de una pieza y el comienzo de otra. El lapso en el que el rataplán cesa, pero sabes que indefectiblemente tornará; ese silencio que viene acompañado de una terrible ansiedad, porque desconoces en qué instante volverá a ser roto por el ruido...
Hace tres días que llegué a este pequeño pueblo en el que me encuentro, con el propósito de quitarme el estrés; pero me topé con la Semana Cultural, y ahora estoy al borde de la enajenación.
Para cada una de las doce noches que tiene esta “semana”, hay un espectáculo programado: el sábado fue la coronación de la reina; ayer le tocó a los bailes regionales; hoy está actuando la banda de música; mañana orquesta y baile de salón... y así, como digo, hasta la duodécima jornada.
Las amigas de la Web a las que les he contado mis cuitas me recomiendan que baje a la plaza y me una al jolgorio. Y sé que tienen razón, pero no puedo; no me apetece. Además, como siempre parezco triste y contrariada, ¿qué impresión iba a causar en medio de tanto bullicio?  

Aquellas verbenas


Anoche celebré la verbena de San Juan reuniéndome con mis amigos; y, como viene siendo habitual desde que somos unos carrozas, no nos dedicamos a vivir, sino a recordar lo vivido. Fulanita nos contó aquel sarao de gente muy distinguida al que asistió una vez, y lo singular que le pareció ese baile agarrado con un chico que pertenecía al Opus Dei; los esfuerzos de éste para no rozarle ni una parte de su cuerpo, y que la canción que sonaba era “Ne me quitte pas”. 
Menganito confesó que por su timidez enfermiza nunca había sido capaz de acudir a un jolgorio sin haber ingerido dos o tres cervezas antes; y los problemas de alcoholismo que tal hecho le acarreó.
Zutanita brindó por esa noche de desmelene que tuvo con un cateto que conoció en un entoldado y que le dijo que se llamaba Fredo.
Y luego le llegó el turno a Perengano. Nos refirió que cuando vio a la mujer que lo tenía obsesionado en aquel palco, hizo acopio de fuerzas y la sacó a bailar. Y que se puso tan tenso cuando la sintió entre sus brazos que no pudo disfrutar de ese momento hasta que hubo pasado.
Después volvimos a brindar. Esta vez por el libro “Ultimas tardes con Teresa” de Juan Marsé, y por la adaptación cinematográfica que de ella hizo Gonzalo Herralde. Todos somos entusiastas de ambas cosas; y nos tenemos dicho que, si algún año, en la noche de San Juan, no podemos reunirnos, tenemos que releer el libro o rever la película y beber por los demás.

domingo, 23 de junio de 2019

La víspera de San Juan


Aquel día, Evangelina se levantó con un montón de cosas por hacer. A las seis de la tarde se iba a celebrar el bautizo del pequeño Joan; y ella, que sería la madrina, aún no había ejecutado ninguna de esas acciones que la harían lucir esplendorosa. Tenía que ponerse una mascarilla de clara de huevo que le habían recomendado; depilarse las cejas, los pelos del bigote y las piernas; hacerse la manicura; ir a la peluquería... 
En este establecimiento, le dijo a la peinadora que le hiciera una permanente; y más le hubiera valido elegir otro tipo de ensortijamiento, porque el resultado fue catastrófico. Cuando la empleada le quitó los rulos, el cabello lo tenía erizado como si acabara de recibir una impresión muy fuerte; y con nada se lo pudieron suavizar ni moldear.
Otra mujer con menos recursos se hubiera deprimido, pero Evangelina no. Evangelina se esparció por el pelo un polvo naranja que tenía para hacer zumo; y con este casco tan original y una maxifalda de tela de vichy que quitaba el hipo, acudió al evento.

