La
noticia de que Francisco José había muerto anonadó a Carmina;
durante las horas que transcurrieron hasta el entierro estuvo zombi,
y cuando el duelo acabó, se sumió en un marasmo que le duró
semanas.
El
porqué de esta aflicción tan tremenda era el amor que, pese a
haberse casado con otro, Carmina le profesaba al susodicho. La
historia empezó en los años sesenta cuando la muchacha, recién
salida de un internado monjil, acudió a un guateque y Francisco José
la sacó a bailar. Ella aceptó porque le gustó lo que veía (un
joven gallardo y altanero como el de la copla) y porque en ese
momento sonaba “Perfidia”, su bolero favorito. Se sintió
transportada al paraíso cuando él la agarró por la cintura; y
cuando le dio un mordisquito en la oreja mientras le susurraba la
letra de la canción, el asunto llegó al clímax. Acabada la música
lenta fueron a sentarse a una cama turca llena de cojines de colores,
y allí, entre trago y trago de cuerva, el joven le contó su
servicio militar. Fueron cuatro horas de intensa narración en las
que ambos disfrutaron de lo lindo: el uno porque tenía como afición
favorita hablar de sí mismo; y la otra porque a estas alturas ya se
había prendado del galán. Cuando la fiesta acabó y se despidieron,
él le dijo que tenía mucho estilo y que le gustaría volver a
verla, pero como era muy tarde y había gente delante, no quedaron en
nada.
Los
días siguientes fueron de desconcierto y dolor para Carmina porque
su enamorado no aparecía; y así anduvo hasta la quinta noche, en
que Francisco José se manifestó dándole una serenata.