sábado, 22 de diciembre de 2018

Sobre la veracidad de nuestros escritos


¿En qué momento creéis que se puede escribir mejor sobre la pasión? ¿Cuándo uno es libre o cuándo se está dominado por ella?
En su novela “La otra comedia”, Somerset Maugham narra como Julia, una actriz de  mediana edad, interpreta maravillosamente el papel de mujer enamorada. Pero cuando ella realmente es presa del amor (y se cree más capacitada para hacer el personaje), su actuación resulta fingida e incluso ridícula.
Y de esta obra me he acordado hoy, cuando he estado hablando con un amigo sobre la veracidad de nuestros textos. Él, que escribe como nadie sobre el dolor, me ha confesado que nada de lo que aparece en sus relatos es cierto. Y yo le he dicho que ya me lo imaginaba; que un sentimiento que puede expresarse de una manera tan convincente no puede (o no suele) ser verdadero.

Robustiana se sincera


Si no fuera porque iba a quedar fatal, antes de entrar a la ceremonia le pediría a los invitados que dejaran los teléfonos móviles dentro de una caja preparada al efecto. Y no es que pretenda preservar una exclusiva (faltaría más), sino que así podría relajarme ante la certeza de que mi imagen no iba a ser expuesta en la Internet.
Y además, está la cantidad de profesionales con los que parece necesario contar para que todo quede bien. Cada vez que me caso me encuentro con más. En mi primera boda, con la modista y la peluquera de toda la vida; un primo que me hizo las fotos; y otro que puso los discos en el convite tuve bastante. Pero ahora, no puedo prescindir de un vestido de tal firma; maquillador y estilista; fotógrafo; disc-jockey...
Sinceramente, mi presupuesto es muy limitado y no sé de dónde va a salir el dinero para tanto. Cada vez que contrato a un nuevo profesional, tengo que reducir en diez la lista de invitados. En este momento están seis a catorce. A este paso, al final quedaremos ellos y yo.

Las ganas de reincidir de mi amiga Robustiana


El mes que viene se casa Robustiana. Aunque es la cuarta vez que lo hace, está viviendo el momento con mucha intensidad; y al ser muy expansiva, nos está contagiando a todos su entusiasmo.
Como es cantante y compositora, Robus se ha costeado la grabación de un elepé. Con él piensa obsequiar a los invitados a la boda; y el regalo lo completará con unas cobijás en miniatura por ser ella vejeriega.
Yo voy a hacer la crónica del evento. Para mí es un honor y una responsabilidad. Intentaré cumplir el encargo con brillantez y sin cometer muchos yerros.
Ayer, para hablar del asunto, mi amiga y yo nos encontramos; y para entrar en materia con más facilidad, nos tomamos unas copitas de Aromas de Montserrat... 

Una lumbalgia


Tengo motivos para estar alegre y, sin embargo, me siento abatida. Hace unas semanas, cuando estaba a punto de realizar un proyecto muy ilusionante, una lumbalgia me lo impidió; y ahora, físicamente estoy bien, pero tengo el ánimo por los suelos.
Al principio parecía que mi cuerpo y mi mente habían dejado de tener relación. Si estaba acostada, por ejemplo, no podía reprimir el ímpetu y el deseo de actuar; pero, cuando ponía el pie en el suelo, me sentía morir. Era como si en mí concurrieran la fuerza absoluta y la incapacidad total. Por primera vez en mi vida percibía mi cuerpo como una cárcel.
Luego, poco a poco, fui mejorando y sintiéndome más capaz. Supongo que en algún momento del proceso cabeza y cuerpo concordarían, pero ahora vuelven a no armonizar. En este tiempo podría bailar un twist, pero mi inmovilidad psíquica me lo impide. Cuando salga de este bajón volveré.

Historia de un anillo


Cuando abrí el estuche y vi el anillo, pensé que jamás había tenido ante mis ojos una joya tan hermosa. Admiré su sencillez, y tuve la sensación de que era muy valiosa. 
Llena de amor, rodeé el cuello de mi novio con los brazos y le di un beso en la mejilla; después, me coloqué aquella preciosidad en el dedo anular de la mano izquierda y me pasé la tarde contemplándola.
A partir de ese día, lo único que veía por la calle eran manos de mujeres adornadas con sortijas. Y aunque algunas resplandecían más que la mía, ninguna la igualó nunca en belleza.
A diferencia de la alianza (que tiré por la ventana en la primera riña que tuve con mi cónyuge y que nunca pude recuperar), este anillo se me incrustó en el corazón y lo llevé siempre conmigo. Me inspiró las mejores ideas acerca del querer y fue testigo de un tiempo espléndido. 
Pero al cabo de algunos años, un día de invierno, el frío contrajo mis dedos y lo perdí. Entonces sentí abrirse el suelo bajo mis pies y ya nada fue lo mismo.

El calendario de mi cocina


Cada diciembre, en estos días, voy a determinada librería y me compro un calendario católico del año que está por llegar. Cuando lo tengo en la mano, lo primero que hago es mirar en que fecha cae la próxima Semana Santa; y luego, lo enrollo y lo dejo en un anaquel hasta que llegue el momento de colgarlo en la cocina.
Entonces, cuando penda en la pared, entre mi almanaque y yo se establecerá una interlocución que durará 365 días. Él me enterará de los tiempos litúrgicos y de las festividades religiosas y civiles; y yo le fiaré todo lo que he de hacer y a los lugares donde tengo que acudir.
Él se quejará de tanto redondel como pongo alrededor de sus días, de tantas notas y de tanto manchurrón. Y yo le diré que se calle, porque con quién va a interactuar mejor que conmigo...

Una mujer frugal


Mientras saborea un apio, Micaela mira una revista. En las páginas de la izquierda encuentra, perfectamente ilustrados, anuncios de manjares que nos incitan a atracarnos de comida en estas Fiestas. Y en las planas de la derecha, consejos para perder los kilos ganados con el atiborramiento anterior. Fechas de comidas pantagruélicas seguidas de días de ayuno... 
Evidentemente, Micaela se pone a reflexionar sobre lo absurdo del comportamiento humano; y esto ocurre cuando, después del apio, se come una naranja agria y alcanza el culmen del disfrute.
¿Cómo es posible que alrededor del adelgazamiento prospere una industria tan floreciente, se pregunta nuestra amiga? ¿no sabe la gente que, salvo que existan problemas de salud, la mejor manera de mantener el peso debido es aplicando el sentido común?
Y es que, en cuestiones de comida, Micaela es una descastada. En un país en el que todo se celebra comiendo y bebiendo, no se permite un extra jamás. Ya puede ser Nochebuena o Navidad; cumpleaños o santos, que ella siempre es parca en comer y abstemia. Y como sus sabores preferidos son el agrio y el amargo...

Volver


Cuando eres joven, te vas de los sitios y ni te pasa por la cabeza que alguna circunstancia te pueda impedir regresar. Pero ahora, de mayor, sientes que volver no va a depender sólo de tu voluntad, sino también de tu cuerpo. Por eso, cuando abandonas un lugar y le dices adiós a la gente que lo habita, lo mejor es no poner fecha al momento del reencuentro; o, en todo caso, condicionarla a que no surjan quebrantos de salud.
Y si el retorno lo piensas hacer en invierno y acompañado de alguien de tu quinta, conviene que te llenes de paciencia porque probablemente tus planes resulten fallidos; o, como mínimo, alterados.
En fin, amigos, que en esta etapa de nuestra vida, cuando no tenemos una cosa tenemos otra. Kempis acuñó la frase “El hombre propone, y Dios dispone”. De un dicho de Catón el Viejo salió el refrán “El hombre propone, y la mujer dispone”. Y una servidora va a incorporar al acervo cultural su propia ocurrencia: “Los viejos proponen y los achaques disponen”.

Bendita austeridad


Estoy viendo en la televisión masas de gente bullendo en las calles. El locutor explica que se celebra el no sé qué; y yo, que no entiendo las palabras en extranjero que ha pronunciado, sigo escuchando. Me entero de que lo que se festeja es el consumismo y que se preven cifras récords de ventas ¡y todo esto en vísperas de Navidad! me digo.
Y es que , dejando aparte lo ridículo y lamentable que resulta adoptar costumbres foráneas (y más si son de este jaez), yo me pregunto qué compra la gente y con qué. Porque admito que si necesitas algo, aproveches una oferta para conseguirlo; pero este afán por comprar y comprar me parece funesto.
El comercio se lucrará hoy, pero también lo hará en enero, febrero, marzo, abril... En cuanto pase Epifanía, una legión de terrícolas volverán  a sentirse vacíos e insatisfechos y comprarán a porrillo en Las Rebajas. 

sábado, 24 de noviembre de 2018

El marido de Dolores


De pequeñas, los cinco años que nos llevamos Dolores y yo nos impidieron ser amigas. Pero ahora, en la madurez, cuando esa diferencia ya no implica nada, nos hemos hecho íntimas.
Ella tiene su modo de ser y yo el mío; aunque, como además de hablar el mismo idioma, usamos el mismo código, nos entendemos perfectamente y nos sentimos muy cómodas la una con la otra.
Dolores enviudó hace unos años. A menudo me habla de su marido y, verdaderamente, la vida de éste parece sacada de la novela “El filo de la navaja” de Somerset Maugham. Como Larry, el protagonista, anduvo por muchos lugares tras ese arcano que algunos identifican con la felicidad y otros con la sabiduría; y, como él, era tan espiritual y poseía tanto equilibrio que parecía estar por encima de las miserias de este mundo.
Cuando se casó con mi amiga, aportó al matrimonio esa riqueza inconmensurable que tenía en su interior, y entre los dos hicieron cosas muy grandes. Como ella era profesora de Literatura, unieron sus fuerzas y se dedicaron a investigar y a escribir libros de Historia. Hoy, son varias las obras que existen firmadas por ambos.

Buscando a Caravaggio en Montserrat


Si hay un sitio donde se une lo local con lo universal y la naturaleza con el espíritu es Montserrat.

A Maricarmen

Uno de los lugares que más me gusta visitar es Montserrat. Soy devota de la Virgen; pero es que, además, el entorno es mágico y me atrae irresistiblemente. Me encanta en cualquier época del año y con todas las luces del día; aunque puesta a elegir, me quedo con un sábado de otoño a eso de las cuatro de la tarde.
Siempre dejo el coche inmediatamente después de pasar el parquímetro. Así, entre otros peregrinos, recorro la cuesta hasta el Monasterio mientras me imbuyo de espiritualidad. Al llegar arriba, me siento en un banco delante de la Moreneta y allí permanezco un rato con el ánimo suspendido. Luego cumplo los encargos que me han hecho las amigas que viven lejos de Barcelona: enciendo una candela; subo al camarín de la Virgen; visito el Caravaggio del Museo (tengo una allegada a la que le encanta este pintor)... 
Y, finalmente, me como el bocadillo que llevo en una bolsa y camino por una de las rutas fijadas.