Juguetes rotos


Cuando yo era pequeña, vivía en el pueblo una mujer muy beata que tenía un único   hijo. Esta fémina (que parece que la estoy viendo, de tan bien como la recuerdo) expresaba continuamente su deseo de que su vástago fuera sacerdote; dejando bien patente en el mensaje que su felicidad dependía de ello.
Con el tiempo, esta familia desapareció del lugar, y nunca supe si aquel niño tan enmadrado acabó cantando misa. En el caso de que tal cosa sucediera, desconozco si tenía verdadera vocación o renunció a ser feliz en aras de que su progenitora lo fuera. Aunque también pudiera haber ocurrido que, en algún momento del proceso, el muchacho se hubiera visto incapaz de prescindir de sus propios sueños. Y si esto es lo que aconteció, hasta es posible que, armado de valor, mandara los anhelos de su madre a paseo y se dedicara enteramente a seguir su camino.
No lo sé,  pero durante mi vida he visto varios casos como éste. Padres que depositan sus esperanzas en un hijo, y lo ungen encargado de dar lustre a la familia y como conseguidor de esos sueños que ellos no pudieron alcanzar. Progenitores que presionan y chantajean emocionalmente a sus vástagos en interés de lo que ansían, y sin importarles las consecuencias que tal hecho puede acarrear. Hombres y mujeres que transmutan su devoción en odio cuando sus hijos no responden a sus expectativas; hijos convertidos en juguetes rotos... 

El teniente y yo


Hace muchos años por estas fechas, yendo a la playa con una amiga, metimos el coche en un banco de arena inadvertidamente, y nos quedamos atascadas.
Desde un bar cercano llamamos a la Benemérita; y ésta acudió inmediatamente en nuestra ayuda.
Al mando de la patrulla venía un teniente orgulloso y altanero que me encandiló; y aunque él se mostró en todo momento serio y circunspecto, sus ojos me dijeron al instante que yo también lo había enamorado. 
Mientras los números procedían a sacar el vehículo del arenal, el oficial y yo continuamos hablando; y sin poderlo remediar, nos vimos envueltos en ese delicioso juego erótico que consiste en mantener simultáneamente una conversación aséptica y una comunicación ocular de alto voltaje.
Ese mismo día, en cuanto acabó el servicio, aquella autoridad me telefoneó, invitándome a la verbena que iban a celebrar la noche de San Juan él y otros compañeros del Cuerpo; e hizo extensiva la invitación a mis amigos.
Confieso que en los días que me llevaron hasta esa noche mágica, fuerzas desconocidas se agolparon en mi interior y me quitaron el sosiego; y que las sacudidas que sentía eran tan fuertes y tan locas, que no estaba segura de que los cimientos de mi virtud  fueran a aguantar intactos cuando volviera a estar delante de mi caballero.
Y por fin llegó la gran velada. Por decisión propia (no quise que me viniera a buscar), acudí con mis amigas al evento; y con lo primero que me encontré nada más llegar fue ¡con el teniente vestido de paisano! Imaginaos mi decepción: con el uniforme y las estrellas habían desaparecido parte de su atractivo y todo el morbo que me provocaba...  

El hombre que venía de allende del cerro Tomatón


La madre de Agustina nos reprendía, pero nosotras no podíamos dejar de observar a aquel hombre tan pintoresco. Nos chocaba su dicción; sus modales toscos; las mellas que mostraba cuando abría la boca; el que se sacara una navaja del bolsillo y con ella pinchara el embutido de la merienda...
Precedía de allende el cerro Tomatón, y venía a visitar a la familia de mi amiga en algunas ocasiones. Llegaba al pueblo montado en una motocicleta con alforjas, de las que invariablemente asomaban dos gallos que traía como presente; y a nosotras, al verlo de esta guisa, nos entraba la hilaridad.
Entonces corríamos a apostarnos detrás de las cortinas o debajo de la mesa camilla para verlo actuar sin que nadie nos pillara; pero una tarde aciaga, Agustina soltó un hipo en el momento en el que yo entreabría la jarapa que cubría la ventana y mi ojo izquierdo y los ojos de su madre se encontraron...

