domingo, 23 de junio de 2019

La víspera de San Juan


Aquel día, Evangelina se levantó con un montón de cosas por hacer. A las seis de la tarde se iba a celebrar el bautizo del pequeño Joan; y ella, que sería la madrina, aún no había ejecutado ninguna de esas acciones que la harían lucir esplendorosa. Tenía que ponerse una mascarilla de clara de huevo que le habían recomendado; depilarse las cejas, los pelos del bigote y las piernas; hacerse la manicura; ir a la peluquería... 
En este establecimiento, le dijo a la peinadora que le hiciera una permanente; y más le hubiera valido elegir otro tipo de ensortijamiento, porque el resultado fue catastrófico. Cuando la empleada le quitó los rulos, el cabello lo tenía erizado como si acabara de recibir una impresión muy fuerte; y con nada se lo pudieron suavizar ni moldear.
Otra mujer con menos recursos se hubiera deprimido, pero Evangelina no. Evangelina se esparció por el pelo un polvo naranja que tenía para hacer zumo; y con este casco tan original y una maxifalda de tela de vichy que quitaba el hipo, acudió al evento.

Juguetes rotos


Cuando yo era pequeña, vivía en el pueblo una mujer muy beata que tenía un único   hijo. Esta fémina (que parece que la estoy viendo, de tan bien como la recuerdo) expresaba continuamente su deseo de que su vástago fuera sacerdote; dejando bien patente en el mensaje que su felicidad dependía de ello.
Con el tiempo, esta familia desapareció del lugar, y nunca supe si aquel niño tan enmadrado acabó cantando misa. En el caso de que tal cosa sucediera, desconozco si tenía verdadera vocación o renunció a ser feliz en aras de que su progenitora lo fuera. Aunque también pudiera haber ocurrido que, en algún momento del proceso, el muchacho se hubiera visto incapaz de prescindir de sus propios sueños. Y si esto es lo que aconteció, hasta es posible que, armado de valor, mandara los anhelos de su madre a paseo y se dedicara enteramente a seguir su camino.
No lo sé,  pero durante mi vida he visto varios casos como éste. Padres que depositan sus esperanzas en un hijo, y lo ungen encargado de dar lustre a la familia y como conseguidor de esos sueños que ellos no pudieron alcanzar. Progenitores que presionan y chantajean emocionalmente a sus vástagos en interés de lo que ansían, y sin importarles las consecuencias que tal hecho puede acarrear. Hombres y mujeres que transmutan su devoción en odio cuando sus hijos no responden a sus expectativas; hijos convertidos en juguetes rotos... 

El teniente y yo


Hace muchos años por estas fechas, yendo a la playa con una amiga, metimos el coche en un banco de arena inadvertidamente, y nos quedamos atascadas.
Desde un bar cercano llamamos a la Benemérita; y ésta acudió inmediatamente en nuestra ayuda.
Al mando de la patrulla venía un teniente orgulloso y altanero que me encandiló; y aunque él se mostró en todo momento serio y circunspecto, sus ojos me dijeron al instante que yo también lo había enamorado. 
Mientras los números procedían a sacar el vehículo del arenal, el oficial y yo continuamos hablando; y sin poderlo remediar, nos vimos envueltos en ese delicioso juego erótico que consiste en mantener simultáneamente una conversación aséptica y una comunicación ocular de alto voltaje.
Ese mismo día, en cuanto acabó el servicio, aquella autoridad me telefoneó, invitándome a la verbena que iban a celebrar la noche de San Juan él y otros compañeros del Cuerpo; e hizo extensiva la invitación a mis amigos.
Confieso que en los días que me llevaron hasta esa noche mágica, fuerzas desconocidas se agolparon en mi interior y me quitaron el sosiego; y que las sacudidas que sentía eran tan fuertes y tan locas, que no estaba segura de que los cimientos de mi virtud  fueran a aguantar intactos cuando volviera a estar delante de mi caballero.
Y por fin llegó la gran velada. Por decisión propia (no quise que me viniera a buscar), acudí con mis amigas al evento; y con lo primero que me encontré nada más llegar fue ¡con el teniente vestido de paisano! Imaginaos mi decepción: con el uniforme y las estrellas habían desaparecido parte de su atractivo y todo el morbo que me provocaba...  