El numerito de Obdulia


Ayer, mi amiga Obdulia y su marido fueron con sus consuegros y con los hijos respectivos a elegir el menú de la próxima boda de éstos, y todo acabó como el rosario de la aurora.
Obdulia es muy marimandona, y pretende que siempre se haga su voluntad; pero como ni su hija ni su yerno son dóciles, todos lo preparativos están resultando de lo más desagradable.
Se le metió en la cabeza que el color del traje del novio tenía que ser azul noche por considerarlo el súmmum de la elegancia. Pues bien, cuando a  punto de iniciar la cata se enteró de que iba a ser gris oscuro, se le cerró la garganta y como no podía tragar tuvieron que retrasar el empiece de la comida. En este interín, y sin poder disimular el berrinche, se llevó a su hija al cuarto de baño para darle las quejas; y, cuando ésta le contestó que su novio tenía igual derecho que ella misma a escoger su indumentaria, se encontró sin argumentos.
Total, que cuando por fin se le abrió la garganta y pudieron pasar a la degustación, Obdulia se volvió a enfadar porque no iba a ser su opinión la que más contara. Y como la estaba sacando de quicio ver al marido y a los consuegros comiendo y bebiendo sin parar, y pasándoselo bien, se levantó y se fue del restaurante dejándolos a todos pasmados.
Después, entre el resto de comensales todo fue disenso y acabaron por desbandarse (la hija y el padre por un lado y el chico con los suyos por otro).

Nunca sin el bolso... ¡ni sin las gafas de sol!


Siempre me fascinó el estilo con que Grace Kelly llevaba el bolso; su manera de asirlo; cómo lo dejaba colgar de su muñeca... Y esta atracción irresistible se ha visto reflejada en mi preferencia por este tipo de complementos y en mi modo de portarlos.
El primer bolso que tuve era de charol, y más que bolso era bolsito. Me lo compraron allá en mi niñez, en una caseta de las que ponían en las Fiestas del pueblo. Apenas recuerdo cosas de aquellos días, pero sí que me veo sentada en la barrera de una plaza de toros portátil con mis amigas, tirando nuestros bolsos a la  arena una y otra vez. Supongo que esto ocurría antes de que empezara la lidia, y que los toreros o banderilleros que nos los devolvían, además de valentía, estaban cargados de paciencia.
El que tengo ahora es de marca, pero como lo adquirí en unos saldos me resultó muy barato. Es de color burdeos y con la tapa negra; y viene a ser el modelo estándar de bolso con asa. En él llevo algunos paquetes de pañuelos de papel; un lápiz con el capuchón de un bolígrafo; las gafas normales de ver y las negras de lucir...

Año 1970 – Aquella habitación


Hace un rato, oyendo a Antonio Machín cantar “Corazón loco”, he pensado que si él puede explicar una relación simultánea con dos mujeres, también puedo hacerlo yo con dos hombres. Allá voy. No os riáis, por favor.

En aquel apartamento sin muebles me encontraba contigo. Estaba cerca de la Plaza Molina; y las únicas cosas que contenía eran una manta en el suelo, un tocadiscos y algunos elepés. Allí dentro teníamos nuestra vida secreta. Ésa en la que no había nada determinado y en la que no existía el antes y el después. Como dueños absolutos de nuestros cuerpos, éramos nosotros los que fijábamos cada tarde los términos de la mutua entrega; y transgredíamos la reglas del orden establecido una y otra vez...
Y fuera de aquella casa estaba mi vida pública, convencional y con proyecto de futuro. La que correspondía a una universitaria veinteañera y con novio formal. Esa vida que me oprimía y no me dejaba respirar.

La omnipresente creatura


Desde que nos conocimos, mi nuera y yo hemos tenido un comportamiento intachable la una con la otra; aunque ha bastado un pequeño yerro por mi parte para enturbiar la relación. Yo la respeto y le tengo cariño porque es una bonísima persona y hace feliz a mi hijo; pero el hecho de que no pueda hablar con éste sin estar ella presente me saca de quicio. Y no es que la muchacha sea ubicua o que se inmiscuya en ningún asunto; el problema es que siempre están juntos y eso dificulta el que yo pueda verme a solas con mi vástago.
El otro día, cuando la hacía erróneamente fuera de la habitación donde yo me encontraba con mi marido, aludí a ella llamándola la omnipresente creatura y me oyó. Y ahora, la desconfianza se ha interpuesto entre nosotras y no sé como desfacer el entuerto.

La florera Catalina y el Festival de Canet


Siempre se ha dicho que de las personas flacas salen pocas sonrisas; pero la florera Catalina debe ser una excepción, porque es de pocas carnes y se ríe mucho. En su establecimiento siempre hay tertulia; y los parroquianos, además de intercambiar noticias relativas al pueblo, alivian su ánimo con una charla insustancial o despotricando de los políticos.
Ahora, y para relanzar la florería, Catalina ha convocado un concurso de microrrelatos bajo el epígrafe “Cuando dijimos adiós”. Aclara que cada escritor puede elegir de qué o de quién se despidió; y que el único requisito imprescindible para concursar es que el texto sea hermoso y sugerente como sus flores. Y para ilustrar este punto, ha incluido en el anuncio un escrito suyo titulado “Festival de Canet, 1975”.

En la sala de espera


A medida que se acerca el momento de la consulta, el miedo y la angustia me atenazan más. Soy un hombre, y de mí se espera que me comporte con gallardía, pero por dentro estoy muy nervioso y a punto de estallar. Pienso en si no sería conveniente acudir a un psicólogo para que me ayude a afrontar estos controles; aunque enseguida lo desecho, porque el único que me puede devolver el sosiego es el oncólogo con su sí o con su no.
Cuando hace unos días me extrajeron sangre para analizarla, sentí que la incertidumbre que hasta entonces había albergado mi cuerpo se iba a hacer certeza; y que esta certeza, en forma de número, iba a adquirir visibilidad.
Y ahora, mientras espero oír mi nombre por el altavoz, y para animarme, me digo que esa cifra que es indicio de lo otro no debe de haber subido mucho; porque si no, me hubieran llamado con antelación. Y para distraer más el miedo, observo las caras y el temple de los pacientes que entran y salen de las consultas. El recelo y la angustia que reflejan al entrar; y la felicidad o el abatimiento que exhiben al salir.

Homónimas


Una vez se dio la circunstancia de que mi escrito fue comentado por sólo tres personas, y las tres con el mismo nombre de pila. Para agradecerles la atención y hacerlo con equidad, lo que se me ocurrió en un primer momento fue dirigirme a cada una de ellas por su nombre y apellido. Pero sucedía que con una tenía una estrechísima relación y siempre la había nombrado anteponiéndole el María; a otra, salvo resultar impostado, no concebía otra manera de llamarla que con su nombre a secas... Así que fue a la tercera a la que me dirigí con más etiqueta.
Desde entonces, y como quiero resultar igual de agradecida y afectuosa con las tres, pienso en cuál sería la mejor manera de identificarlas. Con la primera, y por las razones expuestas, ya lo tengo resuelto. Pero con las otras dos, y no sabiendo si a  alguna se la conoce por alguna variante del nombre original, lo que me parecería más justo (aunque en el caso de una menos natural) sería añadir al nombre la letra inicial de sus primeros apellidos.
En fin, que esta mañana me he levantado pensando en las Cármenes y me han salido estas letras.

Mi desparpajo al hablar


Tengo la sensación de que mis palabras muchas veces os desconciertan; y, para que esto no ocurra, quiero explicaros un poco cómo soy. Yo me crié en un ambiente intelectualmente avanzado y de lo más exigente en cuanto a preceptos morales. Y así, mi decir y mi comportamiento pueden resultar completamente dispares. Por ejemplo: uno de mis libros favoritos siempre ha sido “El fin de la aventura” de Graham Greene. Esta novela trata del adulterio entre un escritor y una mujer casada; de cómo pesa en la relación la condición de católica de ella; del remordimiento... Bien, pues el hecho de que la lealtad sea para mí un valor inquebrantable no me impide reconocer el mérito de esta obra; comprender la situación y hasta identificarme con los personajes.
Y luego están las palabras que a veces utilizo para darme a entender. Os diré que no me gusta la grandilocuencia; que paso de esa solemnidad con que viene envuelta frecuentemente la estupidez; y que intento expresarme con naturalidad. Conozco el lenguaje académico, el coloquial y el malsonante. Puedo hablar en román paladino y de manera enmarañada; en castizo y con extranjerismos..., y escojo siempre lo que me parece mejor.
En fin, que a riesgo de herir alguna sensibilidad (y por lo cual pido perdón), espero poder seguir hablando con total desembarazo. 

Los lectores y la madrugada


Ayer me acosté cuando aún era la tarde, y hoy me he levantado en el tiempo anterior a la madrugada. Estoy en medio de un silencio que sólo rompe el tictac del reloj y en mi cabeza hay un batiburrillo de ideas inconexas que pugnan por ser desarrolladas y llevadas al papel. Inmersa en este caos en el que no sé si hablar de las relaciones entre suegra y nuera; del ahogo que me provoca todo lo que huele a organización; o de las exigencias morales que condicionan nuestro proceder, me acuerdo de los lectores y a ellos voy a dedicar estas líneas.
Pienso en los que hoy las leerán y en las diferentes maneras que tendrán de corresponderme. En aquellos que me emocionarán con sus palabras y en los que me harán saber con sus elocuentes silencios. En los que manifestarán su parecer valiéndose de un emoticono y en los que no dirán ni mu pero volverán a dejar su huella en mi lista de lectores; en los que disfrutarán y en los que se aburrirán; en todos aquellos que me dedican su tiempo con infinita paciencia...

Llueve


Probablemente me tachéis de hereje, pero os quiero confesar que a mí no me gusta la poesía. Sé que se la juzga la forma de expresión más elevada, pero yo no soy capaz de apreciarla. Quizá me falta talento...
En la biblioteca de mi casa había libros de los más excelsos poetas y de pequeña los leí; pero en la adultez, mi deseo vehemente de leer lo satisfago siempre con prosa. Los versos sólo consiguen emocionarme cuando se hacen canción. Y así, si leo “Balada de otoño” de Antonio Machado, lo más seguro es que no sienta ni frío ni calor; pero si es la voz de Joan Manuel Serrat quien dice “Llueve, detrás de los cristales llueve y llueve...”, entonces sí que me conmuevo. Y lo mismo me pasa con “Como tú” de León Felipe y Paco Ibáñez; y con “Elegía a Ramón Sijé” de Miguel Hernández y Serrat...
Una de mis mejores amigas es muy amante de la poesía, y este tema no lo tocamos nunca por lo que pueda pasar.

