lunes, 30 de octubre de 2017

Coser y bordar


En cuestión de costura, mis hermanas y yo éramos un desastre; una calamidad... Hacer bien un bodoque o una vainica significaba para nosotras una meta imposible de alcanzar; un reto que nos presentaba más dificultades que el que hubiera representado, para un lego en matemáticas, un logaritmo neperiano.
Ante este panorama, durante un verano acudimos a las clases que impartía una costurera famosa en toda la comarca por sus dotes didácticas, pero nada pudo hacer. Todo se nos resistía: el hilván, el punto de cruz, el simple pespunte... La maña y nosotras éramos imposibles de cuadrar. 
Aquel verano nos hartamos de polos para poder sobrellevar el calor que hacía en aquella clase; nos aburrimos, oyendo hablar de cosas que no entendíamos a las novias que preparaban sus ajuares; hicimos feos agujeros donde tendría que haber habido ojales; destrozamos camisetas intentando bordar en ellas un áncora; compartimos experiencias que nos unieron más y contribuyeron a hacernos ser lo que somos...

Catalunya, mon amour


Siento incredulidad, incerteza, ansiedad, miedo, pena... Ayer fui de paseo y vi caras de felicidad, pero también vi muchas de desolación y tristeza. En las imágenes del Parlament que ofreció la televisión, observé rostros triunfantes, emocionados, de preocupación...; pero el entusiasmo general brilló por su ausencia.
Tengo la cabeza atiborrada de información y estoy permanentemente irritada; pero si cierro los canales que me la proporcionan, al instante siento ansiedad y tengo que volver a abrirlos. La misma agitación me acomete cuando entre las noticias aparece alguna que no tiene que ver con el tema.
Con mis más próximos y que piensan como yo, no hablo de otra cosa. Y con los que disienten, y también son cercanos, trato vaguedades.
En la calle no hay otro tema de conversación. Los vecinos que no son de la misma cuerda tienen un trato correcto, pero muchos se miran de reojo.
Extraño la Barcelona de hace unos años. Esa ciudad que dejaba boquiabiertos a todos los visitantes porque era un faro de novedades, cultura y libertad. Anhelo que esa Barcelona vuelva; y que todos los catalanes (cada uno con sus ideas) podamos vivir en armonía, progreso y libertad. 

Sobre la ordinariez


La primera vez que fui a Vejer conocí a una mujer muy anciana que irradiaba sencillez, elegancia y serenidad. Era de buena estatura y enjuta; y, pese a su edad, caminaba con bastante agilidad. Recogía su pelo en un rodete y siempre iba vestida con batas grises o marrones ceñidas en la cintura con un cordón de seda.
Aquella mujer había nacido en el campo, y no había recibido instrucción reglada ni educación al uso; pero la dama poseía un lustre y una distinción que para sí quisieran los miembros de los más altos estamentos. Y era público que su talla moral era inconmensurable.
Una vez que estábamos en torno a ella un grupo de jóvenes, nuestra amiga comenzó a hablarnos de la ordinariez; de esa grosería que lacera a quien la sufre, y que tan ufana vuelve a la persona que la practica. Nos aconsejó que huyéramos de ella como de la peste porque era hiel que dañaba el espíritu.
¡Qué acertada estuvo aquella mujer con sus decires!

sábado, 21 de octubre de 2017

Entremedias


Ayer estuve de charleta con una amiga. Empezamos hablando de los juegos de café de china; en concreto, de cómo los valorábamos antes, y de lo mucho que nos estorban ahora. Acabamos con Emile Zola y su obra “Una página de amor”; y, entremedias, mi amiga me hizo la siguiente declaración: 
“Pondría la vida antes en manos de una mujer que de un hombre; y el espíritu, al contrario.
A igualdad de pericia, si tuviera que operarme a vida o muerte, preferiría que la intervención la realizara una cirujana. También elegiría a una mujer para que aterrizara mi avión en condiciones de peligro extremo. En cambio, nunca le abriría el corazón a una fémina: el ser del sexo masculino es condición sine qua non para ser mi confidente”.
Pues esto me dijo mi amiga, ¡y se quedó tan fresca!

París - 1973


La primera vez que Almudena fue a París quedó deslumbrada con el estilo de las parisienses. En ese tiempo, ella acostumbraba llevar pantalones y jerséis holgados; y la gravedad de sus pensamientos era tal que la espalda se le encorvaba.
Encontrarse con aquellas muchachas que lucían prendas entalladas y de gran colorido la admiró. Y como intuyó que mostrarse de esa guisa les hacía sentirse seguras y disfrutar, enseguida quiso probar la virtud y propiedades de aquel atavío.
En las Galerias Lafayette cambió su aspecto por completo. Se compró una minifalda amarilla y un suéter negro; y, con su corte de pelo a lo Mireille Mathieu, se convirtió en una parisina más.
Sin corsés mentales que la constriñeran, vivió libre en esa ciudad durante un verano; y luego, cuando tocó, volvió a España a seguir siendo una universitaria con ideas avanzadas y comportamiento monjil. Poco después, visitando los pasos de Semana Santa en la iglesia de una ciudad de provincias, conoció a un cofrade y se ennovió. Hoy ya llevan cuarenta años casados.

