Las hijas de la viuda Catalina se llamaban doña Elvira y doña Sol.
Doña Elvira era el prototipo de la femineidad, según se entendía entonces. Su piel parecía de nácar y tenía el pelo ensortijado; y, con su natural dócil y apacible, reunía las máximas cualidades que en aquellos tiempos se le solían exigir a una mujer. En el internado monjil donde había estudiado se había conformado con aprender piano y cómo comportarse en sociedad; y en cuanto alcanzó la edad núbil, se casó y empezó a procrear. Era la hija predilecta de la madre.
Doña Sol era la antítesis de su hermana doña Elvira. Poseedora de unas facciones asimétricas y de un pelo liso, su físico era difícil de catalogar. En el colegio hizo la enseñanza secundaria; y luego, impelida por sus inquietudes y el ascendiente del difunto veterinario, se trasladó a Madrid y se licenció en Filosofía. En el tiempo que nos ocupa, la susodicha trabajaba como historiadora colaborando con varias revistas del ramo; tenía treinta años; y estaba soltera y sin compromiso.