Mi vecino Jacinto


Mi bicicleta era de color verde; y, como todas las de las niñas, no tenía barra. Cuando   me la compraron, me la llevé a una cuesta cuyo declive me permitía coger impulso; y allí estuve probando y probando hasta que conseguí mantenerme en equilibrio sobre ella. Pronto pude recorrer el pueblo y los alrededores; y de los pinitos del comienzo pasé a guiarla con bastante destreza.
Pero la bicicleta que a mí me gustaba era la de mi vecino Jacinto. Ésta era negra, alta y con barra, e ir en ella me daba sensación de poderío. Como el susodicho era muy antipático, para conseguir que me la prestara tenía que darle dos albaricoques verdes del árbol que teníamos en el patio o tres tebeos del Capitán Trueno o del Jabato; pero yo hacía el trueque de buen grado, porque conducir aquella máquina me encantaba.
Un día, yendo por una pendiente muy inclinada, los frenos de la bicicleta de Jacinto no funcionaron y me di un trompazo monumental. En mi trayectoria hasta chocar con unos haces de alfalfa, me llevé por delante unos botijos que se secaban al sol; pude esquivar un cercado; y casi me caigo en un pilón.

domingo, 28 de octubre de 2018

Un par de erizos


Perdonad la inmodestia: yo soy una buena persona. Y haciendo verdad esa expresión que dice “Dios los cría y ellos se juntan”, José, el hombre que está a mi vera, también lo es. Y ahondando más en el asunto, os diré que nuestra bondad no es de las que llenan el  vacío, sino de las que coronan la plenitud. Somos honrados a carta cabal; y, siendo nuestra economía modesta, una vez que nos encontramos una gran cantidad de dinero en un pasillo del metro, fuimos derechos a llevarlo a la Policía. Pocas horas después, la persona que había perdido ese capital nos llamó a casa inmensamente agradecida.
Pero como nadie es perfecto, alguna falta teníamos que tener; y ésta no es otra que nuestra falta de calidez. Sí, amigos: mi marido y yo somos adustos (yo más que él). Los que nos conocen de siempre ven con impasibilidad nuestro desabrimiento, pero a las nuevas relaciones hay que advertirlas.

La pantalla indiscreta


Durante el tiempo que estuve en mi casa con la pierna quebrada, en vez de dedicarme a espiar a los vecinos como hacía James Stewart en “La ventana indiscreta”, me apliqué en observar a los miembros de una web. Leyendo lo que publicaban en la misma, una persona de tanta agudeza como yo enseguida consiguió verlos desnudos; y, a partir de ahí, se convirtieron en mis cobayos.
En unas cartulinas que compré fui anotando las ansias y frustraciones de cada uno y todos los datos relativos a su personalidad; y, para no confundirme, hice coincidir las  características de ésta con el color de aquéllas. Así, la información sobre Fulanito Melancolía aparecía en la tarjeta gris; la de Menganita Serenidad en la verde; la de Zutanito Vital en la roja... 
Cuando me aburrí de ser un simple mirón comencé a experimentar, y, verdaderamente, mis conejillos no me defraudaron. Como me tenían por el oráculo por haber dado muestras de sabiduría, mis opiniones eran las que más importaban; y así, con un mero emoticono podía exaltar los ánimos de esos tontos vanidosos o sumirlos en la más profunda depresión. Tampoco me costó mucho hacer aparecer las envidias y las mezquindades entre ellos; y si no es porque lo de la pierna se solucionó antes, hubiera acabado con la página de tanto como la enrarecí.

¡Cómo me río!


Dentro de unas semanas, mi menda y sus dos mejores amigas van a interpretar, en un convite de bodas, la pieza “¡Cómo me río!”, de Muchachita Posete. Concretamente, su actuación tendrá lugar entre el aperitivo y el primer plato; y, para la ocasión, piensan llevar una indumentaria muy psicodélica.
Quizá sea útil, para los que se pregunten a que se debe tan insólito comportamiento, que explique de qué va el asunto. En muchas bodas, el resultado de la celebración se fía al albur. Se cuenta con el gracejo natural de algunos invitados y la desinhibición alcohólica de otros para mantener animado el jolgorio; pero en ésta no. En ésta, todo estará preparado. Sin que lo anterior estorbe, contrayentes, camareros y convidados nos vamos a convertir en actores y cantantes para lograr que el evento devenga en un gran musical.

Formación Hombres


Las clases se decían de Formación Humana; pero las alumnas, con mucha guasa, las llamábamos de Formación Hombres. En ellas, de un modo vago e impreciso, se nos hablaba de la relación con los hombres dentro del matrimonio; y todo resultaba alucinante porque, entre otras cosas, las impartía una monja.
Al arcano que conturbaba nuestros sueños (y que deseábamos abordar), la Hermana nunca se refería; y, cuando alguna discípula aludía al tema, de su parte todo eran efugios para soslayarlo.
Después de un montón de clases y de mucha oscuridad y confusión, lo único que pudimos deducir fue que, al casarnos, contraeríamos una obligación que la Sor era incapaz de especificar, y cuya recompensa serían los hijos.
Y así estuvimos hasta que, un día, una de las mayores apareció en el colegio con una misiva en la que se explicaba, con todo lujo de detalles, una noche de bodas. El lenguaje tan explícito de aquella epístola me hirió; pero en cierto modo, me ayudó a salir de las tinieblas.

Si tú supieras


A veces, cuando visito un camposanto, me imagino que los espíritus de los muertos que alberga permanecen allí. Si sucede que el cuerpo yacente es el de una persona insigne, tengo la sensación de que su alma corretea por los alrededores con ganas de chanza. Y, si además se trata de alguien de quien soy admiradora, la fantasía puede ser tan intensa que me parece estar viéndolo. Es lo que me ocurrió en el Cementerio Père Lachaise de París. Por un momento tuve delante la imagen de Édith Piaf cantándole “La Vie en Rose” a Théo Sarapo; y, al rato, Oscar Wilde me guiñó un ojo como queriéndome decir “si tú supieras...”
En el Cementerio de Collserola, cerca de Barcelona, en esa necrópolis con bloques y bloques de nichos ocupando la montaña, la mayoría de los espíritus, al menos para mí, no tienen nombre ni apellidos. Me los figuro bajando para el llano, en una procesión interminable, a la manera de esos desfiles de modelos en los que ninguno parece tener individualidad.
¿Y  los espíritus de Montjuic (Barcelona)? ¡Esos sí que tienen buenas vistas!
Y a los de mi pueblo los revivo cada vez que los recuerdo...

La confesión de Erótida


Aunque tengo títulos académicos para dar y tomar, cuando alguien me pregunta que qué soy, yo le respondo que jotera. Y es que, de todos los papeles que he tenido que cumplir en la vida, y dejando aparte el de madre, el que más me ha gustado desempeñar es el de compositora de jotas. Es con el que más me he identificado; en el que he dado lo mejor de mí misma y con el que me he sentido completamente realizada.
Sin preparación específica para mi labor creadora y con sólo mi acervo cultural, me atrevo hasta a componer jotas de picadillo. Y esto no ocurre por arte de birlibirloque: sucede porque, cuando ejecuto esta tarea, mi capacidad se junta con mi inclinación y mi entusiasmo no tiene límite.
De lo que más orgullosa me siento es de mis composiciones musicales. Y ahora, además, por fin tengo una profesión que poner en la lápida que guarde mis cenizas.

Sin presencia de ánimo y con ella


Una vez, cuando era joven, resbalé en medio de la planta de unos grandes almacenes y me caí cuan larga era. El costalazo fue monumental, pero lo que verdaderamente me dolió fue lo ridícula que me sentí y el menoscabo que sufrió mi orgullo. Azarada, me levanté y me recompuse como pude; y, rápidamente, me alejé de allí completamente abatida.
Por el contrario, cuando hace unos días me encontré en otra situación comprometida, reaccioné con total serenidad. Fue en el momento en que, comiendo con personas empingorotadas, un pedazo de solomillo que acababa de cortar saltó del plato y vino a parar a mi halda. Lo hizo acompañado de un desparrame de salsa y causando gran ensuciamiento; pero yo no me inmuté. Con naturalidad, y sin mirar al resto de comensales, pedí al camarero que me cambiara la servilleta llena de manchurrones por otra limpia, y seguí comiendo. Eso sí, no me privé de hacer un comentario ingenioso con mi vecino de mesa.

El mosquito y yo


Un día, estaba yo dormitando en un sillón y apareció un insecto con la pretensión de molestarme. Al principio lo ignoré porque su mediocre zumbido no merecía mi atención (ni por tanto la interrupción de mis dulces sueños); pero al final, no tuve más remedio que fijarme en él porque se puso insoportable.
Esto sucedió cuando el animalejo, espoleado por mi indiferencia, arreció su runrún y sus amagos de herirme. En ese momento, compadeciéndome de su insignificancia, le dije: ¿Pero no te das cuenta de que yo soy más grande que tú y que con un simple soplido te puedo dejar temblando?

miércoles, 10 de octubre de 2018

Malentendidos – Segunda parte. Malentendéis vosotros.


Creo que todos los que aparecemos en este espacio somos, en mayor o menor grado, exhibicionistas, vanidosos y temerarios. Cuando nos mostramos y nos sabemos escudriñados, nos da tal subidón que olvidamos el riesgo que corremos y las contingencias que se nos pueden presentar; y así, nos pasa lo que nos pasa...
Y una de las cosas que nos pueden pasar es ser malinterpretados. Cada lector tiene su modo particular de entender lo que escribimos, pero cuando lo que escribimos se interpreta tan erróneamente que se llega a tergiversar, sentimos frustración, desconcierto, impotencia, rabia...
Presumo que, por nuestra edad, la mayoría de los que estamos aquí somos personas biempensantes y el colmo de la formalidad. Pero precisamente por eso, a la hora de crear hay que sacar los pies de las alforjas y volar. Yo particularmente lo necesito; es la manera que tengo de conservar la cordura y de no aburrir a los demás.

Malentendidos – Primera parte. Malentiendo yo.



Poco después de entrar en Post55, escribí un texto sobre los juegos amorosos en la juventud. Por el número de lectores que tuvo y los comentarios que recibió creo que fue un éxito; pero el motivo de sacarlo a colación no es porque quiera presumir, sino para hablaros de uno de estos comentarios.

Se trataba de un parecer sobre la necesidad que tenemos las personas mayores de amar y ser amados. Y yo, que en aquellos momentos era una novata en esto de las webs; que no os conocía; que quizá estaba malhumorada por vaya usted a saber qué cosa..., malinterpreté aquellas palabras y respondí con total descortesía al autor de las mismas.
Hoy, esta persona probablemente ha olvidado mi patochada, pero os puedo asegurar que yo la tengo clavada en la memoria. 


En pos de mi cintura


Llevo tiempo buscando mi cintura, pero no logro encontrarla. No tengo ni idea de dónde puede haber ido a parar... La echo de menos porque, en lo que concierne a la estética, cumplía su papel. Me permitía andar con garbo; y, por cuanto me daba poderío, me añadía seguridad.
Ahora mi cuerpo es una masa informe, y cada vez que tengo que endomingarme lo paso fatal. El sábado que viene, por ejemplo, tengo que asistir a una boda y no encuentro qué ponerme. La falda lápiz la tengo que descartar porque no me entra; el traje de punto me hace parecer un saco de patatas; la falda de tergal es (y parece) del tiempo de Maricastaña...
Al final iré con el hato de costumbre: una falda ancha y un blusón.

Sin pan, pero con libro y película


Una vez, cuando aún solíamos pagar con dinero contante y sonante, fui a comprar comida a un comercio que tenía, nada más entrar, expositores con libros y películas. Me acerqué para echarles un vistazo y, en el primero, vi una obra de Bill S. Ballinger llamada “El diente y la uña”. Este título tan sugerente me cautivó el ánimo y, como soy una entusiasta de la novela negra, ipso facto lo adquirí.
Luego pasé a las cintas de vídeo. Aquí había infinidad de grandes películas, pero Cary Grant y Deborah Kerr me sedujeron desde la carátula de “Tú y Yo”, y esta empedernida cinéfila no se pudo resistir.
Cuando salí de aquella sección, todo el dinero que llevaba en el monedero para comprar alimentos había desaparecido, y no tuve ni para pan; pero volví contenta a casa dispuesta a leer el libro y a rever la película.
Y lo mejor fue el colofón que tuvo esta historia. Cuando llegué a casa y le conté a una amiga lo sucedido, ésta respondió: “¡Pero mira que eres rara, jodía!”

