sábado, 24 de noviembre de 2018

El marido de Dolores


De pequeñas, los cinco años que nos llevamos Dolores y yo nos impidieron ser amigas. Pero ahora, en la madurez, cuando esa diferencia ya no implica nada, nos hemos hecho íntimas.
Ella tiene su modo de ser y yo el mío; aunque, como además de hablar el mismo idioma, usamos el mismo código, nos entendemos perfectamente y nos sentimos muy cómodas la una con la otra.
Dolores enviudó hace unos años. A menudo me habla de su marido y, verdaderamente, la vida de éste parece sacada de la novela “El filo de la navaja” de Somerset Maugham. Como Larry, el protagonista, anduvo por muchos lugares tras ese arcano que algunos identifican con la felicidad y otros con la sabiduría; y, como él, era tan espiritual y poseía tanto equilibrio que parecía estar por encima de las miserias de este mundo.
Cuando se casó con mi amiga, aportó al matrimonio esa riqueza inconmensurable que tenía en su interior, y entre los dos hicieron cosas muy grandes. Como ella era profesora de Literatura, unieron sus fuerzas y se dedicaron a investigar y a escribir libros de Historia. Hoy, son varias las obras que existen firmadas por ambos.

Buscando a Caravaggio en Montserrat


Si hay un sitio donde se une lo local con lo universal y la naturaleza con el espíritu es Montserrat.

A Maricarmen

Uno de los lugares que más me gusta visitar es Montserrat. Soy devota de la Virgen; pero es que, además, el entorno es mágico y me atrae irresistiblemente. Me encanta en cualquier época del año y con todas las luces del día; aunque puesta a elegir, me quedo con un sábado de otoño a eso de las cuatro de la tarde.
Siempre dejo el coche inmediatamente después de pasar el parquímetro. Así, entre otros peregrinos, recorro la cuesta hasta el Monasterio mientras me imbuyo de espiritualidad. Al llegar arriba, me siento en un banco delante de la Moreneta y allí permanezco un rato con el ánimo suspendido. Luego cumplo los encargos que me han hecho las amigas que viven lejos de Barcelona: enciendo una candela; subo al camarín de la Virgen; visito el Caravaggio del Museo (tengo una allegada a la que le encanta este pintor)... 
Y, finalmente, me como el bocadillo que llevo en una bolsa y camino por una de las rutas fijadas.

El numerito de Obdulia


Ayer, mi amiga Obdulia y su marido fueron con sus consuegros y con los hijos respectivos a elegir el menú de la próxima boda de éstos, y todo acabó como el rosario de la aurora.
Obdulia es muy marimandona, y pretende que siempre se haga su voluntad; pero como ni su hija ni su yerno son dóciles, todos lo preparativos están resultando de lo más desagradable.
Se le metió en la cabeza que el color del traje del novio tenía que ser azul noche por considerarlo el súmmum de la elegancia. Pues bien, cuando a  punto de iniciar la cata se enteró de que iba a ser gris oscuro, se le cerró la garganta y como no podía tragar tuvieron que retrasar el empiece de la comida. En este interín, y sin poder disimular el berrinche, se llevó a su hija al cuarto de baño para darle las quejas; y, cuando ésta le contestó que su novio tenía igual derecho que ella misma a escoger su indumentaria, se encontró sin argumentos.
Total, que cuando por fin se le abrió la garganta y pudieron pasar a la degustación, Obdulia se volvió a enfadar porque no iba a ser su opinión la que más contara. Y como la estaba sacando de quicio ver al marido y a los consuegros comiendo y bebiendo sin parar, y pasándoselo bien, se levantó y se fue del restaurante dejándolos a todos pasmados.
Después, entre el resto de comensales todo fue disenso y acabaron por desbandarse (la hija y el padre por un lado y el chico con los suyos por otro).

Nunca sin el bolso... ¡ni sin las gafas de sol!


Siempre me fascinó el estilo con que Grace Kelly llevaba el bolso; su manera de asirlo; cómo lo dejaba colgar de su muñeca... Y esta atracción irresistible se ha visto reflejada en mi preferencia por este tipo de complementos y en mi modo de portarlos.
El primer bolso que tuve era de charol, y más que bolso era bolsito. Me lo compraron allá en mi niñez, en una caseta de las que ponían en las Fiestas del pueblo. Apenas recuerdo cosas de aquellos días, pero sí que me veo sentada en la barrera de una plaza de toros portátil con mis amigas, tirando nuestros bolsos a la  arena una y otra vez. Supongo que esto ocurría antes de que empezara la lidia, y que los toreros o banderilleros que nos los devolvían, además de valentía, estaban cargados de paciencia.
El que tengo ahora es de marca, pero como lo adquirí en unos saldos me resultó muy barato. Es de color burdeos y con la tapa negra; y viene a ser el modelo estándar de bolso con asa. En él llevo algunos paquetes de pañuelos de papel; un lápiz con el capuchón de un bolígrafo; las gafas normales de ver y las negras de lucir...