Mujeres en grupo


Casi cada tarde, por las inmediaciones de mi casa, me encuentro a un grupo de mujeres paseando. Son muy características, y parecen ir siempre en formación: delante y abriendo la marcha camina la  más alta y enjuta de todas; y detrás, más o menos apareadas, van las demás. A veces hablan y a veces no, aunque la impresión que da es de que se lo tienen todo dicho. Aparentan setenta años; y no es difícil imaginar que la mayoría son viudas o separadas. 
Es evidente que estas féminas se han fijado en mí, y hasta creo que me miran con simpatía. Probablemente piensan que si me incorporo al grupo puedo resultar novedosa durante bastante tiempo; que soy capaz de darles mucha materia que suscite su interés.
Aunque trato de evitarlo, a veces imagino que puede llegar el día en que forme parte de este club. Y entonces me pregunto cómo sería mi relación con la caporala, porque a mí no me gusta mandar ni dirigir, pero tengo mi propio criterio y también soy enjuta. 

Serafima


Ayer salimos con Serafima; y, como siempre ocurre cuando quedamos con ella, fue un placer. La susodicha es una mujer muy culta; su conversación nunca es banal y en cualquier tiempo te sorprende con algo nuevo. Mientras tomábamos una refacción en la Plaza Real, mencionó el tema de la grafomanía. Se preguntó (y nos preguntó) de un modo general en qué momento la afición por escribir se convertía en una especie de locura; y cuándo un autor se transformaba en un grafómano.
Os confieso que me cogió desprevenida porque nunca había pensado enteramente sobre el asunto. Mi amor a la escritura no tiene límite, pero no sé si se me puede incluir en esta categoría. De cualquier manera, si a Bertrand Russell, Nabokov o Dostoievski se les considera así, no me importaría nada pertenecer a este club. Y tengo la sensación de que a vosotros, que también escribís, tampoco.

La llamada del arte


Micaela tenía once años cuando sintió la llamada del arte por primera vez. A esa edad, un día experimentó un deseo irrefrenable que la llevó a pintar una pared del patio de su casa; un muro recién enjalbegado que a sus ojos aparecía como el lienzo perfecto que no podía quedar sin dibujar... una tela que alguien superior había dispuesto para que ella se pudiera expresar.
Impelida por esa extraña fuerza que poseen los artistas, la pequeña Micaela cogió un bote de color y una brocha, y comenzó a pintar sobre aquella superficie inmaculada.
Dibujó tres redondeles: uno encima del otro y de diferente tamaño; y, al lado, otro redondel con muchos redondelitos dentro. Y cuando los demás, desorientados y perplejos, le preguntaron por el significado de tanta forma circular, ella respondió que las tres circunferencias que estaban alineadas representaban a la huevera del pueblo; que el redondo grande era su cuerpo, el mediano su cabeza y el pequeño su rodete. Y que la otra esfera que había al lado, llena de redonditos, era la cesta que siempre llevaba consigo. 

Mi cuadernito


Como no tengo móvil, mi agenda es de papel. La compré hace un montón de años en Cádiz; y recuerdo que transcribí los números de la que llevaba en ésta cuando aún permanecía en la ciudad.
A lo largo de los años, he ido apuntando en sus páginas los teléfonos de la gente que iba entrando en mi vida; y, como los que estaban de antes no los he hecho desaparecer, ahora mi cuadernito está rebosante.
En algún momento del tiempo transcurrido mi agenda perdió sus tapas; y, consecuentes a ello, sus hojas se han rizado. El lomo está a punto de partirse, y las anotaciones ya no guardan el orden debido y aparecen por dondequiera; pero, a pesar de estos inconvenientes (y de su aspecto maltrecho), me avío muy bien con ella.
En estos momentos tengo dos libretas pugnando por relevarla. Una se ajusta al modelo clásico con tapas de piel; y la otra es una preciosidad que me trajeron de Nueva York. Ésta tiene dibujados en las tapas de cartón algunos monumentos de la ciudad; y de la cubierta trasera sale una goma elástica que la mantiene cerrada.
Al final, si resuelvo desprenderme de mi viejo cuaderno, creo que optaré por el que procede de allende los mares.

