La ventana del cuarto de estar daba a la calle Mayor; y era tan grande que ocupaba casi toda la pared. En su alféizar, entre el cortinón y la reja, nos apostábamos mis amigas y yo para ver pasar a los campesinos jóvenes que volvían de abrevar a los animales.
Un poco antes de la hora acostumbrada, poníamos el tocadiscos a todo volumen con las canciones que habían ganado el Festival de Benidorm (“Un Telegrama”, “Comunicando”...); y a continuación, nos sentábamos en el alféizar adoptando posturas de vampiresa. Para completar el cuadro y resultar más sofisticadas aún, nos poníamos a hablar en francés cuando pasaban por delante de nosotras.
La finalidad de aquella puesta en escena era provocar a aquellos muchachos que nos epataban con su físico espectacular ( entonces el campo no estaba mecanizado); un físico que nada tenía que ver con el que lucían nuestros compañeros de facultad.
Luego, más tarde, los mozos lugareños (así los denominábamos) se desquitaban. En el cine o en el paseo nos decían procacidades y nosotras fingíamos escandalizarnos; pero en el fondo, estábamos encantadas.
Y al día siguiente, cuando volvían del abrevadero, vuelta a empezar.