domingo, 15 de septiembre de 2019

La secuela de una película mítica


El genio de la felicidad, para evitarme disgustos, escondió el suplemento del periódico que traía la noticia; pero yo, que no me privo de leerlo cada día, rebusqué y rebusqué hasta encontrarlo.
Estaba en medio del maremágnum de papeles que tengo encima de la mesa; concretamente, entre una revista de economía y un “Historia y Vida”; y nada en su portada presagiaba el bombazo que llevaba dentro.
Me topé con la bomba en la página no sé cuántos, encima de un artículo sobre vinos. Y se trataba del anuncio del próximo estreno de una película titulada “Los años más bellos de una vida”, continuación (decía) de la mítica “Un hombre y una mujer”.
La noticia venía ilustrada con tres fotografías: en el centro, un fotograma del primer filme con Trintignant y Anouk Aimée luciendo esplendorosos; y a ambos lados, unos  del segundo, donde aparecían los dos protagonistas tal como son en la actualidad.
Aquellas imágenes me llenaron de ternura y también de tristeza; pero cuando me enteré del argumento, la cosa fue a más y un sinfín de emociones (sorpresa, desasosiego, contrariedad, rechazo...) me embargó. Que se reencontraran esos dos ídolos de mi adolescencia en una residencia de ancianos, conservando el cariño y con el Alzheimer rondando por ahí... en fin, que el asunto me causó una gran conmoción.
Menos mal que con el paso de los días fueron moderándose todos estos sentimientos; y hoy, lo que prevalece en mi ánimo es la curiosidad. Seguro que este fin de semana, que es el estreno, voy a verla.

El examen de Ingreso


Cuando murieron mis padres, el cordón que me mantenía unida a mi pasado se rompió; y desde entonces, cada vez tengo menos presente el ayer.
Si hablo de aquellos días pretéritos con gente de mi generación, compruebo que mi memoria sigue funcionando; aunque tengo la sensación de que ya no recuerdo los hechos que sucedieron, sino los recuerdos de éstos. Y además, así como se difuminan las siluetas en las fotografías antiguas, en mi cabeza, las imágenes guardadas cada día se desvanecen más. 
Como las que se refieren a mi examen de Ingreso en el Bachillerato. Ésas de cuando tenía nueve o diez años, y era una niña pecosa y muy formal. Aún no he olvidado que tuve que hacer un dictado y una operación aritmética; y después, que me preguntaron  cuál era la capital de Polonia y el río más caudaloso del mundo. Como veis, son cosas que a los que tenemos aproximadamente la misma edad nos pueden parecer sencillas, pero que no estoy segura de que muchos de nuestros políticos supieran resolver.

Un día completo


Los secretos de la gente común en general no me interesan; pero si de lo que se trata es de enterarse del lado oculto de los vips, para esto sí que soy un poco cotilla.
Anteayer, por ejemplo, fui a unos grandes almacenes con el único propósito de comprarme ese libro anunciado a bombo y platillo titulado “De Cayetana a Cayetano”, de  Cayetano Martinez de Irujo. Ayer por la mañana lo leí; y, enterándome de los entresijos de la Casa de Alba, satisfice mi lado marujil.
Pero como para poder crecer, mi espíritu necesita otro tipo de alimento, por la tarde me fui al cine a ver “Érase una vez en Hollywood”, de Tarantino. ¡Qué película más buena! Id a verla los que aún no lo hayáis hecho; os aseguro que a mí, que soy una gran cinéfila, me colmó plenamente. 

¡Trágame tierra!


La última vez que cometí un despropósito de ésos que te llenan de vergüenza, y te dejan con el deseo de querer desaparecer, fue en este pasado mes de agosto.
Todo comenzó cuando, hallándome leyendo un libro sobre Colón y los descubrimientos de América, levanté la mirada de las páginas y vi, a través de la reja, a una mujer que venía directamente hacia mi casa. Se trataba de doña Mentira Fresca; una persona de grandes cualidades; pero a la que, como no dice una verdad, en el pueblo apodan de esta manera.
Ipso facto, y antes de que la susodicha se percatara de mi presencia, me levanté corriendo del sofá y me dirigí rápidamente al piso de arriba a esconderme, porque no tenía ganas de recibirla. Y  todo por un motivo muy simple: estaba absorta en la lectura y no quería interrumpirla.
La cuestión es que, si no por mí, la visitante fue admitida por alguien de mi entorno que le hizo los honores; y, a petición mía, la informó de que no me encontraba en casa.
La catástrofe vino cuando, después de mucho rato y convencida de que se había marchado, pregunté gritando desde la buhardilla: 
-¿Se ha ido ya doña Mentira Fresca?
Y ella, muy digna, contestó desde el salón:
-No, Nieves, todavía no me he ido, pero ya me voy.