El hombre que venía de allende del cerro Tomatón


La madre de Agustina nos reprendía, pero nosotras no podíamos dejar de observar a aquel hombre tan pintoresco. Nos chocaba su dicción; sus modales toscos; las mellas que mostraba cuando abría la boca; el que se sacara una navaja del bolsillo y con ella pinchara el embutido de la merienda...
Precedía de allende el cerro Tomatón, y venía a visitar a la familia de mi amiga en algunas ocasiones. Llegaba al pueblo montado en una motocicleta con alforjas, de las que invariablemente asomaban dos gallos que traía como presente; y a nosotras, al verlo de esta guisa, nos entraba la hilaridad.
Entonces corríamos a apostarnos detrás de las cortinas o debajo de la mesa camilla para verlo actuar sin que nadie nos pillara; pero una tarde aciaga, Agustina soltó un hipo en el momento en el que yo entreabría la jarapa que cubría la ventana y mi ojo izquierdo y los ojos de su madre se encontraron...

Mujeres en grupo


Casi cada tarde, por las inmediaciones de mi casa, me encuentro a un grupo de mujeres paseando. Son muy características, y parecen ir siempre en formación: delante y abriendo la marcha camina la  más alta y enjuta de todas; y detrás, más o menos apareadas, van las demás. A veces hablan y a veces no, aunque la impresión que da es de que se lo tienen todo dicho. Aparentan setenta años; y no es difícil imaginar que la mayoría son viudas o separadas. 
Es evidente que estas féminas se han fijado en mí, y hasta creo que me miran con simpatía. Probablemente piensan que si me incorporo al grupo puedo resultar novedosa durante bastante tiempo; que soy capaz de darles mucha materia que suscite su interés.
Aunque trato de evitarlo, a veces imagino que puede llegar el día en que forme parte de este club. Y entonces me pregunto cómo sería mi relación con la caporala, porque a mí no me gusta mandar ni dirigir, pero tengo mi propio criterio y también soy enjuta. 

Serafima


Ayer salimos con Serafima; y, como siempre ocurre cuando quedamos con ella, fue un placer. La susodicha es una mujer muy culta; su conversación nunca es banal y en cualquier tiempo te sorprende con algo nuevo. Mientras tomábamos una refacción en la Plaza Real, mencionó el tema de la grafomanía. Se preguntó (y nos preguntó) de un modo general en qué momento la afición por escribir se convertía en una especie de locura; y cuándo un autor se transformaba en un grafómano.
Os confieso que me cogió desprevenida porque nunca había pensado enteramente sobre el asunto. Mi amor a la escritura no tiene límite, pero no sé si se me puede incluir en esta categoría. De cualquier manera, si a Bertrand Russell, Nabokov o Dostoievski se les considera así, no me importaría nada pertenecer a este club. Y tengo la sensación de que a vosotros, que también escribís, tampoco.

La llamada del arte


Micaela tenía once años cuando sintió la llamada del arte por primera vez. A esa edad, un día experimentó un deseo irrefrenable que la llevó a pintar una pared del patio de su casa; un muro recién enjalbegado que a sus ojos aparecía como el lienzo perfecto que no podía quedar sin dibujar... una tela que alguien superior había dispuesto para que ella se pudiera expresar.
Impelida por esa extraña fuerza que poseen los artistas, la pequeña Micaela cogió un bote de color y una brocha, y comenzó a pintar sobre aquella superficie inmaculada.
Dibujó tres redondeles: uno encima del otro y de diferente tamaño; y, al lado, otro redondel con muchos redondelitos dentro. Y cuando los demás, desorientados y perplejos, le preguntaron por el significado de tanta forma circular, ella respondió que las tres circunferencias que estaban alineadas representaban a la huevera del pueblo; que el redondo grande era su cuerpo, el mediano su cabeza y el pequeño su rodete. Y que la otra esfera que había al lado, llena de redonditos, era la cesta que siempre llevaba consigo. 

Mi cuadernito


Como no tengo móvil, mi agenda es de papel. La compré hace un montón de años en Cádiz; y recuerdo que transcribí los números de la que llevaba en ésta cuando aún permanecía en la ciudad.
A lo largo de los años, he ido apuntando en sus páginas los teléfonos de la gente que iba entrando en mi vida; y, como los que estaban de antes no los he hecho desaparecer, ahora mi cuadernito está rebosante.
En algún momento del tiempo transcurrido mi agenda perdió sus tapas; y, consecuentes a ello, sus hojas se han rizado. El lomo está a punto de partirse, y las anotaciones ya no guardan el orden debido y aparecen por dondequiera; pero, a pesar de estos inconvenientes (y de su aspecto maltrecho), me avío muy bien con ella.
En estos momentos tengo dos libretas pugnando por relevarla. Una se ajusta al modelo clásico con tapas de piel; y la otra es una preciosidad que me trajeron de Nueva York. Ésta tiene dibujados en las tapas de cartón algunos monumentos de la ciudad; y de la cubierta trasera sale una goma elástica que la mantiene cerrada.
Al final, si resuelvo desprenderme de mi viejo cuaderno, creo que optaré por el que procede de allende los mares.

