domingo, 24 de noviembre de 2019

Un amigo muy mordaz


Cuando murió Jacinto, los amigos acudimos al tanatorio a darle el pésame a la familia; y, después, en el bar del Paco, le hicimos una especie de despedida y homenaje.
Bebimos bourbon porque éste era su licor preferido; y, entre lingotazo y lingotazo, comenzamos a recordarle...
Al principio de tratarnos, y por su evidente espíritu burlón, le aplicamos los motes de “amargado” y “malaleche”; pero cuando se incorporó a la pandilla la Marisol, le cambiamos los sobrenombres. Y esto fue así porque la susodicha (que era muy leída y escribida), nos explicó que esa burla cruel que practicaba el Jacinto se llamaba sarcasmo; y que, si no queríamos resultar tan pedestres, teníamos que utilizar los calificativos de mordaz, sarcástico e incluso sardónico, para referirnos a él.
Nuestro camarada nos correspondía llamándonos tontucios; y no nos lo decía por decir, sino que realmente pensaba que éramos medio lelos. Se reía de nuestras esperanzas e ilusiones y nos minusvaloraba por tenerlas; y con su continua ironía nos maltrataba...
Como no entendíamos las razones del comportamiento del Jacinto y estábamos hartos, recurrimos a la talentosa Marisol, y esto fue lo que nos dijo: “El Jacinto es una persona que ha sufrido mucho; y por miedo a que lo hagan padecer de nuevo, lleva puesta la coraza de la crueldad”.

Los crucigramas blancos, el miedo y la fuerza de voluntad


En estos días de tanto frío, el sofá me retiene fuertemente unida a su asiento. De vez en cuando aparece la fuerza de voluntad, y me insta a que me levante y salga a la calle a pasear; pero como no me apetece su plan, pongo la atención en otra cosa. Ella me acucia; y al final, para no oírla, tengo que zambullirme en un crucigrama blanco, porque sé que así me abstraeré por completo.
Y es que, dejando aparte la escritura, es este tipo de pasatiempo el que más logra ensimismarme. Me basta tener uno de ellos entre las manos para enajenarme de todo lo que me rodea y olvidarme de donde estoy. Para mí, esas cuadrículas impolutas son fortalezas inexpugnables que tengo que conquistar, y no cejo hasta conseguirlo.
Y esta afición desmesurada a rellenar casillas me es muy útil también cuando tengo que viajar en avión. En esos momentos, el miedo a volar pugna por hacerse dueño de mi ánimo y angustiarme hasta hacerme enloquecer; pero no puede lograrlo porque yo, entregada totalmente a encontrar la palabra que corresponda a tal o cual definición, ni  siquiera reparo en él. 

Cuando éramos felices


Viendo lo enrarecido que está el ambiente, nadie diría que hubo un tiempo en el que la cordialidad y el entendimiento reinaron entre nosotros; y, sin embargo, fue así.
Me refiero a los momentos en los que todos parecíamos tener magia; y en la que cada cosa que sucedía la juzgábamos estupenda. A la oportunidad que quisimos aprovechar para embarcarnos en un proyecto común; y que, por unas cosas o por otras, no pudimos ejecutar...
Luego vino el desgaste de la convivencia y la falta de ilusión; y así, hasta quedar convertidos en lo que somos ahora: seres enojados por esto o por aquello y sin vigor.
Y por si acaso estas son las últimas horas del Post según lo hemos conocido, os quiero contar (¡de verdad!) como os dibujé en mi imaginación a poco de entrar; cuando apenas sabía de vosotros...
Para mí, los mandamases erais dos: la dominatriz y el viejo roquero; y, a continuación, estabais los demás, con unas personalidades bien definidas. Me identifiqué enseguida con una mujer con la que me pareció compartir código; y con un hombre que tenía mi mismo gusto musical y que escribía con palabras que me eran muy cercanas. Me intimidó una fémina que se guaseaba de todo y de todos; y que no dejaba títere con cabeza. Pronto localicé a la persona que creí mi antítesis: la admiré, pero pocas veces convergí con ella. Me irritó a veces un caballero que demostraba tener más sensatez y sabiduría que los demás; y en alguna ocasión  vislumbré a un ser al que catalogué como un extraterrestre, que me inquietaba y no me caía nada bien... 