¿Hay queso en Barcelona?


Una vez, en un pueblo indeterminado, fuimos a visitar a unas personas y nos correspondieron con un refrigerio. Estaba compuesto de tacos de queso, rebanadas de pan y refrescos; y, dado que veníamos del campo y estábamos hambrientos, lo devoramos en un santiamén. La anfitriona, viendo y considerando nuestro desmelene tragador, sacó un queso entero de la fresquera y una hogaza de pan de la troj; y, toda rumbosa, los puso encima de la mesa para que pudiéramos continuar comiendo. En el transcurso de una hora acabamos con todo el condumio; y, después de otra hora, dimos las gracias por tan suculenta merienda y nos despedimos.
Al cabo de un tiempo, tuvimos conocimiento de lo que nuestra generosa anfitriona había declarado acerca de nuestra visita: “Viéndoles comer, y cuasi engullir, se diría que no hay queso en Barcelona”.

El mejor regalo para un recién nacido


Mi amiga Sole ha tenido una nieta y yo no sé qué regalarle. Por su utilidad, en lo primero que pensé cuando me enteré de la noticia fue en los pañales, pero los deseché enseguida porque prefería algo más vistoso. 
Ahora estoy en la planta de bebés de unos grandes almacenes; y, verdaderamente, estoy actualizando mis conocimientos sobre el tema. Me rodean un sinfín de modeletes de marca, que cuestan un pico; y digo yo, ¿cuánto tiempo podrán lucirlos los pequeños antes de que no les quepan? ¿una semana? ¿quince días? ¿un mes? Veo peúcos y baberos; pijamas y mantillas... En este momento me llama la atención una especie de trenca que está doblada en un estante. Me acerco y la despliego; es un precioso  y original saco; creo que por fin he encontrado mi regalo...

La suspensión de los sentidos


A Juana no hay nada que la arrebate más que los antebrazos de un hombre llenos de pelo. Por razones obvias (está en boga la depilación masculina), la susodicha tiene pocas oportunidades de alcanzar el embeleso, pero el otro día lo logró. Así narró en su diario el momento vivido: 
“Los distinguí entre las extremidades de la gente que subía al autobús y me parecieron maravillosos. Salían de unas mangas remangadas y negreaban de tanto pelo como tenían. Vi a su dueño traerlos hacia mí, y deseé que se sentara en una plaza libre que había a mi lado para poder contemplarlos de cerca. Cerré los ojos devorada por la ansiedad; y, cuando los abrí, allí estaban, a unos centímetros de distancia. Eran delgados y sin muscular, y la piel de debajo de semejante pelambrera se adivinaba muy blanca. Cautivada por entero, sentí la necesidad imperiosa de rozarlos con mis dedos; y el dueño, halagado (aunque un poco incómodo), me lo permitió”.

El arcano mundo de los adultos


Por los años de 1960, yo llevaba flequillo, le escribía a los Reyes Magos y veía pasar a las cigüeñas que venían de París. En esta etapa de maduración, un domingo estaba en el cine con mis amigas y se me cayó una peseta al suelo. Cuando me agaché a recogerla, vislumbré por entre las dos butacas de la fila de delante una mano que avanzaba en la oscuridad, y que se introducía en la abertura que dejaba la cremallera abierta de una falda tubo. Aquello me desconcertó porque no sabía lo que significaba; pero a partir de entonces empecé a intuir que existía un mundo lleno de misterio, donde solamente tenían cabida los adultos.