Año 1970 – Aquella habitación


Hace un rato, oyendo a Antonio Machín cantar “Corazón loco”, he pensado que si él puede explicar una relación simultánea con dos mujeres, también puedo hacerlo yo con dos hombres. Allá voy. No os riáis, por favor.

En aquel apartamento sin muebles me encontraba contigo. Estaba cerca de la Plaza Molina; y las únicas cosas que contenía eran una manta en el suelo, un tocadiscos y algunos elepés. Allí dentro teníamos nuestra vida secreta. Ésa en la que no había nada determinado y en la que no existía el antes y el después. Como dueños absolutos de nuestros cuerpos, éramos nosotros los que fijábamos cada tarde los términos de la mutua entrega; y transgredíamos la reglas del orden establecido una y otra vez...
Y fuera de aquella casa estaba mi vida pública, convencional y con proyecto de futuro. La que correspondía a una universitaria veinteañera y con novio formal. Esa vida que me oprimía y no me dejaba respirar.

La omnipresente creatura


Desde que nos conocimos, mi nuera y yo hemos tenido un comportamiento intachable la una con la otra; aunque ha bastado un pequeño yerro por mi parte para enturbiar la relación. Yo la respeto y le tengo cariño porque es una bonísima persona y hace feliz a mi hijo; pero el hecho de que no pueda hablar con éste sin estar ella presente me saca de quicio. Y no es que la muchacha sea ubicua o que se inmiscuya en ningún asunto; el problema es que siempre están juntos y eso dificulta el que yo pueda verme a solas con mi vástago.
El otro día, cuando la hacía erróneamente fuera de la habitación donde yo me encontraba con mi marido, aludí a ella llamándola la omnipresente creatura y me oyó. Y ahora, la desconfianza se ha interpuesto entre nosotras y no sé como desfacer el entuerto.

La florera Catalina y el Festival de Canet


Siempre se ha dicho que de las personas flacas salen pocas sonrisas; pero la florera Catalina debe ser una excepción, porque es de pocas carnes y se ríe mucho. En su establecimiento siempre hay tertulia; y los parroquianos, además de intercambiar noticias relativas al pueblo, alivian su ánimo con una charla insustancial o despotricando de los políticos.
Ahora, y para relanzar la florería, Catalina ha convocado un concurso de microrrelatos bajo el epígrafe “Cuando dijimos adiós”. Aclara que cada escritor puede elegir de qué o de quién se despidió; y que el único requisito imprescindible para concursar es que el texto sea hermoso y sugerente como sus flores. Y para ilustrar este punto, ha incluido en el anuncio un escrito suyo titulado “Festival de Canet, 1975”.

En la sala de espera


A medida que se acerca el momento de la consulta, el miedo y la angustia me atenazan más. Soy un hombre, y de mí se espera que me comporte con gallardía, pero por dentro estoy muy nervioso y a punto de estallar. Pienso en si no sería conveniente acudir a un psicólogo para que me ayude a afrontar estos controles; aunque enseguida lo desecho, porque el único que me puede devolver el sosiego es el oncólogo con su sí o con su no.
Cuando hace unos días me extrajeron sangre para analizarla, sentí que la incertidumbre que hasta entonces había albergado mi cuerpo se iba a hacer certeza; y que esta certeza, en forma de número, iba a adquirir visibilidad.
Y ahora, mientras espero oír mi nombre por el altavoz, y para animarme, me digo que esa cifra que es indicio de lo otro no debe de haber subido mucho; porque si no, me hubieran llamado con antelación. Y para distraer más el miedo, observo las caras y el temple de los pacientes que entran y salen de las consultas. El recelo y la angustia que reflejan al entrar; y la felicidad o el abatimiento que exhiben al salir.

Homónimas


Una vez se dio la circunstancia de que mi escrito fue comentado por sólo tres personas, y las tres con el mismo nombre de pila. Para agradecerles la atención y hacerlo con equidad, lo que se me ocurrió en un primer momento fue dirigirme a cada una de ellas por su nombre y apellido. Pero sucedía que con una tenía una estrechísima relación y siempre la había nombrado anteponiéndole el María; a otra, salvo resultar impostado, no concebía otra manera de llamarla que con su nombre a secas... Así que fue a la tercera a la que me dirigí con más etiqueta.
Desde entonces, y como quiero resultar igual de agradecida y afectuosa con las tres, pienso en cuál sería la mejor manera de identificarlas. Con la primera, y por las razones expuestas, ya lo tengo resuelto. Pero con las otras dos, y no sabiendo si a  alguna se la conoce por alguna variante del nombre original, lo que me parecería más justo (aunque en el caso de una menos natural) sería añadir al nombre la letra inicial de sus primeros apellidos.
En fin, que esta mañana me he levantado pensando en las Cármenes y me han salido estas letras.