El saber que el otro está ahí


Podía haberme quedado más tiempo en el pueblo; pero decidí volver, porque esa cosa tan vaga llamada melancolía se estaba apoderando de mí. Los días de exaltación del comienzo del estío hacía tiempo que habían pasado; y los de ánimo estable que le siguieron también parecían haber llegado a su fin.
Los veraneantes estaban regresando a la ciudad, y sus casas cerradas se habían convertido en construcciones sin vida. Y el acortamiento de los días, al principio imperceptible, se estaba empezando a notar.
Pero lo que influyó más decisivamente en mi espíritu fue la ausencia de los vecinos de al lado. Cuando me dijeron adiós, todo el ímpetu que corría por mis vasos pareció irse con ellos; y el sentimiento de soledad me invadió y se me figuró como un abismo.
Y es que Segismundo, Lía, la perra Kira y yo nos hacemos una enorme compañía. Ellos tienen su vida y yo la mía, pero nos oímos y nos sentimos muy cerca. Es, en definitiva, el saber que ellos están ahí.   

Un mundo hostil – Recuerdos de un inmigrante


Por los años de 1960, cuando me trasladé del pueblo a la ciudad, lo hice con mucha ilusión; pero, a poco de llegar, empecé a pensar que había perdido el paraíso. Teniendo esa impresión me fue difícil adaptarme, e incluso tolerar mi nueva situación; y más de una vez maldije la decisión que me había puesto en camino. Añoraba constantemente lo que había dejado atrás, y nada de lo que estaba experimentando por primera vez era de mi agrado...

Sobre aquello que nos erotiza


Tengo una amiga a la que las sotanas excitan sobremanera; otra que juzga muy sexis a los hombres de piel negra; una tercera que siente acrecentado su deseo cada vez que ve un andamio; y luego quedo yo, que me atraen los campesinos...
Supongo que la raíz de mi inclinación se encuentra en experiencias que tuve en la adolescencia; en episodios vividos que, de una u otra manera, me dejaron huella.
Recuerdo cierta ocasión en la que un muchacho que apacentaba al ganado nos habló a una amiga y a mí de sexo. Lo hizo con total desvergüenza y procacidad; y nosotras, que éramos un par de bobas en plena pubertad, quedamos impactadas. También me vienen a la memoria las veces que por entre las cortinas observé a los labriegos que pasaban por la calle; y aún me parece sentir el desasosiego que la rusticidad que desprendían me provocaba...
Y lo que con certeza vino a fijar mis preferencias fue la lectura de “El amante de Lady Chatterley”. Confieso que en aquel primer encuentro con el libro me pasaron desapercibidos la complejidad de los personajes y otros aspectos interesantes de la obra; y que mi interés se centró solamente en la pasión vivida por Constanza y Mellors... ¡qué erótica me pareció! 

Grandes fantasías y pobres realidades


La familia Fantasmona me ha invitado a pasar un fin de semana en su casa de la playa, y yo no quiero ir. No sé como zafarme del compromiso sin resultar descortés, pero es que no me apetece. De hecho, creo que preferiría que me diera un cólico antes que tener que acudir a esta cita.
Y no es que dicha familia sea mala, ¡qué va! Lo que ocurre es que se pasan la vida presumiendo de grandezas inexistentes, y yo esto no lo puedo soportar. Por cada mérito que les enseño, ellos me muestran otro más gordo; y en realidad, apenas me escuchan...
Estos señores presuntuosos y altaneros son duchos en minusvalorar los logros ajenos y en ensalzar los propios; en tratar a los demás como si fueran idiotas; y en hablar con un insoportable tono dogmático... Son engreídos y acomplejados; y siempre están exagerando y mintiendo porque no aceptan su triste realidad.
¡Pero no quiero que nadie piense que estoy criticando! Yo a estas personas les tengo mucho cariño y me caen muy bien, pero ellos en su casa y yo en la mía.
Además, ahora mismo me voy a estrujar las meninges para encontrar una excusa plausible que me permita eludir el compromiso sin dañar la amistad.

Cuando poder expresarse sin hacer concesiones es un lujo


Confieso que cuando paso por delante de un taller de fotografía, nunca dejo de mirar lo que en sus escaparates se expone. Y no lo hago con el ánimo de encontrar algo realmente bueno, sino de recrearme en esas imágenes que de tan cursis llegan a   enternecer. Estampas pretendidamente artísticas de novios y de infantes, que tienen la virtud de hacerme sonreír. 
Y entonces pienso en las concesiones que muchos artistas tienen que hacer todos los días para poder comer; y en como las necesidades físicas pueden llegar a estragar el arte. 

El verdadero arte


Siempre que miro un retrato de Warhol, más que la cara del personaje que aparece en él, lo que veo es su carácter. 
Y algo parecido me sucedió hace poco, cuando un joven artista me mostró las fotografías que había tomado del macizo y del interior de la Basílica de Montserrat. En esta ocasión, lo que percibieron mis ojos no fueron las características físicas del lugar (de sobra conocidas), sino la espiritualidad y la magia que desprende. 
Y es que saber dibujar la esencia de las cosas es lo que señala al verdadero artista.