domingo, 28 de abril de 2019

Cuando viajar era maravilloso


Ahora, cuando quiero ir al pueblo, tomo la AP-7 y en pocas horas estoy allí. Pero antaño, en los tiempos en que no había autopista, este viaje podía resultar una odisea. Y especialmente si se hacía el 1 de agosto, el día del comienzo oficial de las vacaciones en España; y por tanto, la ocasión en la que millares de personas se echaban a la carretera.
Nosotros, mi familia y yo, necesitábamos dos vehículos para desplazarnos porque éramos ciento y la madre: mis progenitores, siete hermanos, mi tía, mi abuela, dos canarios... En el que conducía mi madre solían ir las pequeñas, mi hermano y mi tía; y con mi padre viajábamos mi abuela y todas las demás.
No poníamos en camino al amanecer y llegábamos ya oscurecido; y, previendo que los coches se separaran en algún punto del camino, acordábamos antes de salir el lugar donde nos encontraríamos para comer las tortillas y la carne empanada que llevábamos al efecto.
De Barcelona a Valencia indefectiblemente circulábamos en caravana; luego teníamos que atravesar esta ciudad deteniéndonos en sus múltiples semáforos; y después, subir el puerto de Almansa.
En los coches íbamos apretujados, con las ventanillas bajadas y mucho calor; y, mientras avanzábamos muy lentamente, hablábamos de esto y de aquello: mi padre, de la querencia y su falta; y mi abuela, que procedía de Orihuela, nos contaba por enésima vez la leyenda de la Armengola y la aparición de las santas Justa y Rufina.

Un hecho muy estúpido


Cuando la gente se entera de lo que hice, unos me tachan de irreverente y otros de pirada, pero no soy ni una cosa ni la otra. Lo que yo creo que ocurrió aquel día es que me insolé...
Todo empezó cuando una tarde de mucho calor entré en un templo buscando el frescor de entre sus muros. Allí encontré a un grupo de feligresas que esperaban para confesarse; y a un cura que, en ese momento, salió de la sacristía y se dirigió al confesionario.
Mientras aquellas beatas aliviaban sus almas del peso de sus pecados, empecé a pensar que éstos deberían de ser una sarta de tonterías; y que el párroco, seguramente, estaría muerto de aburrimiento en su cubículo.
Entonces me apiadé de él, y para hacerle pasar un rato entretenido, me inventé una historia de amor y lujo (y muy pasional); y al confesonario que me fui a contársela.
Como soy muy novelera no me costó mucho entrar en materia; y luego, según iba intuyendo la impresión que mis palabras causaban al otro lado de la celosía, iba añadiendo unos detalles u otros.
Lo que sí procuré siempre es no hacer la historia muy rocambolesca ni que pareciera un culebrón; y por supuesto, no me presenté como una vampiresa, porque soy una mujer con un físico muy corriente, y de esta guisa no resultaría verosímil.
No recuerdo como acabó todo porque ya he dicho que me encontraba aturdida por haber estado mucho rato al sol. Pero lo que sí sé, en este instante, es que tengo que acudir a confesarme de verdad.

Hombres que me gustaban mucho


El hecho de que me atrajeran los rubios no era óbice para que Juan Luis Galiardo y Alberto Cortez (ambos morenos) me parecieran los dos hombres más sexis de habla española. En lo que se refiere al actor no demostraba ser yo muy original, puesto que Juan Luis encabezaba cada año la lista de guapos publicada por los medios de comunicación; pero de un modo opuesto, al cantante no recuerdo haberlo visto nunca despuntar por su guapura.
Cuando hicieron la serie “Turno de oficio” y contemplé a Galiardo en el papel de un abogado alcohólico y desastrado me quedé sin sentido. ¡Había que ver  cómo estaba! A partir de ese momento, ningún hombre me pareció satisfactorio en lo que correspondía al estilo: a todos los encontraba deslavazados y sin sustancia.
Y de Alberto Cortez, ¿qué puedo decir? Pues que creía que este argentino genial era el hombre más bien plantado de la Tierra; y que me gustaba tanto que envidiaba a la mujer que pudiera estar con él. Me parecía un cantautor único; pero de esta faceta suya no voy a hablar porque no es el tema de este escrito.

