sábado, 25 de noviembre de 2017

Mis uñas y yo


Al común de las gentes las uñas le crecen muy lentamente y de manera regular, pero a mí no; a mí me crecen de sopetón. Yo las tengo de igual largura durante dïas; y luego, cuando les parece, aprovechando la oscuridad de la noche o que estoy absorta en cualquier asunto, se alborotan y dan un estirón.
Yo en ese momento no me doy cuenta; pero como las tinieblas, en concreto y en abstracto, no duran siempre, acabo por advertirlo y me entra el malhumor. ¡Abomino de las uñas largas!
Provista de unas tijeras romas y con las gafas puestas, enseguida me meto en el cuarto de baño dispuesta a devolverlas a su tamaño habitual. Pero las muy c... se sublevan; y, cuando las corto, los pedazos salen disparados y se esconden en los sitios más recónditos para que no los pueda encontrar.

Haciendo gimnasia con mi álter ego


Esta madrugada he hecho gimnasia con mi álter ego. Enfundados en sendos pijamas de algodón (no estamos para mallas ajustadas) y calcetines a juego, hemos empezado separando las piernas y tocando el suelo con las manos a un lado y al otro. Sin perder el conteo y mirándonos ora sí, ora no, hemos hablado de la grandilocuencia y el abaratamiento de las cosas; de las tonterías revestidas de solemnidad y de la demagogia.
Después, cuando arrodillados en el suelo arrastrábamos nuestros pompis hasta sentarlos a la derecha y a la izquierda, le ha tocado el turno a la grandeza y a la humildad; al pudor que se siente cuando uno se acerca a lo trascendental y a la mejor manera de abordarlo.
Haciendo la bicicleta, hemos platicado acerca de las frustraciones  que acarrea estar fuera de sitio; y, girando el torso por mor de conservar la cintura, sobre el desparpajo y la aparente frivolidad.
Al final, estando en posición decúbito supino sobre la colchoneta, mi álter ego y yo hemos convenido en que sólo los que comprenden la vida en su verdadera dimensión son capaces de tomársela a broma.

domingo, 19 de noviembre de 2017

Confesiones lésbicas de Sol


A mi tío abuelo lo conocían por el apelativo de “el Cejijunto”; y yo, por una de esas putadas del destino, heredé su poblado entrecejo. En una de esas fotografías que en los tiempos de Maricastaña nos hacían en la escuela, aparezco con un mapa de España detrás, un catón entre las manos y un pelambre encima de los ojos que me da un aspecto primitivo y me ensombrece la mirada.
En la adolescencia aprendí a perfilar mis atributos ciliares; y, a partir de entonces, las pinzas de depilar y los espejos de aumento fueron objetos imprescindibles en mi vida. Pese a aborrecer mi peculiaridad, siempre me sentí atraída por mujeres cejudas: Joan Crawford, Chavela Vargas, Capucine, Anouk Aimée...; y cuando vi “Manhattan”, de Woody Allen, me enamoré de las cejas de Mariel Hemingway.
Y ahora, en la madurez, sentada en mi cuarto con el retrato de la escuela y mi espejo mágico, hago un repaso por mi vida mientras me arranco los malditos pelos que  nunca  dejan de salir.

¡Nos hemos casado!


Mi novio y yo nos acabamos de casar, aquí en Nueva York. Cuando regresemos a España y se enteren nuestros padres se van a llevar un disgusto de muerte, pero no teníamos otra opción.
En el momento en el que les comunicamos nuestra intención de contraer matrimonio, se alegraron y parecía que todo iba a transcurrir sin dificultades; pero fue descubrir el luga elegido para la ceremonia y empezar los problemas.
Excepto en que nos casáramos por la Iglesia (en esto estábamos todos de acuerdo), en lo demás cada uno tenía su parecer. Nosotros queríamos celebrar la boda en Oporto porque ambos estuvimos trabajando allí y es una ciudad que nos encanta. A  mi madre le parecía bien el sitio siempre que no hubiera invitados: aducía que el gasto y las molestias que les íbamos a ocasionar superaba muy mucho a lo ordinario. Mi ya suegra quería una boda convencional en Barcelona; su marido, aburrido, se desentendía; mi padre intentaba templar gaitas sin conseguirlo...
En fin; que ante la imposibilidad de ponernos de acuerdo, decidimos llevarlo a cabo sin ellos.

El sostén de doña Estefanía


Doña Estefanía era una mujer bonísima; pero tenía un carácter tan vehemente que, cuando se enfadaba, su persona estallaba igual que un incendio o una revolución. En estos momentos de crisis, hambrientas de aire, las fosas nasales de la doña se ensanchaban como ollares; y era tal la inspiración posterior que la expansión de su pecho provocaba el rompimiento del broche del sujetador.
Entonces, doña Estefanía tenía que sentarse en su mesa camilla; y, utilizando el lápiz como kalashnikov y su ingenio como munición, pasaba un rato dedicada a pergeñar opúsculos a cuál más encendido y provocador. 
Luego los releía; y, como ya no estaba enfadada, los utilizaba para alimentar la chimenea.

Elogio a la juventud


En un anuncio de toallitas para la incontinencia de orina, leo que esta es la mejor época de nuestra vida, pero yo no me lo creo. ¡Dónde va a parar el rojo fulgente de nuestra juventud con el gris marengo de ahora!
Antes éramos crédulos; no teníamos miedo; estábamos esperanzados; ansiábamos comernos el mundo... Ahora somos escépticos; caguetas; estamos desencantados; y nuestro mayor anhelo es quedarnos como estamos y disfrutar de los nietos.
Tendríais que haberme visto a mí con un look a lo Jean Seberg en “Al final de la escapada”. Sólo me faltaba llevar estampado en la camiseta el letrero del Herald Tribune. Tenía 19 años; un mundo infinito por conocer; un compañero de clase con el que tonteaba; una ilusión enorme por conocer las patrias de los escritores del boom latinoamericano...