Unos momentos de pánico


No sé si alguna vez habéis sentido pavor. Me refiero a ese miedo intenso que te corta la respiración y te paraliza; a esa angustia que te entra cuando te ves en una situación de peligro inminente y sin posibilidades de defensa.
Yo me hallé en dicho estado hace muchos años; y aún hoy, cuando me acuerdo, siento terror. Ocurrió en una ocasión en la que me encontraba en el interior de un coche con un compañero de facultad. Estábamos en una zona boscosa por la que no pasaba un alma; y, lejos de estar desnudando nuestros cuerpos (como puede sugerir el decorado), en lo que nos aplicábamos era en quitarle la ropa a nuestros espíritus y explayarnos el uno con el otro.
Entonces giré la cabeza y los vi. Era una partida de cazadores; un conjunto de hombres armados con escopetas que venían hacia donde nosotros estábamos. Alguien a quien no habíamos oído llegar y que, de pronto, encontrábamos a nuestro lado. Unas personas que nos tenían enteramente a su merced...

Unas zapatillas de color oro viejo


Hace poco, cuando paseaba por las calles de una pequeña ciudad, me topé con una tienda de ésas, de precios más baratos, que todos llamamos outlet. Era de calzado; y, como necesitaba unas zapatillas de cuña de esparto, entré para ver si las encontraba. Tuve suerte, e inmediatamente di con las que parecían ideales para mí: de color azul marino y con el talón y la punta de arpillera.
En el momento de ir a pagar, la dependienta me advirtió de que, junto con esa compra y por sólo diez euros más, podía llevarme un segundo par de zapatillas; pero, eso sí, tenían que ser de las que había en determinado expositor.
Como me pareció interesante la oferta, dirigí la vista hacia ese calzado que prácticamente regalaban; y, como era de esperar, me encontré con una serie de adefesios. Pero, mirando y mirando, en medio de todos ellos descubrí un modelo que me pareció bonito y lo adquirí. Era de color oro viejo; y llevaba, en la parte de arriba, tres margaritas de un amarillo más claro.
Ahora, unos días llevo las zapatillas azules y otros las doradas. Y me ha ocurrido que personas que han alabado las segundas, calificándolas de preciosas, ipso facto han bajado su estimación y las han dejado en simplemente “monas” cuando se han enterado de su precio.

domingo, 9 de junio de 2019

Un paseo vespertino por el ayer


Charles Aznavour tiene una canción maravillosa que se titula “Ayer cuando fui joven”. Esta composición ha estado en mi vida desde la pubertad; y, a partir de ese tiempo en que los recuerdos empezaron a contar, cada vez que la oigo me invade la nostalgia.
Ahora tengo el disco sencillo entre las manos. Si lo pongo en el picú y dejo que la voz del cantante se esparza por la habitación, diversas imágenes de los años vividos aparecen en mi cabeza; y, junto con ellas, las sensaciones que entonces me causaron. 
Noto el sabor ácido del albaricoque verde como en el tiempo en que esa fruta sin madurar me chiflaba; el subidón de adrenalina que me producía el tirarme corriendo por una montaña abajo de la mano de una hilera de personas; el dolor que sentí cuando, a finales de un agosto, el chico del que me había enamorado ese verano tuvo que volver a la ciudad...
También me acuerdo de una minifalda de color rojo con cinturón ancho de hebilla; y de la primera vez que “los mayores” nos invitaron a un guateque a mis amigas y a mí.    De rosarios y novenas; y hasta de comulgar los nueve primeros viernes de mes, para tener la garantía de que no iba a morir en pecado mortal...
Y mientras Aznavour sigue cantando, en mi avanzar por el pasado yo ya he llegado a la Universidad. Experimento lo bien que me sentí en ella desde el primer momento; la sensación de libertad y como pude expandir mis ideas. Traigo a la memoria a cátedros cultísimos que, además de su asignatura, te instruían sobre los temas más diversos. 
Recuerdo a los amigos que hice allí. Y los escarceos amorosos que tuve; lo colgados que nos quedamos el uno del otro después de cruzar la mirada; y la primera vez que sentí tus manos por debajo del jersey...  