Un agujero negro, Notre-Dame y los monos expectantes


De joven, me gustaba tanto contender que a veces enronquecía defendiendo mi postura; pero ahora, conforme me hago mayor, cada vez discuto menos. Y esto me ocurre sea cual sea el tema de conversación de que se trate; aunque cuando es de política, este deseo de no querer debatir se exacerba más.
Y no es que no me interese la cosa pública (de hecho es mi mayor preocupación); lo que pasa es que creo que la sociedad está inundada de propaganda política y esto les impide (o nos impide) a muchos discurrir con sentido. Es que siento hartazgo, miedo, impotencia, incredulidad e indignación ante tanta sinvergonzonería, demagogia, fanatismo, intransigencia...; que las promesas electorales son, en su mayor parte, falacias; y que los discursos razonados han sido sustituidos por soflamas. Y en fin, que me parece alucinante que la gente dé crédito a muchas cosas.
Yo, actualmente, con lo que más disfruto es tratando de entender lo que es un agujero negro; hablando (o leyendo) de la historia de Europa con motivo del incendio de Notre-Dame; viendo una fotografía en la que aparecen unos monos en la orilla de una carretera, esperando que pase un coche y con las ruedas les casque las nueces que ellos han esparcido previamente por el suelo... ¡Uf! ¡Qué inquietante resulta esto último que he contado!

Una cartera de los tiempos del catapún


Unos amigos que han hecho un periplo por el Japón me han traído una cartera de recuerdo, y yo estoy emocionada y exultante. Primero, porque el detalle es la expresión de que se acuerdan de mí aun en lugares tan exóticos; segundo, porque el regalo es una preciosidad; y tercero, porque la cartera que tengo es del año catapum y se ve gastada y con unos cuantos rotos.
Ahora estoy pasando las cosas de la cartera vieja a la cartera nueva, y no puedo dejar de admirar lo bonita que es. Su negror y su sobriedad satisfacen enteramente mi sentido de lo estético; y la cantidad de compartimentos en que está dividida por dentro también me gusta.
Procedo al cambio: el carné de identidad en este espacio; el del col.legi en este otro; las fotografías de mis seres más queridos aquí; una estampa del Sagrado Corazón delante; el librito con los localismos usados en mi pueblo detrás de todo; los  cinco euros en el monedero... 
Estoy deseando estrenar mi cartera japonesa, pero eso no quita que, en este instante, me dé pena desprenderme de esta vieja y deslucida que tanto tiempo ha estado conmigo. 

Desayunando con doña Paquita


Reflexión sobre el descubrimiento y desarrollo del propio talento

Carezco de inventiva, doña Paquita, ¡qué le vamos a hacer! Soy incapaz de escribir sobre cosas que no han pasado de verdad, ni de darle vida a personajes que no existen, aunque quiero juntar palabras como hace usted.
Debo decirle que juzgo sobresaliente su imaginación y su desparpajo al escribir; y le confieso que, muchas veces, me he sentido confundida y apabullada con sus textos. Pero ahora, he adquirido seguridad en mí misma y quiero desarrollar mis aptitudes.
Sé que la literatura de ficción está llena de impedimentos para mí, porque ya le he dicho que no puedo fabricar algo de la nada; pero tengo una gran inteligencia analítica y capacidad de observación, e intuyo que, como comentarista de temas políticos y de actualidad sería un lince.
Me gustaría que en este momento que estoy inspirada y tengo tiempo, usted y yo habláramos de los asuntos públicos. Conozco que usted sólo habla de política con sus allegados y siempre que sean de su misma cuerda (imagino); pero por favor, doña Paquita, por una vez y sin que sirva de precedente, haga una excepción.