Reflexiones de una moralista


Nadie sabe explicar lo que es la dignidad, ni reparamos en ella, hasta que nos la quitan. Entonces sí; entonces, de pronto, comprendemos lo que es y nos sentimos guiñapos sin ella.
Necesitamos que nos pidan perdón enseguida y nos la restituyan; y si nuestro ofensor no lo hace, sentimos aversión hacia él y no lo queremos cerca.
Y luego, siempre pensamos en lo distinto que hubiera sido todo si esa palabra mágica se hubiera pronunciado a tiempo y con toda franqueza.  

Insultos e improperios


Por los años de 1960, en Tarimón del Zaguán, presenciar una pelea entre vecinos era como asistir a una lección magistral del mejor castellano. Se aprendían una de adjetivos...
Yo tuve la suerte de adquirir tamaña instrucción un día que volvía de jugar con mis amigas, y aunque era muy pequeña, no lo he olvidado. Debí de llegar en el momento álgido de la riña, porque las mujeres, que iban con mandiles, tenían los pelos electrizados; y sus maridos, rojos del berrinche, emitían bufidos.
Aquellas buenas gentes, vociferando, se intercambiaron todo tipo de lindezas: bachillera, cermeño, ordinaria, soez, basto, verdulera, zanguango, chuchurrida... Y ésta que escribe, alucinando, no paraba de observar.
Luego eché a correr, deseando llegar a casa, para contarle a mis hermanos lo vivido.

Inés, 70 años


Desde que murió mi marido siento una soledad inmensa; un vacío que no puedo llenar con nada ni con nadie. Durante el día, estoy embebida en mi profesión de historiadora o salgo con mis amigos. Pero cuando llega la noche, en el momento en  que cierro la puerta de mi casa o apago el ordenador, siento que un agujero negro me absorbe y me consume por entero.
De vez en cuando tengo proposiciones completamente honestas de caballeros en mi misma situación. La última provino de un catedrático de Filología China Mandarina muy atractivo, pero lo rechacé como a todos. No hay nadie que pueda quitarme esa sensación de vacío que me atenaza; ninguna persona capaz de descolgarme de esa cuerda de la que pendo, inerte, al borde de un abismo.
Y luego está el tema del sexo. A estas alturas de mi vida no me apetece; y me sería tremendamente incómodo, o sentiría rechazo, a tener que practicarlo.

sábado, 4 de noviembre de 2017

Primer pretendiente


Yo, a los doce o trece años, tenía muchos pretendientes. El más cercano a mí era un compañero de curso, regordete y poeta, que se llamaba Baldomero; pero el que me gustaba de verdad era un primo suyo que se llamaba Bernabé, con el que apenas tenía trato porque iba a un curso superior.
Cuando estábamos en clase, Baldomero aprovechaba los descuidos del profesor para lanzarme a la cara bolas de papel que portaban sus requiebros. Al desenrollarlas encontraba frases del tipo: hoy te quiero + que ayer pero – que mañana. La primera vez que leí esta frase, con sus signos matemáticos, me pareció el colmo del ingenio, y como supuse que era invención de mi pretendiente, le admiré por ello. Más adelante me enteré de que no era original, pero entonces ya no tenía importancia.
Un mediodía, cuando después de clase volvíamos a nuestras casas, me invitó a pipas. Nos las comimos escupiendo las cáscaras, como procedía, y al acabar me dijo que antes de dármelas las había tenido dentro de su boca. Ante semejante declaración tuve una mezcla de sensaciones: una mezcla de asco y de gusto que me hizo temblar por entero, y que me sorprendió por incomprensible y desconocida. Ni que decir tiene que el juego de las pipas se repitió muchas veces.
Finalmente quiero decir que, delante de sus amigos, Baldomero se mostraba duro, cruel e insensible; pero conmigo siempre fue cariñoso y tierno.

Felices y mercantilizadas fiestas


En la pared de la cocina tengo colgado un calendario litúrgico, pero no me hace falta consultarlo porque el comercio me tiene al tanto de cualquier celebración. Y, además,  éste no hace distingos: lo mismo le da que la fiesta sea religiosa o pagana; de un color político o de otro...
Si hay manifestación, en las horas previas encontraremos en las puertas de las tiendas chinas y en los quioscos las banderas correspondientes; si son días de cementerio, las florerías rebosarán de flores naturales y de ramos kitsch... Dentro de poco, los calendarios expuestos en los escaparates de las papelerías nos dirán que es Adviento; y después Navidad; y así sucesivamente, año tras año...
Y todo esto sin contar que los supermercados están llenos de turrones y de polvorones desde hace dos meses.  

Preparando la ropa de invierno


En este otoño tan atípico, una no sabe que echarse por encima para salir a la calle. Por la mañana temprano, con el relente, está claro que no se puede prescindir de una prenda de abrigo; pero en el corazón del día, y si hace sol, todo sobra. Una servidora aún va en piernas y con sandalias (¡quién lo diría en Todos los Santos!), pero reconozco que por la sombra o al atardecer se nota el fresco.
Esta mañana han dicho en la radio que el tiempo va a cambiar. Estoy pensando en desempolvar un traje de chaqueta que deseché hace tiempo porque no me favorecía. ¿Quién sabe? Cómo cada día estoy más estupenda, quizá ahora me siente bien. Además tengo que meter la gabardina en la lavadora; revisar los pantis...