¡Jesús, María y José!


Micaela: ¿te acuerdas de cuando vimos aparecer aquel cochazo por la calle Mayor? Tenía una largura impresionante; era descapotable y alado; nos dejó sin habla...
Cuando estuvo cerca descubrimos que lo guiaba un hombre con bigote y patillas; y que traía dos pasajeras con vestidos muy llamativos.
Se detuvo en la puerta de la fonda y en un instante se formó un corrillo de curiosos a su alrededor, pero nosotras logramos colarnos y nos colocamos en primera fila.
Un vecino muy leído y escribido aseguró en voz alta que aquel vehículo se llamaba haiga; y cuando se puso a cuchichear con el hombre que tenía a su lado, conseguimos oír la palabra “pilingui”.
Para que no se nos olvidara, fuimos repitiendo el vocablo hasta la casa de tu abuela; y, cuando le preguntamos por su significado después de referirle lo sucedido, ésta se santiguó y mirando al cielo exclamó: ¡Jesús, María y José!
Todo esto debió de suceder por los años de 1960. Lo digo porque me parece recordar que nos faltaba poco para hacer la Primera Comunión. De lo que sí estoy segura es de que, en el momento en que vislumbramos el coche, estábamos jugando al tejo.

She


Ayer, cuando me enteré de la muerte de Aznavour, las notas de “She” se esparcieron por mi alma, y deseé estar en el antro donde bailé esa canción contigo. 
Ocurrió la tarde en la que tu insufrible novia daba una conferencia sobre no sé qué a los que entoces me parecieron un grupo de infelices. 
Fue la única vez que estuve entre tus brazos. El momento en el que te olvidaste de las barreras sociales y etarias, del Opus Dei, de lo que los demás esperaban de nosotros... e hiciste caso exclusivamente a tu corazón. Luego desapareciste. Me dijeron que estabas por America del Sur, pero no supe más. 
Quiero decirte que, para satisfacer mi anhelo irrefrenable, por la tarde cogí el coche y me planté en Bagur. Nuestro antro ya no existe: en su lugar hay algo tan prosaico como una ferretería; y el bar donde solíamos quedar para filosofar también ha desaparecido.
Después bajé a Sa Riera;  y, cuando me acerqué a la playa, descubrí en el otro extremo a un hombrecillo que parecía absorto en la contemplación del mar. El corazón se me desbocó por la emoción y el miedo. Y entonces, sin ser muy dueña de mis actos, volví despacito al coche y enfilé la carretera de Barcelona.

domingo, 30 de septiembre de 2018

El maleficio de Filomena


Cuando el realizado Braulio fue a visitar a la amargada Filomena, ésta lo invitó a sentarse en su mejor mecedora, le dio el parabién con su voz melosa y suave y le sirvió un vaso de güisqui de la verdad.
El susodicho, pese a ser un hombre cauto y a saber perfectamente que el mundo sería inhabitable si todos fuerámos francos, se desinhibió por completo y empezó a decir lo que verdaderamente pensaba mientras se mecía en el balancín. Y cuando su anfitriona quiso saber la opinión que ella le merecía, y él contestó que la encontraba afectada y empalagosa, ésta lo reprobó inmeditamente.
Posteriormente, como los efectos del mejunje no desaparecieron, Braulio emprendió una cruzada contra la hipocresía, las medias tintas y lo politicamente correcto; y,  como todos le hicieron el vacío, hoy vive aislado en una cueva a las afueras de la ciudad.

Ataraxia


Por como estaban los animales de revolucionados, pareciera que fuera a venir el fin del mundo. Las moscas habían invadido la casa y no nos dejaban vivir. Formaban nubes que oscurecían la atmósfera; y no dejaban de posarse en enseres, alimentos y comida. Para mayor desesperación, los malditos insectos se apelotonaban alrededor  de las cavidades corporales pugnando por introducirse en ellas, y esto nos obligaba a ir con mascarilla.
Y con las aves, reptiles y felinos sucedía otro tanto. Los pájaros irrumpían por las ventanas y ocupaban los anaqueles. Las salamanquesas, indiferentes a la presencia humana, trepaban por las paredes desnudas, cual si fuesen las señoras del lugar. Y los gatos saltaban la tapia del patio buscando pájaros y ratones.
Ante la ocupación animal y con el paso de los días, los habitantes de la casa fuimos perdiendo el juicio. Bueno, todos no: mi marido permaneció imperturbable.

Una monja de modales untuosos


Si hoy escribiera un diario, lo haría pensando en que, antes o después, iba a ser leído por un fisgón de esos que siempre acechan. Por consecuencia, omitiría todo aquello que atañera a mi intimidad, y me centraría en ser ocurrente y escribir con estilo. Resumiendo, que mi supuesto “diario” sería más un divertimento que un relato fehaciente de mi vida.
Pero hubo un tiempo en que sí escribí un diario de verdad. Fue cuando estaba en la pubertad y mi cuerpo empezó a transformarse. Entonces, toda yo me convertí en un revoltijo de sensaciones que me desconcertaban y me llenaban de vergüenza y desasosiego. Necesitaba verbalizarlos, así que los plasmé en el papel...
El cuaderno que contenía mis secretos venía siempre conmigo; pero he aquí que un día lo olvidé en el pupitre y una monja de modales untuosos me lo quitó.

Mi amiga va hecha un cuadro


Queridas Ángela, Carmen y Lucía: mi mejor amiga es una mujer de gran bonhomía, pero el hado no le dio la capacidad de reconocer la belleza, y la pobre tiene un gusto pésimo. Antes, cuando vivía de una pensión y no podía hacer dispendios, vestía con sencillez; pero, ahora que le ha tocado la lotería, parece un árbol de Navidad. Continuamente se está comprando ropa y accesorios ¡y todo se lo echa encima! Y como es grandota, el resultado es espeluznante...
El mes que viene estamos invitadas a una boda mañanera. Se trata de una ceremonia civil; y Sole, mi amiga, ya me ha anunciado que va a acudir con vestido largo, tacones muy altos y diadema. Yo nunca he alternado con la alta sociedad y no sé lo que se juzga elegante y chic, pero diría que ir como Sole no.
¿Qué debo hacer, compañeras? ¿Tengo que decirle a mi amiga que su vestimenta no es adecuada? ¿He de dejar que asista al evento con el traje largo y haga el ridículo? Aconsejadme, porque ella está muy ilusionada con su look y yo no quiero herirla bajo ningún concepto.

Mi primo Juan


Cuando pienso en mi primo Juan, me viene a la cabeza la imagen de los dos sentados en el alféizar de una ventana, escuchando música. Fue durante el último verano que pasamos juntos, y recuerdo que estuvimos hablando de psiquiatría, de sueños y de migas con uva.
El primer tema era recurrente: mi primo quería ser psiquiatra y las dos primeras cabezas que pensaba analizar eran la suya y la mía. A hablar de sueños nos incitó Mari Trini y su canción “Déjame”, que sonaba en ese momento en el tocadiscos; y lo de mentar las migas era obligado, pues esa noche íbamos a asistir a una cena en la que éstas se adivinaban el plato principal.
Mi primo y yo nos teníamos un cariño inconmensurable que no soy capaz de encasillar. Era diferente del que se puede sentir por los hermanos, por los amigos, por los amantes... Por mi parte estuvo libre de deseo, y doy por cierto que por la de él también. A partir de aquel verano nuestras vidas se separaron; y, hasta que él murió, sólo nos vimos en algunos eventos familiares. Y era en estas ocasiones, al abrazarnos, cuando los dos comprobábamos que nuestro amor seguía intacto. Esto nos llevó a pensar que perduraría siempre...

Un acerico repleto de alfileres de colores


Yo de pequeño me ajuntaba con las niñas. El mundo en el que se movían era con el que me identificaba, y no me costaba ningún esfuerzo conducirme como ellas. En cambio, todo lo que atañía al espacio masculino me resultaba hostil. Los chiquillos de mi edad me martirizaban con sus burlas, y me llamaban con nombres que me herían como cuchillos. Lo peor era cuando estaban en grupo y yo tenía que pasar por delante. Entonces, sabía que indefectiblemente sonaría la palabra maldita; y era tanta la ansiedad con la que la esperaba, que deseaba que la pronunciaran cuanto antes para así quedarme tranquilo. Llegué a coger tal aversión al sexo masculino que anhelaba que sólo existieran mujeres.
Mi refugio y el lugar donde mejor me encontraba era la casa de mi abuela. Allí tenía un acerico repleto de alfileres de colores; un costurero; y un busto de cartón piedra, sobre el que hacía los vestidos de hadas y de princesas con los que nos disfrazábamos mis amigas y yo.

Un artilugio de no mucha utilidad


Hace poco compré un televisor y, de resultas, estoy histérica. Mi antiguo aparato era pequeño y rudimentario, aunque para los programas que veía me bastaba con él. Lo tenía colocado en un rincón del cuarto de estar; y, cuando estaba encendido, los personajes que aparecían en la pantalla nunca la atravesaban ni invadían mi espacio. 
Pero ahora, con la nueva y gigantesca televisión (erré en las pulgadas que tenía que tener), ocurre todo lo contrario: los que salen en ella irrumpen por la fuerza en mi cuarto de estar y me comen. Les veo la cara con tanta nitidez que soy capaz de cuantificar los poros que tienen. Me abruman; me resultan asfixiantes...
Lo primero que hago por las mañanas es asomarme al cuarto de estar con la esperanza de que el armatoste, durante la noche, haya disminuido de tamaño; pero ¡qué va! ahí sigue igual.

viernes, 14 de septiembre de 2018

Tomar clases de baile de salón


En estos días que me invade la desgana, me acuerdo de aquellos sermones en los que los clérigos nos advertían de los peligros de caer en la molicie y nos apremiaban a luchar contra ella. Me pregunto si no estaré yo despeñándome  por ese detritus de descomposición espiritual que significa la grata pereza y no acabaré convertida en una gandula.
Durante toda mi vida he sido diligente y presta en el obrar. Pero ahora, esa fuerza que me impelía a hacer las cosas la siento con menos intensidad; y las más de las veces pienso que no merece la pena esforzarse. Siempre he sentido desdén por los remolones; y resulta que estoy comportándome como ellos.
He pensado aprender baile de salón. Quizá, si me decido, me ayudará a salir de este estado. 

