Ahora, cuando quiero ir al pueblo, tomo la AP-7 y en pocas horas estoy allí. Pero antaño, en los tiempos en que no había autopista, este viaje podía resultar una odisea. Y especialmente si se hacía el 1 de agosto, el día del comienzo oficial de las vacaciones en España; y por tanto, la ocasión en la que millares de personas se echaban a la carretera.
Nosotros, mi familia y yo, necesitábamos dos vehículos para desplazarnos porque éramos ciento y la madre: mis progenitores, siete hermanos, mi tía, mi abuela, dos canarios... En el que conducía mi madre solían ir las pequeñas, mi hermano y mi tía; y con mi padre viajábamos mi abuela y todas las demás.
No poníamos en camino al amanecer y llegábamos ya oscurecido; y, previendo que los coches se separaran en algún punto del camino, acordábamos antes de salir el lugar donde nos encontraríamos para comer las tortillas y la carne empanada que llevábamos al efecto.
De Barcelona a Valencia indefectiblemente circulábamos en caravana; luego teníamos que atravesar esta ciudad deteniéndonos en sus múltiples semáforos; y después, subir el puerto de Almansa.
En los coches íbamos apretujados, con las ventanillas bajadas y mucho calor; y, mientras avanzábamos muy lentamente, hablábamos de esto y de aquello: mi padre, de la querencia y su falta; y mi abuela, que procedía de Orihuela, nos contaba por enésima vez la leyenda de la Armengola y la aparición de las santas Justa y Rufina.