Ir de luto


Antiguamente, como se llevaba luto durante tanto tiempo cuando se moría un deudo, y la vida media no era muy larga que digamos, a menudo ocurría que se empalmaba un luto con otro y la afligida no se vestía de color jamás. Especifico lo de afligida porque, así como en el hombre el luto era llevadero, en la mujer era insoportable. En ellos, una banda negra cosida en la manga de la chaqueta o una corbata de este color bastaba para manifestar la pena; pero en ellas el luto era de tanta envergadura que transcurría en dos tiempos: luto riguroso y medio luto. El luto riguroso comenzaba en cuanto el pariente pasaba a mejor vida, y se extendía a lo largo de equis tiempo (no recuerdo cuanto). Las prendas (todas de color negro) utilizadas en este período eran la saya, el jersey, medias tupidas, la toca y el velo. A continuación, venía el medio luto, caracterizado por un aligeramiento o alivio de los rigores precedentes. En él se prescindía de la toca, y si había transcurrido mucho tiempo desde el óbito, incluso del velo. Creo recordar que, con moderación, se podía introducir un toque de color blanco en la indumentaria. Ni que decir tiene que el comportamiento de estas pobres creaturas debía correr parejo con la vestimenta descrita.
Y esto es lo que le ocurrió a la Teodosia, una vieja en aquel entonces (a mediados del siglo XX), que vivía sola en una casica en lo alto de la calle Mayor, y que estaba loca perdida. Sus parientes habían ido muriendo con un intervalo inferior al tiempo de luto prescrito, con lo que la pobre, además del dolor que tuvo que soportar por tantos familiares muertos, no pudo quitarse nunca la ropa negra de encima. Tampoco pudo reír, entretenerse o frivolizar (ni siquiera de joven), porque tenía que demostrar a todas horas pena y aflicción. Todo esto la fue deprimiendo y la cara se le fue desencajando, pero lo que le dio la puntilla fue el no poder casarse: ella quería hacerlo de blanco y de día, y no de negro y de noche como prescribía el luto, y nunca tuvo ocasión.

sábado, 7 de octubre de 2017

Tal como somos


¿Quién nos obligó a nosotros, seres estúpidos, a abandonar aquel paraíso y a adentrarnos en tan prosaico lugar?
¿Dónde encontraremos un ambiente tan propicio como el perdido para dar rienda suelta a nuestra creatividad?
¿Cómo pensamos superarnos a nosotros mismos sin ese encantamiento que se fue?
Cuando uno abandona ese lugar mágico llamado “Trato Superficial” y se adentra en las procelosas aguas de las “Relaciones Estrechas”, puede sufrir, así como provocar, desilusión, decepción y desengaño.
Es el riego que se corre cuando uno se muestra desnudo y ve desnudos a los demás.

Dicen


Dicen que el tiempo diluye el efecto de las cosas. También dicen que a los días aciagos les siguen días felices. Pero lo que nadie dice es que, cuando el ánimo está herido, el tiempo transcurre muy lentamente; y que el mañana venturoso por llegar puede no estar tan cerca.
Hay noches en las que cuando me acuesto, deseo que las pocas horas que voy a estar durmiendo se conviertan en un mes; y que la suerte que está por llegar lo haga cuanto antes. Luego, en la madrugada, cuando abro los ojos advierto que el mal que me atenaza sigue estando ahí; y según pasan las horas, también me percato de que ese no va a ser el día en que llegue la felicidad.   

Sin duda, la mejor costumbre


De todas las cosas que mis padres hicieron por mí, la mejor, sin duda, fue acostumbrarme a leer. Gracias a ello me he enriquecido espiritualmente y no me he aburrido jamás.
Leer, he leído casi todos los días de mi vida, pero no siempre lo mismo. A cada edad, y según el momento, me ha apetecido leer una cosa u otra; y el mismo libro, leído en diferentes edades o circunstancias, ha tenido para mí diferentes lecturas. De joven, por ejemplo, cuando estaba llena de ilusiones y esperanzas, y ansiaba comerme el mundo, leía de todo: premios Nobel, escritores rusos, americanos, ingleses... También, como reflexionaba mucho sobre temas trascendentales, me gustaban los libros de filosofía. Por cierto, que a tenor de la cantidad de autores y libros que canonicé entonces, mi capacidad de crítica no debería estar muy allá. Más adelante, en la edad adulta, como las preocupaciones y la responsabilidad me agobiaban tanto, leí muchas novelas de evasión para aligerar mi espíritu. Y ahora, en la madurez, con más sabiduría y la misma curiosidad, vuelvo al principio. Leo de todo, pero como le doy más importancia al lenguaje que antes, gozo más leyendo a autores castellanos o catalanes. También me gusta releer las obras que me marcaron años atrás, reencontrarme con sus personajes y volver a los lugares que conocí a través de sus líneas.
A veces cierro los ojos y veo la biblioteca de la casa familiar: los premios Nobel colocados uno al lado del otro con sus tapas de piel azul, y el corte de las hojas y los rótulos dorados; la colección de novela negra; la narrativa española del XIX ... y multitud de libros desperdigados aquí y allí. Y es que cualquier intento de ponerlos en orden acababa en fracaso, porque éramos muchos hermanos y cada uno colocaba el libro leído en el primer hueco que encontraba.
Pero dentro de la melancolía que me produce el no tener a mis padres conmigo, también hay momentos felices. El último fue hace unos días cuando descubrí, en una librería de viejo, un ejemplar de un libro que de pequeña figuraba entre mis preferidos, y que no había vuelto a ver desde entonces. Ni que decir tiene que lo compré.