Esta mañana, en el autobús, he oído una sentencia que me ha provocado estupor y pena. La ha proferido un viajero que conversaba con otro sobre la relación que mantenía con su hijo, y decía así: “Para no tener conflictos con los hijos, la mejor manera de tratar con ellos es teniendo la boca cerrada y el monedero abierto”.
Y es que había que ver con cuánto despecho hablaba este hombre del comportamiento de su vástago. Contaba que vivía ajeno a su influencia; y que lo único que aceptaba de buen grado que proviniese de él era el dinero.
Según decía, el muchacho nunca le consultaba antes de tomar decisiones trascendentales; y si él, motu proprio, emitía alguna opinión, éste la ignoraba o directamente se enzarzaban en acres discusiones.
Soy de las que piensan (y practican) que la comunicación con los hijos nunca se debe perder. Que estos tienen que hacer su vida y acertar y equivocarse como hemos hecho nosotros; pero, por encima de todo, el amor, la consideración y el respeto tienen que prevalecer.