Una situación pueblerina


En la ciudad, uno puede pasarse días enteros sin hablar con nadie. En cambio, en el pueblo esto sería imposible. A diferencia de la ciudad, en el pueblo no se concibe que dos personas que están próximas no entablen conversación; y así, lo habitual es estar todo el día de palique.
En las urbes, entre las creaturas que se conocen hay distancia; y uno sólo queda con los amigos de tanto en tanto. Por el contrario, en las poblaciones pequeñas todos estamos apretujados y nos vemos continuamente; no existe espacio ni tiempo entre nosotros.
Lo favorable de tal situación pueblerina es que nos es muy fácil relacionarnos con los demás; y ya se sabe lo beneficioso que es el trato para la salud. Y lo adverso es que si alguien nos hiere el amor propio, como no hay espacio ni tiempo para que se deshaga el agravio porque seguimos viendo a todas horas al ofensor, es fácil que éste acabe convirtiéndose en nuestro mayor enemigo. 

La soledad


Cuando estoy en el pueblo, algunas tardes veo un programa de la televisión regional que se llama “En Compañía”. Es un espacio que trata sobre la soledad; lo presenta el gran Ramón García; y los protagonistas son personas que buscan pareja.
En la conversación que mantienen con Ramón, los invitados van desgranando detalles de sus vidas hasta llegar al momento actual; y es en este punto en el que cada uno explica, a su manera, como vive este estado de pesar y melancolía.
Hay que decir que la mayor parte de los intervinientes no son personas ilustradas ni puede que tengan la mejor dicción; pero (o quizá por eso) hablan tan con el corazón que consiguen conmovernos.
A mí me gustó especialmente lo expresado por una profesora de Lengua jubilada. Manifestó que desde que había muerto su marido apenas hablaba con nadie, y que el vocabulario se le estaba reduciendo a gran velocidad.
Finalmente quiero mostrar mi admiración por Ramón García. Debe de ser tremendamente difícil conducir un programa de estas características sin que se salga de sus justos términos; y él lo consigue con creces.

La visita de Amarilis a un salón de belleza


No me gusta ir a la peluquería... ¡lo odio! Estar con la cabeza echada para atrás mientras me lavan el pelo es un tormento; con los rulos puestos me siento inerme ante el mundo; soy aprensiva y no me gustan las tijeras y los peines ajenos; el olor de la laca me confunde... 
Cuando mi pelo encanece me lo tiño yo; y cuando crece me lo corta mi marido. Pero hete aquí que, este verano, se me ocurrió ir al establecimiento que regenta mi amigo Evaristo. ¡No me quiero ni acordar!
Resulta que, cuando estaba en medio del salón, con el tinte en la cabeza y los babateles y las toallas colgando de mi cuello, empezaron a entrar familiares y amigos de Evaristo con la intención de tertuliar. Yo era la única clienta, y hacia mí se dirigieron todas las miradas. ¡Y venga saludos! ¡Y venga parabienes!
Quería hacerme invisible o volar, pero no sucedió ni una cosa ni la otra, y permanecí allí anclada al sillón. Y luego el tinte no me cogió y el pelo se me quedó más blanco que lo tenía. Pero... ¿cómo me podía prender con semejante panorama?
Este escrito se lo dedico a todos lo peluqueros; y especialmente a mi amiga...

Yves Montand en el sanctasanctórum de un mesón manchego


En la Mancha tenemos una comida que se hace con patatas y bacalao y que se llama atascaburras. Se puede tomar caliente o fría; y de esta última manera es como la pidieron Amarilis y sus amigos cuando, después de bañarse en el pantano, fueron a reponer fuerzas a un mesón. También comieron queso frito con mermelada y bebieron vino; y al acabar, el mesonero los invitó a entrar en su  sanctasanctórum.
Era éste un salón donde había una pantalla gigantesca para ver el fútbol; un tronco de árbol fosilizado llamado xilópalo y una gramola vetusta que parecía no funcionar. Pero cuando Amarilis tropezó, y sin querer le dio una patada, el artefacto se puso en marcha y de sus entrañas surgió la voz de Yves Montand cantando “Les Feuilles Mortes”.
Y qué momento mágico fue aquél... la nostalgia se apoderó de todos.

lunes, 27 de agosto de 2018

Segunda carta de la urbanita: el adefesio y yo


Cuando estaba sumida en el más completo aburrimiento, en esas horas tan morbosas de después de comer, me apoltroné en el sillón y me quedé traspuesta. Al rato desperté; y, como me sentí rehecha y con ánimo, me puse a hacer la cena.
En plena freidura, un par de gotas de aceite me salpicaron y me quemaron el pecho. Y yo, que soy una mujer de gran reciedumbre, demoré por unos instantes la aplicación de remedio, para fortalecerme con el dolor.
Después, cuando por fin empapé un paño en agua helada y me lo apliqué en una zona tan erógena, sentí placeres que tenía olvidados. Y la excitación se acrecentó en el momento en el que descubrí al adefesio observándome por la ventana.

Carta de una urbanita sin recursos intelectuales


Mi veraneo está resultando decepcionante. En este pequeño pueblo no existen las cosas que me divierten, y estoy sumida en el más completo aburrimiento.
Aquí el tiempo transcurre con exasperante lentitud, y el día se me hace interminable. Es cierto que no hay contaminación y que el calor no es tan sofocante como en la ciudad, pero la quietud y el silencio me ponen de los nervios. Si madrugo, y a las diez de la mañana lo tengo todo hecho, luego no sé como llenar el montón de horas que se me presentan por delante.
Para más inri, el sol achicharra y sólo se puede ir por la calle al amanecer y cuando está oscureciendo. Existe la opción de irse al bar a alternar con los lugareños o dedicarse al visiteo, pero ni una cosa ni la otra me entusiasman. Echo de menos el bullicio de la ciudad; y sobre todo ¡los centros comerciales!
Fíjate si estaré desesperada que he empezado a tener delirios eróticos con un vecino que, por cierto, es un adefesio.

Gente de orden


Aunque Amarilis y sus amigos son el súmmum de la circunspección, un día decidieron bañarse desnudos en el pantano de A. La causa de tan insólito proceder no estuvo en que de repente perdieran el juicio; el motivo fue que el sol los estaba achicharrando, que necesitaban ponerse en remojo urgentemente y que no llevaban bañador.
Cuando tuvieron que quitarse la ropa y meterse en el agua, la vergüenza los embargó y se mostraron torpes y sin glamour. Pero una vez dentro, se sintieron totalmente libres y derrocharon encanto.

El olor de la menta


Una noche, Lía y Segismundo nos invitaron a cenar en su jardín. Allí encontramos a Mario y Sara, que acababan de llegar de la ciudad; y claro, les contamos la anécdota de la guardilla. A Mario le pareció recordar que en “Luces de bohemia” aparece este vocablo; pero ni Lía ni yo, que somos buenas lectoras de Valle-Inclán, conseguimos ubicarlo.
Mientras comíamos tortilla de patatas con ensalada y bebíamos vino, hablamos de ese feminismo castrante (proclamado por algunos) que acompleja al hombre; y en este punto, Segismundo, un inteligentísimo varón, dijo cosas muy interesantes al respecto. 
Y cuando nuestros anfitriones sirvieron el postre (melón y sandía con chocolate fundido y licor), abordamos el tema de cómo afrontar el mundo de hoy con la mentalidad de ayer que los de nuestra generación tenemos. Aquí todos confesamos sentirnos perdidos a veces.
No sé si fue el vino o el olor de la hierbabuena lo que nos avivó, pero aquella noche todos estuvimos especialmente brillantes.

Un tonto envanecido


Siempre has sido un cursi, Heliodoro; pero desde que vives en la ciudad, tu afectación no tiene límite. Aquí en el pueblo nos es difícil aguantarte, y sólo lo conseguimos con buenas dosis de humor y socarronería.
Consideras que tus paisanos somos unos cafres pendientes de civilización; y, cuando estás entre nosotros, no dejas de pavonearte creyéndote superior. 
El problema es que el bagaje intelectual del que presumes no es más que un ligero barniz; y así, te pasa lo que te pasa.
El otro día, por ejemplo, corregiste a una lugareña cuando la oíste llamar al desván guardilla. Con tu insoportable pedantería, le dijiste que la palabra correcta para nombrar esa parte de la casa era buhardilla. E incluso, te permitiste deletrear el vocablo para hacerle saber que llevaba hache intercalada.
La mujer, que te conoce, con mucha flema te respondió que tan libre de error estaba guardilla como buhardilla, boardilla y bohardilla. Pero tú, que te has convertido en un tonto envanecido, te mantuviste en tus trece. Luego, sólo hubo que mirar el diccionario...

La Luna roja


¡Nooooooo! ¡Fuera de aquí, malandrina! ¿Cómo te atreves a conturbar mi éxtasis? Estoy en lo alto de este risco contemplando la luna, y vienes tú, con tu móvil, pretendiendo enseñarme un vídeo de tus nietos haciendo monerías. Los pequeños son  preciosos, pero no es el momento. ¿Por qué no tiras el teléfono al zarzal y dejas que la belleza del eclipse suspenda tu ánimo?

domingo, 24 de junio de 2018

Deslumbrada por el vil metal


Después de leer un artículo sobre los “influencers” y el dinero que pueden llegar a ganar, estoy pensando en convertirme en uno de ellos.
Sé que lo primero que tendré que hacer es vencer mi aversión a ser fotografiada; y lo segundo, hacerme un remozado para presentar una apariencia más moderna. Las dos cosas me van a costar, pero es tan grande el montón que entreveo al final del camino, que estoy bien dispuesta a llevarlas a cabo.
También sé que, como no soy conocida, tendré que dar el campanazo con algún otoñal famoso y salir en televisión a contarlo; aunque en todo esto pensaré cuando llegue el momento.
Ahora, lo que ocupa mi mente es el sinfín de cosas de las que puedo hablar: belleza, moda, alimentación, viajes... y si se tercia, incluso daré algún que otro consejo de índole sexual.
¡Adiós, amigos! Feliz verano a todos.

Una fuerza moral incontenible


Anteayer, en el encuentro, me preguntaron cúal es la técnica que utilizo para escribir, y yo contesté que acercarme con humildad a la lingüística. Mi respuesta desconcertó a los presentes, pero es que es la verdad: amo el lenguaje sobre todas las cosas y lo cuido con fervor. 
Cuando cojo el papel y el lápiz, no es porque algún episodio de mi vida me perturbe y necesite desahogar el ánimo. El motivo es que mi imaginación está continuamente trabajando y no me deja en paz; y que me fascina jugar con las palabras.
Para mí, escribir significa darle curso a una fuerza moral incontenible. Haciéndolo alcanzo el sosiego; pero como ocurre cuando eres víctima de una pasión, éste dura poco.

Una especie de terapia de grupo


Para una servidora, el encuentro de ayer fue una experiencia cuasi psicodélica. Los hechos vividos me hicieron sentir sorpresa, asombro, envidia, emoción... 
Sorpresa porque me resulta incomprensible y me maravilla que alguien pueda hablar de cosas personales en público. Y lo mismo digo en cuanto a exponer las ideas políticas o las creencias religiosas. ¡Y allí si se habló y se expuso! Pero todo fue dado a conocer con tanta naturalidad y sencillez que el resultado fue positivo y digno de aplauso.
Asombro y envidia porque nuestro amigo P. (como conductor del acto) estuvo hablando cuatro horas seguidas sin dar muestras de cansancio y sin que el interés de su plática decayera. Teniendo en cuenta que mi menda no es capaz de hablar más de cinco minutos (y esto con gran dificultad), imaginaos mi asombro ante este prodigio de las palabras.
Y emoción porque, al terminar el acto, cuando una tenía la sensación de haberse comportado como un bicho raro, se me acercó una mujer y me dijo que le encantaba como hablaba y que le gustaría tener mi libro.
¡Como esto siga así, en la próxima reunión cuento yo mi vida!