La grandeza de volar


Hace un momento, he desplegado las alas y me he echado a volar. Como no llevo lastre, enseguida he podido remontar; y ahora planeo por el cielo sin un rumbo determinado. En el cedé suena “Entre dos aguas”, de Paco de Lucía; y yo, con el ánimo exaltado, tomo conciencia de lo pequeñas que son las cosas que he dejado abajo... por ejemplo, esos entuertos que corrompen la amistad; y que luego, cuando se desfacen, la dejan dañada.
Ahora prefiero contemplar la belleza del campo. Esta desnudez amarilla y ocre que me recuerda que la vendimia ya es pasado, y la varea de las oliveras está por llegar.

Las artistas y los Pepes


Ayer nos juntamos las artistas y los Pepes, y lo pasamos francamente bien. Nos llamamos así porque Ramona es pintora, Clara modista y actriz, y yo escritora; y nuestros tres maridos comparten el hipocorístico de José.
Esta particularidad obliga a que, cada vez que te diriges a uno de los caballeros tienes que establecer contacto visual con él. Y esto es así porque, como digas Pepe y estén de espaldas, invariablemente se vuelven los tres.
A pesar de los momentos de incertidumbre que estamos viviendo todos los españoles y de la honda preocupación que sentimos, obviamos el tema de la política en nuestra conversación; y sí hablamos de arte y de la necesidad de expresarnos. Ramona, en cuya casa comimos, nos mostró sus dos últimos lienzos; Clara, a través del móvil, alguna de sus creaciones; y yo hablé de la lengua.
La próxima vez que nos veamos será a final de mes, en el estreno de una comedia en la que actuará Clara. Y los Pepes, que observan y siguen nuestra actividad artística con gran complacencia, nos hicieron una barbacoa de carne y butifarras; una ensalada de lechuga; y otra de escarola y granada. De postre, panellets; y para beber, un buen vino.  

Un sánduche para merendar


Ayer, cuando llegué a la explanada por la que suelo pasear, me encontré con que habían puesto una feria. Imbuida de esa circunspección que nos da la edad, me adentré en ella, únicamente con la intención de mirar. Pero la feria me cautivó con su magia, y acabé comportándome como una quinceañera rediviva.
Al primer lugar al que me dirigí fue a la caseta de tiro al blanco. Acostumbrada en mi juventud a disparar a diana con la escopeta de perdigones de mi hermano, enseguida acerté a todas las bolas que hacían de blanco al otro lado del mostrador; y, en el punto en que ya no quedó ninguna, me marché a otro sitio.
Eufórica por mi buena puntería (demostración de la firmeza de mi pulso), me monté en una atracción que se llamaba “Adrenalina”. Sentada al lado de otras personas, aquello empezó a girar y me movió de arriba abajo, de izquierda a derecha y alrededor; y, cuando conseguí bajar, lo hice trastabillando y con la sensación de que todas las vísceras se me habían puesto en un sitio diferente al que tenían antes del infernal traqueteo.
Después, cuando dejé de tambalearme, paseé por entre los puestos de golosinas, churros y demás; y en uno de ellos me tomé un sánduche para merendar.

En el casoplón de doña Dionisia


No pretendía epatar. Lo que ocurrió es que aquel camisón de seda beis ejerció tal influjo sobre mí que no pude resistirme a lucirlo en el evento.
Lo encontré rebuscando en un baúl que había en el casoplón de doña Dionisia; y enseguida que lo vi, reconocí su calidad al tacto y necesité ponérmelo.
Alcé los brazos por encima de la cabeza y los introduje en él; y sentirlo deslizarse suavemente por mi cuerpo fue un auténtico disfrute. Después anduve para acá y para allá con los tacones, para permitir que la finísima tela resbalara entre mis piernas y  las acariciara... Y por último, le pedí a mi anfitriona el batín acolchado de su marido; porque, al ser de color de chocolate, era el complemento perfecto para el camisón.
Y vestida de esta guisa, y con unos pendientes largos, asistí al homenaje que se celebró en honor de un insigne poeta y a la cena posterior.

sábado, 9 de noviembre de 2019

El deseo de vivir sin estrecheces


Me gustan mucho los pimientos verdes. Crudos o asados, me han producido siempre mucho placer; y, próximamente, pudiera ser que me dieran un auténtico alegrón.
Se trata de que un millonario, cuyo nombre no se ha dado a conocer, va a sortear una mensualidad de por vida entre los amantes de este fruto; e intuyo que me va a tocar a mí.
Mi presentimiento no tiene semejanza con esa ilusión que embarga a los que esperan ser los próximos acertantes del Euromillón, y que les hace verse en un casón y rodeados de cochazos. Nada de eso.
Lo mío es una especie de certidumbre; un convencimiento de que la suerte me va a favorecer, aunque no tenga ninguna razón para pensarlo. Además, si finalmente acertara en mi predicción y me cayera el sueldecito, no creo que mi vida cambiara demasiado. Yo a lo único que aspiro es a la tranquilidad; a vivir con desahogo; a no tener que estar siempre mirando el dinero... 

