De pequeña, yo creía que el tiempo era la tierra de color rosa que caía de la ampolla de arriba a la ampolla de abajo en el reloj de arena de mi tía. También pensaba que las horas estaban aprisionadas en el reloj de cuco de mi abuela; y que el cuclillo, cuando se abría la ventana y salía, las dejaba escapar. Tenía por cierto que el campanero, con su repique, era el pregonero del tiempo; y las estaciones se me antojaban las cestas de una noria que giraba sin parar...
Luego aprendí a leer las horas en los relojes de pulsera, y con motivo de mi Primera Comunión, me regalaron uno. Era de ese modelo que venía en llamarse “de señorita”, y tenía la correa de piel negra. Me acompañó en los juegos de mi infancia, y debía de ser bueno porque le di muchos trastazos y nunca se rompió.
Posteriormente, cuando aprobé Preuniversitario, recibí un artefacto del tiempo de más entidad. La esfera era tan grande como las de los relojes que llevaban los hombres, y la correa de cuero seguía siendo negra. Lo llevé durante toda la carrera y fue el que marcó las horas en mis primeros amores. Y hoy, habiendo sido testigo de tantas cosas bellas, se resiste a morir en el fondo de un cajón.