Unos momentos de pánico


No sé si alguna vez habéis sentido pavor. Me refiero a ese miedo intenso que te corta la respiración y te paraliza; a esa angustia que te entra cuando te ves en una situación de peligro inminente y sin posibilidades de defensa.
Yo me hallé en dicho estado hace muchos años; y aún hoy, cuando me acuerdo, siento terror. Ocurrió en una ocasión en la que me encontraba en el interior de un coche con un compañero de facultad. Estábamos en una zona boscosa por la que no pasaba un alma; y, lejos de estar desnudando nuestros cuerpos (como puede sugerir el decorado), en lo que nos aplicábamos era en quitarle la ropa a nuestros espíritus y explayarnos el uno con el otro.
Entonces giré la cabeza y los vi. Era una partida de cazadores; un conjunto de hombres armados con escopetas que venían hacia donde nosotros estábamos. Alguien a quien no habíamos oído llegar y que, de pronto, encontrábamos a nuestro lado. Unas personas que nos tenían enteramente a su merced...

Unas zapatillas de color oro viejo


Hace poco, cuando paseaba por las calles de una pequeña ciudad, me topé con una tienda de ésas, de precios más baratos, que todos llamamos outlet. Era de calzado; y, como necesitaba unas zapatillas de cuña de esparto, entré para ver si las encontraba. Tuve suerte, e inmediatamente di con las que parecían ideales para mí: de color azul marino y con el talón y la punta de arpillera.
En el momento de ir a pagar, la dependienta me advirtió de que, junto con esa compra y por sólo diez euros más, podía llevarme un segundo par de zapatillas; pero, eso sí, tenían que ser de las que había en determinado expositor.
Como me pareció interesante la oferta, dirigí la vista hacia ese calzado que prácticamente regalaban; y, como era de esperar, me encontré con una serie de adefesios. Pero, mirando y mirando, en medio de todos ellos descubrí un modelo que me pareció bonito y lo adquirí. Era de color oro viejo; y llevaba, en la parte de arriba, tres margaritas de un amarillo más claro.
Ahora, unos días llevo las zapatillas azules y otros las doradas. Y me ha ocurrido que personas que han alabado las segundas, calificándolas de preciosas, ipso facto han bajado su estimación y las han dejado en simplemente “monas” cuando se han enterado de su precio.

domingo, 9 de junio de 2019

Un paseo vespertino por el ayer


Charles Aznavour tiene una canción maravillosa que se titula “Ayer cuando fui joven”. Esta composición ha estado en mi vida desde la pubertad; y, a partir de ese tiempo en que los recuerdos empezaron a contar, cada vez que la oigo me invade la nostalgia.
Ahora tengo el disco sencillo entre las manos. Si lo pongo en el picú y dejo que la voz del cantante se esparza por la habitación, diversas imágenes de los años vividos aparecen en mi cabeza; y, junto con ellas, las sensaciones que entonces me causaron. 
Noto el sabor ácido del albaricoque verde como en el tiempo en que esa fruta sin madurar me chiflaba; el subidón de adrenalina que me producía el tirarme corriendo por una montaña abajo de la mano de una hilera de personas; el dolor que sentí cuando, a finales de un agosto, el chico del que me había enamorado ese verano tuvo que volver a la ciudad...
También me acuerdo de una minifalda de color rojo con cinturón ancho de hebilla; y de la primera vez que “los mayores” nos invitaron a un guateque a mis amigas y a mí.    De rosarios y novenas; y hasta de comulgar los nueve primeros viernes de mes, para tener la garantía de que no iba a morir en pecado mortal...
Y mientras Aznavour sigue cantando, en mi avanzar por el pasado yo ya he llegado a la Universidad. Experimento lo bien que me sentí en ella desde el primer momento; la sensación de libertad y como pude expandir mis ideas. Traigo a la memoria a cátedros cultísimos que, además de su asignatura, te instruían sobre los temas más diversos. 
Recuerdo a los amigos que hice allí. Y los escarceos amorosos que tuve; lo colgados que nos quedamos el uno del otro después de cruzar la mirada; y la primera vez que sentí tus manos por debajo del jersey...  

