Aquel día, Evangelina se levantó con un montón de cosas por hacer. A las seis de la tarde se iba a celebrar el bautizo del pequeño Joan; y ella, que sería la madrina, aún no había ejecutado ninguna de esas acciones que la harían lucir esplendorosa. Tenía que ponerse una mascarilla de clara de huevo que le habían recomendado; depilarse las cejas, los pelos del bigote y las piernas; hacerse la manicura; ir a la peluquería...
En este establecimiento, le dijo a la peinadora que le hiciera una permanente; y más le hubiera valido elegir otro tipo de ensortijamiento, porque el resultado fue catastrófico. Cuando la empleada le quitó los rulos, el cabello lo tenía erizado como si acabara de recibir una impresión muy fuerte; y con nada se lo pudieron suavizar ni moldear.
Otra mujer con menos recursos se hubiera deprimido, pero Evangelina no. Evangelina se esparció por el pelo un polvo naranja que tenía para hacer zumo; y con este casco tan original y una maxifalda de tela de vichy que quitaba el hipo, acudió al evento.