Año 1960 - Adeodato y su innombrable condición


Vine al mundo cuando no se me esperaba; y, por ello, me pusieron Adeodato. Sí, así  como suena: A-DE-O-DA-TO; que significa regalo de Dios.
Como es un nombre enrevesado, unos me dicen Adeo; otros, Deo; y un viajante de fajas catalán que se casó con una del pueblo me llama Adéu.
Yo a todo me avengo porque soy de natural afable; aunque en el ánimo, me pesa el apelativo casi tanto como esa cosa que guardo dentro y que no puedo decir. 
Permanezco célibe porque sería un contradiós que me casara; vivo con una hermana solterona; y me dedico a la jardinería.
Las mujeres de por aquí dicen que soy un virtuoso injertador de geranios; pero a mí, lo que me gustaría verdaderamente es trabajar en el mundo del espectáculo. Me fascinan las vedetes y las artistas en general; y Monna Bell, cuando canta “Eres diferente”, me parece una diosa. No sé como en el Festival de Benidorm ganó “Comunicando”. Creo que entre una canción y otra no hay color.
Una vez, en la capital, me compré un vestido de lentejuelas y una peluca, haciéndole creer al dependiente que yo era un empresario teatral. Ahora, en la soledad de mi habitación y con ellos puestos, me emperifollo y me transformo en mi amada Monna. Y ya, delante del espejo, sólo me queda ponerme a cantar: 
“Eres diferente, diferente 
al resto de la gente...”

La Marilinda y el Abraham


Este mediodía, tomándonos un cóctel de champán, la Marilinda me ha hecho una confesión estupefaciente. Me ha asegurado que como el Abraham no reconozca que está muy sordo y se ponga un audífono, lo va a abandonar.
Ante mi pasmo por una noticia tan inesperada, ha continuado explayándose: 
- Tú no sabes lo que es vivir con los aparatos de la casa puestos a todo volumen. Para una persona con un oído tan fino como el mío, unos decibelios de más resultan insoportables. Si la cosa no tuviera remedio me aguantaría, pero por una cabezonería de él no estoy dispuesta.
- Pero qué decisión tan drástica, ¿no?
- Mira, cuando nos disponemos a ver la televisión, pone el sonido a tal intensidad que, no es que te resulte más o menos molesto, es que te vuelves loca. Las ondas sonoras chocan con las paredes y la reverberación convierte el cuarto de estar en una cámara de tortura. Yo no puedo con los nervios; al final siempre acabo en otra habitación, y eso no es justo.
- ¡Pero Marilinda!
- Ni Marilinda ni nada. Y además está el hecho de que habla muy fuerte. Cuando circulamos por la calle, por ejemplo, todo el mundo que anda cerca se entera de nuestra intimidad. ¡Es horrible! El otro día, cuando fuimos a ver la última película de Woody Allen, y como hacían descuento a los espectadores mayores de 65 años, se puso a decir a gritos nuestra edad, y con ello informó a toda la fila. ¡Me quise morir! El único consuelo que me quedó es que la taquillera puso cara de incredulidad al mirarme a mí. En fin, qué más te voy a contar...