La media naranja


Cuando los demás hablan de su media naranja, yo exactamente no sé qué quieren decir. ¿Se refieren a su alter ego o a su complemento? ¿A alguien que tiene las mismas virtudes y defectos que ellos, o a aquel que suple sus carencias? ¿A una mitad con la que estarían en permenente alternancia de admiración y rechazo, o a otra a la que acabarían tomando ojeriza por evidenciar sus imperfecciones?
El conviviente ideal ¿es el que tiene una capacidad de adaptación superlativa? ¿el que  termina aburriéndonos porque a todo se aviene? No lo sé; supongo que depende de la personalidad de cada cual.
Lo que sí asevero es que, en una ocasión, me encontré con una creatura imposible de catalogar. Sucedió en una iglesia de Orihuela, en la Semana Santa de 1972. Yo estaba allí contemplando los pasos que iban a sacar en la siguiente procesión; y, de pronto, una voz a mi lado comenzó a verbalizar mis pensamientos. Me volví asombrada, y vi a un joven rubio y bien parecido que me sonrió; y, tras ello, hablamos y hablamos, reconociéndonos uno en el otro y llegando a perder la noción del tiempo. Luego me propuso ir a cenar; pero como yo me iba de la ciudad aquella misma noche, le dije que no.
¿Será verdad que cada uno de nosotros tiene una media naranja garbeando por ahí..?

El día en que me sentí estafada


Hasta hace un mes hubiera asegurado que, en cuestiones de amor y de amistad, siempre había sido correspondida. Pero después de esa fecha, y a raíz de un chasco que me llevé, pienso si no soy una pobre ilusa a la que han engañado muchas veces.
En esta ocasión a la que aludo, descubrí que un amigo muy querido no había respondido con igualdad a la franqueza y lealtad que yo siempre le había demostrado; y, por increíble que parezca, el susodicho había permitido que viviera en el error durante años. 
Cuando me enteré de la verdad sufrí una especie de choque, y lo primero que me dije fue ¡qué tonta he sido! Luego, con el paso de las horas, la impresión de haber sido estafada se apoderó de mi ánimo; y la indignación y la rabia comenzaron a aparecer. 
Ahora, toda yo soy un revoltijo de sensaciones. Aparentemente, el cariño que sentía hacia el amigo traidor no se ha deteriorado; pero no sé lo que ocurrirá con el paso de los días. En mí anida la decepción, la incredulidad, la pena, la incomprensión... 

Ejercitando la memoria


A veces, cuando estoy en el pueblo, me pongo a hablar con personas de mi misma edad, y aún más mayores, de hechos que sucedieron en tiempos remotos. También, de esas voces desusadas que nombran cosas que ya no utilizamos; y de aquellas otras que, dando muestras de ser unos esnobs, muchos hispanohablantes han desechado y sustituido por extranjerismos. 
Mencionamos a aquellos que nos precedieron y han desaparecido; y sacamos a colación costumbres y hábitos que ahora resultarían insólitos. Y una servidora es la que suele recordar las cosas con más claridad. La que hace el pasado presente con tanto detalle y pormenor que deja a sus interlocutores maravillados.
Y no es que posea una memoria prodigiosa (¡qué va!); ni que esté describiendo la realidad pretérita dando curso libre a mi imaginación (faltaría más). Lo que ocurre es que, cuando me fui del pueblo, todo lo que me circundaba quedó registrado en mi cabeza como una foto fija y así ha permanecido desde entonces.