Dos deseos


Jamás he deseado ser más alta; ni más guapa; ni más lista... Pero sí que me hubiera gustado ser capaz de expresarme bien oralmente y tener una buena cabellera.
Mi timidez siempre ha supuesto un inconveniente cuando he tenido que hablar en público. Pero es que, además, nunca he logrado acompasar el pensamiento con las palabras. Y así, mi habla es a veces una especie de galimatías que desespera al que me escucha.
¿Y del pelo? ¿Qué puedo decir que no haya dicho? De joven lo tenía normal, pero ahora clarea sin control. Nunca salgo a la calle sin que mi marido, si está en casa, me diga si tengo a la vista alguna de las calvas de detrás. Sé que a muchas mujeres les ocurre lo mismo que a mí, pero esto no es un consuelo. Os confieso que cuando veo una cabellera afro, me quedo extasiada y muerta de envidia.

Un periplo por España


Fulano y Mengano se conocieron en casa de un amigo común y enseguida conectaron. Como además de hablar el mismo idioma habían bebido de idénticas fuentes, descubrieron pronto que se comprendían absolutamente e hicieron íntima su amistad.
Para su primera cita eligieron una cafetería decadente y señorial, y en ella pasaron la tarde bebiendo champán y hablando de literatura. Convinieron en que “El Jarama”, de Sánchez Ferlosio, era una de las mejores novelas en lengua castellana; aunque en lo que se refiere al teatro, no lograron ponerse de acuerdo.
Visitaron museos y también antros donde se tocaba el mejor jazz; y tan cómodos y tan entusiasmados se sentían el uno con el otro, que decidieron hacer un periplo por España.
Lo iniciaron en Teruel; y en esta ciudad, además de ver la arquitectura mudéjar, comieron un día con Leoncia. En Madrid tomaron el té con Corina; y a la mañana siguiente, ésta les acompañó a pasear por El Retiro y a comprar un almanaque con pinturas de Hopper. Julián les recibió en La Garrovilla, y delante de unos vinos, les habló de su afán por escribir. Disfrutaron de los Patios Cordobeses  y de la conversación con Ana. Y en las playas canarias, Emilio les enseñó a filosofar con solidez. Se detuvieron en Valencia para visitar la Ciudad de las Artes y las Ciencias y para conocer  a Olegario. Y en Tortosa, Paulina les acompañó a hacer un recorrido por el Delta del Ebro.
Cuando regresaron a Barcelona, se encontraron con que Pablo había organizado una merienda a la que iban a asistir varios amigos de la Web. Llamaron a Nieves, la mejor amiga de los dos, para cerciorarse de su presencia en la misma; y luego, se dispusieron a ir al evento para contarles a todos los hechos vividos.

domingo, 17 de junio de 2018

El gurú


Cada día espero con ansia su escrito. A las 6 pongo el ordenador; y, mientras desayuno y ejecuto los quehaceres mañaneros, estoy constantemente mirando la pantalla para ver cuando aparece. Normalmente lo hace a las 7, aunque hay días que se  adelanta y otros que se atrasa. Esto me provoca miedo e inseguridad, pero al final siempre se manifiesta.
Distingo enseguida su post.  Además de por la hora, porque su nombre es inconfundible y porque sus títulos están escritos enteramente en mayúsculas. Y, cuando leo lo que escribe, tengo la sensación de que me lo está diciendo solamente a mí.
A veces pienso que es imposible que un hombre conozca tan bien lo que guarda el alma de una mujer madura; y que lo más probable es que, debajo del seudónimo con que aparece, se esconda un psicólogo de gran penetración o una aplicación informática. Pero la cuestión es que me ayuda a sobrellevar la soledad.
No sé. El miércoles, este ser tan fascinante que tan buenos ratos me hace pasar va a dejar la realidad virtual y se va a hacer carne. Por un lado me muero de ganas de conocerlo en persona; pero por otro, temo decepcionarlo o que me desilusione él a mí. Sería terrible que perdiera su aura y yo ya no pudiera volver a disfrutar desmenuzando sus escritos.

De turbación en turbación


Ahora que se acercan las fiestas de San Juan, me vienen a la cabeza un sinfín de recuerdos de cuando era adolescente: el sermón de la carne; las atracciones de feria; el entoldado...
El primero se refiere al sermón que pronunciaba el párroco el domingo anterior al solsticio de verano. Trataba sobre la lascivia y los deleites carnales, y era tremebundo. Voceando y gesticulando sin parar, recordaba a los feligreses que la carne es uno de los enemigos del alma; y les advertía de que el maligno siempre está al acecho. De esta predicación, los más jóvenes salíamos con el ánimo conturbado. Pero no permanecíamos mucho tiempo en ese estado porque, en cuanto veíamos a los partenaires de los que andábamos enamorados, entrábamos en otro tipo de turbación.
El segundo recuerdo alude a lo erótico que nos resultaba montarnos en los coches de choque con la persona que nos gustaba: lo exiguo del asiento que nos obligaba a estar pegados; el traqueteo y los chocazos que nos echaban a uno sobre el otro y al otro sobre uno...
Y el tercero... ¡ay el tercero! En medio de la pista de un entoldado, rodeados por un gentío y un inmenso guirigay, mi enamorado dibujó mi nombre con su boca y luego añadió un “te quiero”.

Quebrantos de salud, contratiempos y alguna que otra pejiguera


Mi amiga Paquita está padeciendo una serie de quebrantos de salud y contratiempos que, sin ser graves para su persona, le están condicionando la vida. Ella es muy pizpireta y tiene recursos para no deprimirse, pero con tanto arrechucho e imprevisto desagradable, al final va a acabar cayendo en el desaliento.
Como vivimos lejos una de la otra, yo sólo puedo infundirle ánimo a través del teléfono, y llamarla es lo que hago. Pero a veces, ante tanto desastre, es difícil mantener la compostura. El otro día, por ejemplo, cuando la llamé para que me contara como había ido la Primera Comunión de su nieta, me dijo que todo había tenido que suspenderse porque la otra abuela de la pequeña había muerto de repente dos horas antes de la misa.
Y yo... ¿qué quieren que les diga? No sé si por histeria o por no sé qué, ante semejante cúmulo de adversidades, estallé en carcajadas. ¡Y menos mal que Paquita me secundó! 

¡Qué miedo!


Procopio era un hombre pesimista y poco dado a matizar. Incapaz de ver el lado favorable de las cosas, se pasaba el día presagiando males y hundiendo el ánimo de los demás. Su conversación estaba compuesta de frases hechas; y, entre ellas, la más repetida era: “Dios nos coja confesados”.
Procopio regentaba una abacería que se llamaba “Siniestros augurios”; y allí, mientras vendía legumbres y bacalao a los parroquianos, les hacía unos vaticinios que para qué.
Es evidente que si los clientes seguían acudiendo a una tienda con un ambiente tan “festivo” es porque no había otra en el pueblo. Hay que considerar que de los arenques que vendía Procopio no se podían privar.

domingo, 3 de junio de 2018

El Bloomsbury manchego


Ayer, cuando estaba sentada en un banco del bulevar, vino a ponerse a mi lado un anciano de buen porte. Entablamos conversación y me dijo que era de La Mancha; y que estaba en Barcelona con motivo de un entierro. Al decirle que yo también provenía de aquellas tierras, se estableció entre nosotros una ligazón que nos llevó a sentarnos en una terraza y a tomarnos un chartreuse. Y así, inspirados por la bebida espiritosa y confortados por la luz y el calor del sol, nos entregamos a las revelaciones. 
Mi paisano declaró que era veterinario y cofundador del Círculo de La Terrera; un grupo semejante al de Bloomsbury que existió en la región manchega por los años de 1960. Me habló de los miembros que lo componían y de sus audaces y novedosas ideas; de la pacatería y los convencionalismos de las personas entre las que tenían que vivir; de la atmósfera opresiva y asfixiante de aquellos tiempos; de amores cruzados y no correspondidos...

Una pasión que devora


Trinidad procura encandilar con su mente, pero como también le gusta lucir palmito, nunca sale de su casa sin estar perfectamente acicalada. Y así, sintiéndose hermosa por dentro e irresistible por fuera, nuestra amiga se fue el sábado pasado a visitar La Fira Gran.
La encontró muy concurrida; y, en las diversas casetas, pudo ver productos a cuál más idóneo para las personas de nuestros años: viajes de placer, audífonos y prótesis en general, quiromasajes...
Pero lo que más le complació fue constatar que, independientemente de la edad, la gente tiene aficiones y proyectos, y que a ellos se entrega con fruición. Vio a mujeres realizar in situ encajes con bolillos; a hombres y mujeres bailar sevillanas y country... y, en un momento en el que el escenario estaba vacío, Trinidad se subió a él y les explicó a los presentes en qué consiste esa pasión por escribir que la devora por dentro. 

Ni tanto ni tan poco


A veces, cuando voy en el metro, miro los rostros de los seres que me rodean y advierto que todos son más jóvenes que yo. Entonces me siento una abuela; y, durante el tiempo que dura el trayecto, no dejo de verme y de reconocerme como tal.
Otras veces, cuando estoy entre gente de mi quinta y aún más mayor, no diré que me siento una piba, pero sí que me percibo en la plenitud.
Y ahora, mientras escribo estas líneas, pienso que no soy ni una cosa ni la otra. Que no estoy en la senectud, pero tampoco, con certeza, en el momento álgido de mi vida. Que voy subiendo una montaña en la que veo gente que me precede y coetáneos que me circundan. Y que, como conforme asciendo el camino se va despejando más, no estoy segura de querer experimentar la soledad de los últimos tramos. 

sábado, 19 de mayo de 2018

El artilugio del tiempo


De pequeña, yo creía que el tiempo era la tierra de color rosa que caía de la ampolla de arriba a la ampolla de abajo en el reloj de arena de mi tía. También pensaba que las horas estaban aprisionadas en el reloj de cuco de mi abuela; y que el cuclillo, cuando se abría la ventana y salía, las dejaba escapar. Tenía por cierto que el campanero, con su repique, era el pregonero del tiempo; y las estaciones se me antojaban las cestas de una noria que giraba sin parar...
Luego aprendí a leer las horas en los relojes de pulsera, y con motivo de mi Primera Comunión, me regalaron uno. Era de ese modelo que venía en llamarse “de señorita”, y tenía la correa de piel negra. Me acompañó en los juegos de mi infancia, y debía de ser bueno porque le di muchos trastazos y nunca se rompió.
Posteriormente, cuando aprobé Preuniversitario, recibí un artefacto del tiempo de más entidad. La esfera era tan grande como las de los relojes que llevaban los hombres, y la correa de cuero seguía siendo negra. Lo llevé durante toda la carrera y fue el que marcó las horas en mis primeros amores. Y hoy, habiendo sido testigo de tantas cosas bellas, se resiste a morir en el fondo de un cajón.

viernes, 11 de mayo de 2018

¿Se puede ser más cutre?


