De todas las cosas que mis padres hicieron por mí, la mejor, sin duda, fue acostumbrarme a leer. Gracias a ello me he enriquecido espiritualmente y no me he aburrido jamás.
Leer, he leído casi todos los días de mi vida, pero no siempre lo mismo. A cada edad, y según el momento, me ha apetecido leer una cosa u otra; y el mismo libro, leído en diferentes edades o circunstancias, ha tenido para mí diferentes lecturas. De joven, por ejemplo, cuando estaba llena de ilusiones y esperanzas, y ansiaba comerme el mundo, leía de todo: premios Nobel, escritores rusos, americanos, ingleses... También, como reflexionaba mucho sobre temas trascendentales, me gustaban los libros de filosofía. Por cierto, que a tenor de la cantidad de autores y libros que canonicé entonces, mi capacidad de crítica no debería estar muy allá. Más adelante, en la edad adulta, como las preocupaciones y la responsabilidad me agobiaban tanto, leí muchas novelas de evasión para aligerar mi espíritu. Y ahora, en la madurez, con más sabiduría y la misma curiosidad, vuelvo al principio. Leo de todo, pero como le doy más importancia al lenguaje que antes, gozo más leyendo a autores castellanos o catalanes. También me gusta releer las obras que me marcaron años atrás, reencontrarme con sus personajes y volver a los lugares que conocí a través de sus líneas.
A veces cierro los ojos y veo la biblioteca de la casa familiar: los premios Nobel colocados uno al lado del otro con sus tapas de piel azul, y el corte de las hojas y los rótulos dorados; la colección de novela negra; la narrativa española del XIX ... y multitud de libros desperdigados aquí y allí. Y es que cualquier intento de ponerlos en orden acababa en fracaso, porque éramos muchos hermanos y cada uno colocaba el libro leído en el primer hueco que encontraba.
Pero dentro de la melancolía que me produce el no tener a mis padres conmigo, también hay momentos felices. El último fue hace unos días cuando descubrí, en una librería de viejo, un ejemplar de un libro que de pequeña figuraba entre mis preferidos, y que no había vuelto a ver desde entonces. Ni que decir tiene que lo compré.