El Día de los Difuntos


El olor de las flores y la palabra aletría siempre me llevan a la niñez; concretamente, al día 2 de noviembre. A esa jornada en la que el cementerio, un lugar repleto de cadáveres, se convertía en un espacio lleno de vida y color.
El pueblo entero estaba allí adecentando sus lápidas y ornándolas con plantas diversas; recordando a sus deudos fallecidos; platicando con los demás lugareños; enterándose o informando de cualquier cotilleo...
A media mañana, cuando los efluvios de las flores inundaban el aire y todo era un ir y venir de gente, aparecía el cura acompañado de dos monaguillos y un hisopo. En un lugar preeminente recitaba una oración; y, posteriormente, seguido de un coro de feligreses, pasaba por delante de todas las tumbas rociándolas con agua bendita.
Después estaba el condumio. Recuerdo que mis vecinas de dos o tres tumbas más allá siempre se llevaban aletría. En una especie de balconcillo que tenían delante del panteón se sentaban una enfrente de la otra; abrían el puchero y se repartían los fideos. Y todo lo hacían estando muy atentas y sin perder detalle de lo que ocurría a su alrededor... ¡eran fantásticas!
Y por la tarde, aunque ya con menos intensidad, continuaban las actividades...

Caer de bruces


Hace un rato me he dado un porrazo monumental. Se me ha doblado el pie derecho y he perdido el equilibrio; y, como no he podido amortiguar la caída con las manos, me he quedado en el suelo, bocabajo, cuan larga soy.
Ha ocurrido en medio del bulevar y con mucho público alrededor; pero yo, lejos de avergonzarme, me he levantado muy digna, me he espolvorado un poco y he seguido andando como si no hubiera pasado nada.
Debo decir que, quizá porque iba acompañada y todo se ha resuelto rápidamente, nadie me ha ofrecido su ayuda, y ni siquiera me han preguntado si me había hecho daño. Al menos me queda el consuelo de no haber visto ni oído ninguna risita ni ningún móvil grabando. De todas maneras, tendré que esperar unas horas para comprobar que no me he convertido en trending topic. ¡No lo quiero ni pensar!
Ahora estoy en mi casa examinando el descalabro: una rozadura por aquí, otra por allí... En fin, que como no me he roto nada y mi dignidad no ha sufrido merma (de momento), no me puedo quejar. Lo único es que he tenido que suspender el paseo.

Hacer de su capa un sayo


Con el tema de Franco aún candente, yo voy a hablar de su nieta mayor Carmen Martínez Bordíu. Y es que esta mujer bella y mundana fue para mí, durante años, la representación de la modernidad; lo contrapuesto a lo establecido.
Aunque su pedida de mano y su casamiento con el duque de Cádiz me parecieron dos actos muy convencionales, juzgué la historia de amor que desembocó en ellos como de película; y lo que me dejó completamente alucinada fue su affaire con el anticuario francés Rossi y su marcha a París.
Hacer algo algo así en una sociedad tan timorata como la de entonces requería una gran dosis de valentía; y a Carmen no le faltó. Recuerdo que el escándalo que se armó fue mayúsculo, y que a la pobre la condenaron prácticamente al ostracismo.
Pero cuanto mayor era el encono de ese conjunto de hipócritas, meapilas y biempensantes hacia ella, más crecía mi admiración; y así, hasta quedar convertida en una auténtica entusiasta. Al fin y al cabo, esta mujer había hecho lo que muchas deseaban y no se atrevían: rebelarse contra las normas establecidas y obrar con total libertad en todo lo que la atañía.
Y mi fervor llegó a tanto que, del mismo modo que los fanes de Rocío Jurado visitaban “La Yerbabuena” con la esperanza de encontrársela, yo también me acerqué a Aveline, la tienda del anticuario en el Faubourg Saint-Honoré, por los mismos motivos.
Después, en la vida de la protagonista de este cuento ocurrieron grandes tragedias y hechos felices; pero ésa es otra historia.

Dejar oír mi voz


Lo que me pasa a mí se llama desesperanza; e intuir que hay muchas personas padeciendo el mismo mal no me sirve de consuelo. 
Aquí en Catalunya, El Procés lo invade todo; y al que no comulga con él (y osa tener voz y participar en los asuntos públicos), la vida se le complica sobremanera.
Como no todos somos héroes (y el que más y el que menos tiene familia que salvaguardar), la mayoría optamos por el silencio y por renunciar a ejercer nuestros derechos; aunque adoptar esta posición también tiene consecuencias.
Vivir en un ambiente tan opresivo, con tanta incerteza y sintiéndote desamparado, te sumerge en un estado de tristeza permanente que se exacerba en momentos clave como el que estamos viviendo ahora; y la apatía y la ansiedad vienen a completar el cuadro.
Intentando salir de este marasmo he escrito estos renglones. No quiero seguir teniendo la sensación de ser una cucaracha, que se ha plegado a vivir escondida a cambio de que la dejen en paz.