Mi desparpajo al hablar


Tengo la sensación de que mis palabras muchas veces os desconciertan; y, para que esto no ocurra, quiero explicaros un poco cómo soy. Yo me crié en un ambiente intelectualmente avanzado y de lo más exigente en cuanto a preceptos morales. Y así, mi decir y mi comportamiento pueden resultar completamente dispares. Por ejemplo: uno de mis libros favoritos siempre ha sido “El fin de la aventura” de Graham Greene. Esta novela trata del adulterio entre un escritor y una mujer casada; de cómo pesa en la relación la condición de católica de ella; del remordimiento... Bien, pues el hecho de que la lealtad sea para mí un valor inquebrantable no me impide reconocer el mérito de esta obra; comprender la situación y hasta identificarme con los personajes.
Y luego están las palabras que a veces utilizo para darme a entender. Os diré que no me gusta la grandilocuencia; que paso de esa solemnidad con que viene envuelta frecuentemente la estupidez; y que intento expresarme con naturalidad. Conozco el lenguaje académico, el coloquial y el malsonante. Puedo hablar en román paladino y de manera enmarañada; en castizo y con extranjerismos..., y escojo siempre lo que me parece mejor.
En fin, que a riesgo de herir alguna sensibilidad (y por lo cual pido perdón), espero poder seguir hablando con total desembarazo. 

Los lectores y la madrugada


Ayer me acosté cuando aún era la tarde, y hoy me he levantado en el tiempo anterior a la madrugada. Estoy en medio de un silencio que sólo rompe el tictac del reloj y en mi cabeza hay un batiburrillo de ideas inconexas que pugnan por ser desarrolladas y llevadas al papel. Inmersa en este caos en el que no sé si hablar de las relaciones entre suegra y nuera; del ahogo que me provoca todo lo que huele a organización; o de las exigencias morales que condicionan nuestro proceder, me acuerdo de los lectores y a ellos voy a dedicar estas líneas.
Pienso en los que hoy las leerán y en las diferentes maneras que tendrán de corresponderme. En aquellos que me emocionarán con sus palabras y en los que me harán saber con sus elocuentes silencios. En los que manifestarán su parecer valiéndose de un emoticono y en los que no dirán ni mu pero volverán a dejar su huella en mi lista de lectores; en los que disfrutarán y en los que se aburrirán; en todos aquellos que me dedican su tiempo con infinita paciencia...

Llueve


Probablemente me tachéis de hereje, pero os quiero confesar que a mí no me gusta la poesía. Sé que se la juzga la forma de expresión más elevada, pero yo no soy capaz de apreciarla. Quizá me falta talento...
En la biblioteca de mi casa había libros de los más excelsos poetas y de pequeña los leí; pero en la adultez, mi deseo vehemente de leer lo satisfago siempre con prosa. Los versos sólo consiguen emocionarme cuando se hacen canción. Y así, si leo “Balada de otoño” de Antonio Machado, lo más seguro es que no sienta ni frío ni calor; pero si es la voz de Joan Manuel Serrat quien dice “Llueve, detrás de los cristales llueve y llueve...”, entonces sí que me conmuevo. Y lo mismo me pasa con “Como tú” de León Felipe y Paco Ibáñez; y con “Elegía a Ramón Sijé” de Miguel Hernández y Serrat...
Una de mis mejores amigas es muy amante de la poesía, y este tema no lo tocamos nunca por lo que pueda pasar.

Mi vecino Jacinto


Mi bicicleta era de color verde; y, como todas las de las niñas, no tenía barra. Cuando   me la compraron, me la llevé a una cuesta cuyo declive me permitía coger impulso; y allí estuve probando y probando hasta que conseguí mantenerme en equilibrio sobre ella. Pronto pude recorrer el pueblo y los alrededores; y de los pinitos del comienzo pasé a guiarla con bastante destreza.
Pero la bicicleta que a mí me gustaba era la de mi vecino Jacinto. Ésta era negra, alta y con barra, e ir en ella me daba sensación de poderío. Como el susodicho era muy antipático, para conseguir que me la prestara tenía que darle dos albaricoques verdes del árbol que teníamos en el patio o tres tebeos del Capitán Trueno o del Jabato; pero yo hacía el trueque de buen grado, porque conducir aquella máquina me encantaba.
Un día, yendo por una pendiente muy inclinada, los frenos de la bicicleta de Jacinto no funcionaron y me di un trompazo monumental. En mi trayectoria hasta chocar con unos haces de alfalfa, me llevé por delante unos botijos que se secaban al sol; pude esquivar un cercado; y casi me caigo en un pilón.