La media naranja


Cuando los demás hablan de su media naranja, yo exactamente no sé qué quieren decir. ¿Se refieren a su alter ego o a su complemento? ¿A alguien que tiene las mismas virtudes y defectos que ellos, o a aquel que suple sus carencias? ¿A una mitad con la que estarían en permenente alternancia de admiración y rechazo, o a otra a la que acabarían tomando ojeriza por evidenciar sus imperfecciones?
El conviviente ideal ¿es el que tiene una capacidad de adaptación superlativa? ¿el que  termina aburriéndonos porque a todo se aviene? No lo sé; supongo que depende de la personalidad de cada cual.
Lo que sí asevero es que, en una ocasión, me encontré con una creatura imposible de catalogar. Sucedió en una iglesia de Orihuela, en la Semana Santa de 1972. Yo estaba allí contemplando los pasos que iban a sacar en la siguiente procesión; y, de pronto, una voz a mi lado comenzó a verbalizar mis pensamientos. Me volví asombrada, y vi a un joven rubio y bien parecido que me sonrió; y, tras ello, hablamos y hablamos, reconociéndonos uno en el otro y llegando a perder la noción del tiempo. Luego me propuso ir a cenar; pero como yo me iba de la ciudad aquella misma noche, le dije que no.
¿Será verdad que cada uno de nosotros tiene una media naranja garbeando por ahí..?

El día en que me sentí estafada


Hasta hace un mes hubiera asegurado que, en cuestiones de amor y de amistad, siempre había sido correspondida. Pero después de esa fecha, y a raíz de un chasco que me llevé, pienso si no soy una pobre ilusa a la que han engañado muchas veces.
En esta ocasión a la que aludo, descubrí que un amigo muy querido no había respondido con igualdad a la franqueza y lealtad que yo siempre le había demostrado; y, por increíble que parezca, el susodicho había permitido que viviera en el error durante años. 
Cuando me enteré de la verdad sufrí una especie de choque, y lo primero que me dije fue ¡qué tonta he sido! Luego, con el paso de las horas, la impresión de haber sido estafada se apoderó de mi ánimo; y la indignación y la rabia comenzaron a aparecer. 
Ahora, toda yo soy un revoltijo de sensaciones. Aparentemente, el cariño que sentía hacia el amigo traidor no se ha deteriorado; pero no sé lo que ocurrirá con el paso de los días. En mí anida la decepción, la incredulidad, la pena, la incomprensión... 

Ejercitando la memoria


A veces, cuando estoy en el pueblo, me pongo a hablar con personas de mi misma edad, y aún más mayores, de hechos que sucedieron en tiempos remotos. También, de esas voces desusadas que nombran cosas que ya no utilizamos; y de aquellas otras que, dando muestras de ser unos esnobs, muchos hispanohablantes han desechado y sustituido por extranjerismos. 
Mencionamos a aquellos que nos precedieron y han desaparecido; y sacamos a colación costumbres y hábitos que ahora resultarían insólitos. Y una servidora es la que suele recordar las cosas con más claridad. La que hace el pasado presente con tanto detalle y pormenor que deja a sus interlocutores maravillados.
Y no es que posea una memoria prodigiosa (¡qué va!); ni que esté describiendo la realidad pretérita dando curso libre a mi imaginación (faltaría más). Lo que ocurre es que, cuando me fui del pueblo, todo lo que me circundaba quedó registrado en mi cabeza como una foto fija y así ha permanecido desde entonces. 

Cuando mi alter ego me quitó la esperanza


¿Qué me pasa? La abulia y la desgana se han apoderado de mí y están condicionando mi conducta. Un día, hace poco, cuando estaba comentando los escritos de los demás, sufrí una especie de desgaje. Una parte de mí se conformó en otra yo y, poniéndoseme enfrente, me convenció de que mi obrar carecía de sentido. Me hizo ver que, como Sísifo estuvo subiendo la piedra a la montaña una y otra vez, yo escribía y hacía comentarios reiteradamente sin que esto sirviera para nada. 
Ahora no tengo motivación. De vez en cuando me asomo al Post y me da pena porque parece estar convirtiéndose en un lugar yermo. Me preocupa que algún día necesite volver y no lo encuentre.
En fin, espero que esta falta de ilusión sea pasajera.