Los cónyuges acordaron que, con motivo de las bodas de oro, irían a Portugal. Escogieron este destino porque un abuelo de la mujer le había contado maravillosas historias de navegantes lusitanos; y ella, desde entonces, anhelaba conocer los puertos de donde habían salido los héroes de su infancia.
Mientras estuvieron criando a sus hijos, el matrimonio no pudo ahorrar ni un céntimo; pero en cuanto éstos se independizaron, ella, que era la administradora del hogar, empezó a hacer hucha para el viaje.
Soñaba con conocer Lisboa, Oporto... y hasta incluyó en la ruta Guimaraes, la cuna del país natal de su abuelo. Y como a costa de ser una hormiguita había conseguido juntar un buen montón, se propuso hacer el periplo por todo lo alto. Montaría por primera vez en avión y se hospedaría en buenos hoteles. Conocería el placer de encontrarse la cama hecha y la comida servida; se daría unos caprichos...
Pero hete aquí que el marido, cuando iba a concertar el recorrido con la agencia, se encontró con un anuncio en la calle que le pareció espectacular: un viaje al país vecino al precio de 300 euros. La información detallaba que era en autocar y que la primera y la última noche transcurrirían viajando. Y lo mejor de todo era que aseguraban que para ver las ciudades no haría falta moverse del asiento del vehículo. Ni que decir tiene que el buen señor se fue inmediatamente a ver al organizador de semejante maravilla; y, sin dudarlo, se inscribió él, apuntó a su mujer y lo pagó todo por adelantado.

La desnudez


De todas mis amigas, la más perspicaz es Clotilde. La susodicha es peluquera; y se conoce que, de tanto lavar cabezas, ha conseguido verlas por dentro y se ha hecho una experta en comportamiento humano. 
Cuando alguna de nosotras muestra una aflicción, Cloti enseguida da en los porqués de la misma; y así, siempre está en disposición de confortar a la apesadumbrada. En cambio, las que nos tenemos por sapientísimas nos perdemos en disquisiciones filosóficas, y en lo que atañe a la vida de los demás no solemos acertar una.
Clo dice que desnudarse beneficia al espíritu. Pero eso sí, advierte de que esta experiencia liberadora tiene que ejecutarse en condiciones adecuadas y con muchísimo estilo. Y añade que podemos mostrarnos en persona o a través del arte; pero que, sea como sea, para conservar el equilibrio es necesario dejarse ver.

La antítesis de una persona pizpireta


Por mis escritos puedo parecer atractiva, pero en persona no lo soy tanto. Tengo un carácter insufrible; y, aunque no soy fea ni desagradable de mirar, la gravedad de mi semblante impone. Para confundir más a la gente, mis ojos reflejan tristeza y contrariedad; y durante toda mi vida han sido muchos los que me han preguntado por el mal que me aflige.
Yo nunca les respondo, porque a ciencia cierta no sé cúal es ese mal; pero es que, aunque lo supiera, nunca se lo diría porque soy muy reservada y jamás me explayo. Supongo que pertenezco a ese grupo de personas que, en el orden espiritual, se pasan la vida en pos de un algo indefinible que nunca acaban de encontrar.
Lo que sí puedo decir es que tengo el amor de los míos y la escritura; y con estas dos cosas, aunque la carencia sigue estando ahí, cada vez la noto menos.

domingo, 6 de mayo de 2018

Carta a mi amiga Ángela


¡Jajaja! Grosso modo te diré que, salvo que se hiciera extensivo el dogma a todas las madres, siempre me ha parecido incongruente que se celebrara este día el 8 de diciembre. Independientemente de cuáles hayan sido las causas del cambio, lo cierto es que los grandes almacenes han salido beneficiados. Lo que yo he pretendido decir con mi escrito “Una postal un tanto kitsch” es que el sentido de esta fiesta, y de casi todas las demás, se ha desvirtuado. Que el comercio, con sus anuncios, determina lo que tenemos que comprar. Pero lo más triste no es eso. Lo terrible es que los poderes y contrapoderes, con sus noticias, tambien orientan y fijan lo que tenemos que pensar. Esto lo han pretendido siempre; pero ahora, con los medios existentes, les está resultando más fácil.
Yo, cuando me levanto de madrugada, cojo la guitarra y bajito versiono la maravillosa canción “Sólo le pido a Dios”. En mi letra, lo que yo le pido es clarividencia e independencia de criterio. 
¡Ay, Ángela! ¡Perdóname! Llevaba tanto tiempo fuera de aquí que me he puesto a escribir y se me ha ido el santo al cielo. Ahora no sé lo que te quería decir. Gracias y un abrazo.

Una postal un tanto kitsch


Como el próximo domingo es el día de la madre, en todos los medios de comunicación proliferan los anuncios de perfumes y potingues antiarrugas. Y una, que no acostumbra a ponerse ni lo uno ni lo otro, recuerda con nostalgia los regalos que se hacían en su infancia.
Se trataba de animales de fieltro rellenos de guata; paneras hechas con cordel; pañitos bordados... y no podía faltar una tarjeta con una ilustración y una poesía manuscrita.
Es evidente que dibujo y verso eran la mar de sentidos, y que promovían en el ánimo de algunas personas un sentimiento de exaltación. Otras quizá lo encontraban un tanto kitsch, pero como es lógico no lo manifestaban.
Y por encima de todo, aquella era una fiesta entrañable que se celebraba el día de La Purísima y que aún no había sido desvirtuada por intereses comerciales.

Diario de Amancia


Barcelona, 26 de abril de 2018
El sábado he quedado con un amigo de Facebook para conocernos; y, con ilusión y con nervios, estoy preparando el encuentro. De joven, como siempre estaba resplandeciente, hubiera podido presentarme ante el caballero internauta a cualquier hora del día; pero ahora tengo que elegir bien el momento. Creo que lo mejor es citarnos a media mañana o a media tarde y despedirnos antes de que el cansancio nos aje las caras y la conversación.
Y en cuanto al lugar adonde ir, no lo tengo nada claro. Si estuviera segura de que la química que se establece entre nosotros cuando hablamos por La Red se iba a manifestar cuando estuviéramos cara a cara, el sitio elegido sería el Barrio Gótico. Un paseo por sus calles y la toma de un helado en una terraza resultaría ideal.
Pero en previsión de que la conocencia haga desaparecer el encantamiento, barajo la posibilidad de ir a visitar la Feria de Abril que se celebra en el Parc del Fòrum. Allí siempre hay mucho ambiente; y si la conversación no surge entre nosotros, el bullicio exterior amortiguará el engorroso silencio.

Mis estanterías: un tótum revolútum


En las estanterías de mi casa hay de todo. Libros, un montón; aunque también álbumes de fotografías, cedés, mapas, tubos de cartón con títulos enrollados dentro... ¡y hasta una dama de Elche!
Y en medio de este caos, metidas en sus carátulas, están las ocho cintas de vídeo que continen la serie televisiva “Los Gozos y las Sombras”. Cuando la estrenaron, yo ya había leído la obra de Torrente Ballester y conocía las vicisitudes por las que iban a pasar todos los personajes. Pero si el libro había avivado mi imaginación, la serie fue un regalo para los sentidos: los hermosos paisajes, la música, la ambientación, el trabajo de los actores, la belleza de Clara y de Rosario, la atmósfera asfixiante... 
Me resultaría imposible decir qué me gustó más, si libro o serial, porque para mí son dos cosas diferentes. Quizá las imágenes me emocionaron más; aunque con el libro disfruté del lenguaje y el estilo de este magnífico escritor. Y como la imaginación no tiene límites, la lectura siempre me permitió ver la historia con más matices.

domingo, 22 de abril de 2018

El Far West y la extraña familia


Por los años de 1963 vivía en el pueblo una familia admiradora del Lejano Oeste. Sus miembros veían cuantas películas de este género echaran en el cine y leían con fruición libros y tebeos. Tenían la casa llena de placas de sheriff, revólveres de colección, rifles, arcos y flechas... 
Presidiendo el cuarto de estar había un gran cuadro en el que los búfalos, de tan vivos como estaban, parecía que te iban a embestir; y los trajes indios y las plumas formaban parte de la decoración.
Estos seres tan singulares recitaban la lista de los personajes del Far West con más facilidad que la de los meses del año; y si se lo proponían, podían estar un día entero hablando del tema sin necesidad de parar para tomar una colación.
Y fue el vástago de tan extraña familia el primero que me provocó emociones amatorias. Un día me guiñó un ojo, y fue tal la conmoción que me produjo, que estuve a punto de perder el sentido. Y en otra ocasión, apoyando su bota con espuelas y su brazo en la pared que me sostenía, acercó mucho su cuerpo al mío y me contó bajito la batalla de Little Bighorn.

Quemando etapas


Una tarde, estando de tertulia en el parque con mis amigas, vino a ponerse en el banco de enfrente una pareja muy joven. Enseguida comenzaron a besuquearse; y, acto seguido, ella se sentó a horcajadas sobre las piernas de él y se desmadraron.
Ante tal espectáculo, mis amigas y yo abandonamos el parque y nos fuimos a un bar; y allí, tomándonos una refacción ligera, hablamos de lo que habíamos presenciado; y, por ende, de la precocidad y de la procacidad.
Todas convinimos en que cada cosa tiene su edad y su lugar de ejecución; y que los muchachos del parque hubieran debido estar jugando a “la patá al bote” en vez de hallarse quemando etapas.
Por último, Irene, una profesora de Literatura  jubilada, nos contó que cuando pidió a sus alumnos que comentaran esos versos de “El estudiante de Salamanca” de Espronceda que dicen:

                                      “tú eres, mujer, un fanal
                                      transparente de hermosura:
                                      ¡Ay de ti! si por tu mal
                                      rompe el hombre en su locura
                                      tu misterioso cristal”

una chica, en medio de fuertes risotadas, aseveró con desdén que a ella le habían roto el fanal a los doce años.

Vehemencia y vanidad


Aunque se  escriben las dos con uve, no debe confundirse la vehemencia con la vanidad. Muchas personas contestan con prontitud porque son ardientes y apasionadas; y aunque procuran reprimirse, se inflaman (siempre verbalmente) con facilidad.
Tampoco se debe tomar equivocadamente el deseo de justicia por el de alabanza. A veces lo que uno está pidiendo no son loas, sino un trato equivalente al que él está teniendo con los demás.
Creo que hay que ser sencillo; pero con la sencillez que da la riqueza, no la pobreza. Y no me estoy refiriendo a cosas materiales, sino espirituales. Con las pensiones que hay nunca vamos a tener más de lo que necesitamos, pero podemos intentar ser cada día más sabios y mejores personas.
Por último quiero decir que somos afortunados porque tenemos inteligencia y sabemos escribir; así que no necesitamos valernos del talento ajeno para decir lo que queremos.

El cortejo nupcial


Dentro de unas semanas se casa el hijo de mi amiga Ramona y yo tengo papel en la ceremonia. De un modo concreto, y como ella va  a ser la madrina, mi íntima me ha encomendado la tarea de acompañar a su marido en el cortejo nupcial y en el baile posterior al convite.
Yo estoy encantada. Desfilar ante tantos ojos escrutadores (la boda será multitudinaria) satisfará con creces mi afán exhibicionista; pero como estas cosas no se pueden decir, finjo y me muestro apocada, vergonzosa y no merecedora de tal honor.
El sábado pasado, Ramona montó una pasarela en su patio e hicimos un ensayo general. Los novios y todos los que vamos a acompañarlos al altar formamos parejas y marchamos unos tras otros de bracete. Después nos comimos una paella; y, por último, vino un profesor de baile y nos dio una clase de swing.
Hay que reconocer que mi amiga es un poquito farolera. Le gusta el boato y la magnificencia y está preparándolo todo como si se tratara de un casamiento real. Pero bueno, Ramona es una magnífica mujer y ¿quién no tiene algún defecto?

domingo, 15 de abril de 2018

El hado Melanino y el manchón


En el brazo izquierdo tengo un lunar con la forma de la península Ibérica. Me hubiera gustado tener también los dos archipiélagos, pero el hado Melanino no lo permitió. Obrando a su capricho, dispuso que estuviera Portugal pero no así Baleares y Canarias.
En las fotografías que conservo de cuando era pequeña, lo que más destaca de mi persona es el manchón. Se ve muy grande; y su color tan oscuro contrasta enormemente con el blanco de la piel que tiene alrededor.
Con el paso del tiempo, mi brazo fue creciendo y el antojo empezó a verse menos descomunal. También, como la intensidad de su color pareció menguar, el lunar y yo pasábamos más desapercibidos.
Verdaderamente, mi marca de nacimiento jamás me ha dado problemas. Al contrario, lejos de acomplejarme, siempre la he considerado un signo de distinción.


Un auténtico esperpento


Creo que el efecto más o menos nocivo de la televisión en el espectador depende de los ojos con que éste la mire y del rato que esté sentado frente a ella. Si el televidente tiene un espíritu crítico y le dedica a la caja tonta solamente un tiempo prudencial, algunas de las cosas que salen pueden resultar hasta fascinantes.
Personalmente miro poco la televisión: no estoy acostumbrada y me pone los nervios de punta. Pero trozos de “Sálvame” y “Cámbiame” que he tenido oportunidad de ver me han parecido antológicos; dignos de figurar en los anales del esperpento. Por el contrario, programas informativos que se tienen por rigurosos e imparciales me parecen auténtica basura.

El jardín de las delicias


Cuando pienso en el jardín de las delicias, lo más probable es que lo que tenga en la mente no sea el cuadro pintado por El Bosco, sino el vergel de mis vecinos. Lo veo desde la ventana de la buhardilla de mi casa y me atrae irresistiblemente. Tiene una parte del suelo embaldosada y otra de tierra; y, en esta última, crecen un madroño, un peral, un lilo, una olivera... 
Algunas mañanas veo al señor de tan mágico lugar cavando la tierra con la azada o desbrozando con el rastrillo. Se trata de mi amigo Segismundo, un hombre bueno que compagina la historia y la horticultura, y que hace ambas cosas con idéntico afán.
A eso de las diez aparece Lía, su mujer. Trae alguno de los artículos que escribe sobre el acaecer diario en la vida de una pareja de jubilados. Se lo lee a Segismundo; y luego, después de oír su opinión, lo envía por correo electrónico al periódico en el que colabora.
Y más tarde, vienen amigos a tomar el aperitivo...; y hay tertulia, cerveza y cascaruja.
Y por la tarde, hijos y nietos.
Y a todas horas, Kira, la perra, olisqueando por doquier.

Padre Efigenio y el cortinón


Padre Efigenio era un fraile beatífico, pero a mí me causaba terror. A mis siete años, aquel gigante ataviado con hábito marrón y sandalias de cintas que llevaba una longuísima barba, y que encima portaba antiparras, me provocaba una inquietud y una zozobra imposibles de sobrellevar.
Cuando venía de visita a mi casa, mi menda se enrollaba en el cortinón del cuarto de estar y desaparecía. Es evidente que tanto mi familia como el monje, al ver el tirabuzón cortinado y mis pies asomando por abajo, sabían perfectamente donde me encontraba yo; pero nunca aludieron a ello.

¡Me han dado el día!


Esta mañana he ido al Banco a actualizar mis datos; y el empleado, cuando ha visto mi fecha de nacimiento, me ha dicho que estoy en la mejor edad para hacerme un seguro de decesos.
Sin darme oportunidad de decir si el asunto me interesaba o no, el susodicho ha procedido a enumerar las ventajas del producto. Desde el otro lado de la mesa y con cara de circunstancias, me ha descrito de una manera pormenorizada como sería mi sepelio. También me ha asegurado que la protección era tan completa que, llegado el momento, mis deudos sólo tendrían que preocuparse de llorar.
¡Madre mía! Si yo esta mañana me he levantado contenta y feliz; si tenía el ánimo exaltado; si lo único que pretendía al ir al Banco era poner al día mis datos... ¡Qué malaje! ¡Si lo sé no voy!

miércoles, 21 de marzo de 2018

El “otro” Día del Padre


Esta mañana, en el autobús, he oído una sentencia que me ha provocado estupor y pena. La ha proferido un viajero que conversaba con otro sobre la relación que mantenía con su hijo, y decía así: “Para no tener conflictos con los hijos, la mejor manera de tratar con ellos es teniendo la boca cerrada y el monedero abierto”.
Y es que había que ver con cuánto despecho hablaba este hombre del comportamiento de su vástago. Contaba que vivía ajeno a su influencia; y que lo único que aceptaba de buen grado que proviniese de él era el dinero.
Según decía, el muchacho nunca le consultaba antes de tomar decisiones trascendentales; y si él, motu proprio, emitía alguna opinión, éste la ignoraba o directamente se enzarzaban en acres discusiones.
Soy de las que piensan (y practican) que la comunicación con los hijos nunca se debe perder. Que estos tienen que hacer su vida y acertar y equivocarse como hemos hecho nosotros; pero, por encima de todo, el amor, la consideración y el respeto tienen que prevalecer.

Refrescando la memoria


Cada equis tiempo, mis amigas y yo hacemos un periplo por la segunda mitad del siglo XX. Se trata de un recorrido lleno de nostalgia, en el que se entremezclan experiencias personales con hechos históricos; y en el que siempre conseguimos rescatar del olvido algunas anécdotas.
El lugar del que partimos (sentadas en mecedoras) es el desván de Jesusa. Las copias de Warhol que cubren sus paredes nos inspiran; y los cubalibres que nos tomamos, y la música de Los Beatles que ponemos, nos ayudan a llamar muy fuerte a los recuerdos.
En el último viaje, entre lingotazo y lingotazo y sin parar de mecernos, revivimos los momentos posteriores a la muerte de Juan XXIII. Hablamos de ese periódico que llegaba al pueblo con un día de retraso y de como trajo en sus páginas la lista y las fotografías de los cardenales papables; y luego de cuando, meses más tarde, el asesinato de John F. Kennedy conmocionó al mundo. 

Ni fu ni fa


A mí, el hecho de cumplir sesenta y cinco años próximamente, ni fu ni fa. Quiero decir que, después del trauma que me supuso cambiar de década, ahora transito por ella con bastante indiferencia. No voy proclamando mi edad a diestro y siniestro, aunque tampoco la escondo.
Conozco a personas que hace equis tiempo me llevaban diez años y ahora dicen que son de mi quinta e incluso más jóvenes. Yo las escucho sonriendo y me digo que estos casos son milagros que ocurren; y que, como tales, no se pueden explicar.
No considero que cumplir años sea (como dicen algunos) una bendición de Dios, pero tampoco lo juzgo una tragedia. Además, como salvo que estés muerto es algo que te va a ir sucediendo indefectiblemente, mejor tomárselo con filosofía y sentido del humor.
Lo único que me ha fastidiado a veces es que, por ser la primogénita de una familia numerosa, siempre he sido “la mayor”. En este sentido he envidiado a mi hermana postrera porque, hasta en su senectud, seguirá siendo “la pequeña”.
En fin, que lo que tengo pensado para mi nuevo año es no decaer y seguir buscando la sabiduría.

Un cóctel de aguacate y salmón


El sábado fui a comer a casa del matrimonio Arnolfini. Ellos se llaman Arnaldo y Fina; pero yo, bromeando, uno sus nombres y les digo como la célebre pareja retratada por Jan van Eyck.
La casa de mis amigos es muy acogedora; aunque lo que verdaderamente hace que sea un placer estar con ellos es el talento que gastan en sus relaciones sociales. En su compañía, uno se siente cómodo y siempre da lo mejor de sí mismo.
Me recibieron en la terraza con un aperitivo que quizá fuera más correcto definir como entrantes. Fueron unos vinos acompañados de pulpo a la gallega y almendras saladas. Y lo mejor, la conversación: platicamos sobre la ceremonia y el rito; y, de un modo concreto, de la belleza de una boda religiosa a la que todos habíamos asistido.
Luego entramos al comedor e ingerimos unos cócteles de aguacate y salmón; y, de segundo, pato a la naranja. El postre consistió en un hojaldre con moras y zarzamoras aderezado con un  agradabilísimo parlamento sobre las lenguas romances ( castellano, catalán, francés...).
¡Qué bien me lo pasé!

domingo, 18 de febrero de 2018

Así que pasen unos días


No sé qué me pasa, pero mentalmente me he ido de este lugar. Como es un sitio donde me he sentido feliz, me aferro a la idea de que este desapego será temporal y trato de averiguar las causas que me han llevado a este estado; pero no llego a ninguna conclusión.
Aparentemente no ha sucedido nada, y yo os sigo viendo a todos igual de estupendos. Tampoco soy como esos cínicos amantes que abandonan una relación cuando tienen otra en perspectiva; pero sí que como ellos, echo en falta alguna experiencia avivadora.
Por lo demás, sigo con mi vida. En mis ratos libres continuaré escudriñando por mor de saber qué me ha traído hasta aquí.

Tres historias


Estoy dispuesta a escribir; la objeción es que no sé de qué hacerlo. Pensando en el próximo San Valentín, empiezo una historia sobre el amor obsesivo; pero me empantano enseguida:

DOÑA CECILIA

         “Yo fundé una familia. Fui un buen padre y un buen marido; pero durante años,       no me pude quitar de la cabeza a una muchacha que se llamaba Cecilia.
Cecilia y yo nos enamoramos en cuanto nos vimos, y tuvimos un affaire. Esto ocurrió unos meses antes de mi boda; en Bagur; alrededor de 1970...”

También pienso en la cursilería y toma forma el personaje de doña Melindres:

DOÑA MELINDRES

          “Pobre doña Melindres: juzga la afectación como finura y la sencillez como vulgaridad. En ella todo es aparato y no concibe que la naturalidad pueda ir unida a la elegancia. El problema es que su refinamiento no resulta sofisticado, sino ridículo. Al decir de la gente, doña Melindres resulta más cursi que un teléfono con puntillas...”

Por último, me gustaría hablar del idioma y de la clave. Aquí, doña Desconcertante haría la siguiente reflexión:

DOÑA DESCONCERTANTE

          “Para comprender enteramente lo que dicen los demás no basta con hablar el mismo idioma que ellos; también es necesario compartir y/o conocer el código que utilizan...”