jueves, 15 de agosto de 2019

Un cartel irresistible


Desde ayer, la esperanza tiñe de verde mis ideas. Y es que hace veinticuatro horas entré en el estudio de un artista; y éste, después de mirarme por aquí y por allí, me aseguró que lo mío tiene remedio. Y añadió un consejo: me dijo que ya podía ir quitando la fotografía que tengo en mi perfil de Facebook (ese camino que parece conducir a ninguna parte), porque dentro de poco la voy a poder sustituir por otras en las que luciré esplendorosa.
Para hoy, el fotógrafo y yo tenemos muchos planes. Esta mañana nos vamos a trasladar a un paraje lleno de árboles con el fin de que me haga tomas cual si fuera yo  una dríade; y después, un aristócrata arruinado nos presta su caserón para que me haga un reportaje en el que apareceré simulando ser una hacendada con glamur. A continuación, me inmortalizará con el traje regional... ¡Estoy entusiasmada! ¡Qué bien hice entrando en este estudio fotográfico! Presiento que me va a cambiar la vida. Verdaderamente, el cartel que colgaba en su fachada no mentía: “Si entras, no te arrepentirás”.

Los molestos visitantes


Esta mañana, cuando apenas acababa de limpiar la casa, han aparecido Heliodoro y su perro y la han recorrido de parte a parte. Y lo curioso es que me lo estaba imaginando. En los momentos en los que con más ahínco le daba a la fregona, he tenido el presentimiento de que este contratiempo iba  a suceder. Ha sido como una especie de destello en el que aparecían el susodicho y su can, ensuciándolo todo.
Y, efectivamente, así ha sido. En el espacio que va desde la puerta de la calle hasta el patio, los inoportunos visitantes han ido dejando sus huellas en un suelo que, instantes antes, estaba más limpio que una patena.
Y yo, que estaba derrengada de tanto trabajar, he mirado con furia asesina los horrendos pies calzados con albarcas de Heliodoro y las patas del animal. Mientras, completamente enajenada, repetía: ¡no hay derecho! ¡no hay derecho! 

Echar sapos y culebras


En todas las ocasiones en que veo a una persona largar, y luego arrepentirse, me acuerdo de la novela “El cartero siempre llama dos veces”, de James M. Cain.
En esta historia, en el instante en que una encolerizada Cora pide declarar; su abogado, para evitar que se comprometa, la anima a hacerlo ante un “policía” que en realidad es un ayudante suyo.
Y es que en la vida ordinaria tendría que suceder algo similar. Me refiero a que cuando alguien se encorajina, y necesita vaciarse para encontrar la paz, debería de aparecer un confidente de mentirijillas que recogiera los secretos (y los sapos y culebras), para posteriormente hacerlos desaparecer.

El artefacto volador


Ni sé de dónde vino; lo único que puedo decir es que, cuando me di cuenta, lo tenía encima de la cabeza. Era un insecto gigante de metal, amenazante y provocador, que parecía dominar el cielo.
Tenía una luz en el cuerpo que se encendía y apagaba intermitentemente; y daba la impresión de que nada ni nadie podía escapar a su control.
Me puse muy nerviosa porque, aunque me moviera, aquel monstruo maléfico parecía estar siempre sobre mí; y, como pensé que en cualquier momento podía caer y descalabrarme, comencé a correr despavorida.
Mi comportamiento irracional atrajo la atención de la multitud de vecinos que se hallaban congregados en la plaza. ¡Menos mal que en ese instante salieron los novios de la Iglesia, y el dron se marchó a filmar la boda! 

El miedo a defraudarte me paraliza


Cuando me demostraste tu admiración, en un primer momento me sentí vehementemente complacida. Pero tan pronto como volví a escribir, advertí que esos elogios pesaban como plomo; y supe que, mientras tú estuvieras mirando, yo ya no podría volar... 

Un reconstituyente muy eficaz


Aquí, en el pueblo, tengo más ganas de comer. Y no es que de la ciudad viniera inapetente; lo que ocurre es que, en este lugar, el hambre se me ha disparado. Se conoce que el aire limpio, el agua, la tranquilidad... están uniendo sus virtudes y actuando como un tónico eficacísimo.
Todo me apetece y nunca me sacio. Ayer, por ejemplo, me corté una rebanada de pan y unos tacos para merendar; y cuando los probé, como estaba todo tan bueno, acabé comiéndome un cuarto de hogaza y todo el queso.
Luego, me fui a andar campo a través para gastar fuerzas.

Refranes y fundamentalismos


Ayer, a media tarde, fui a visitar a la madre de Paulino. La mujer tiene noventa años; se desplaza con la ayuda de un andador; y tiene una lucidez extraordinaria.
Me invitó a una limonada de elaboración casera; y luego, valiéndonos de sus recuerdos, hicimos un recorrido por la historia: desde la Guerra Civil hasta nuestros días.
Cuando llegó Paulino y les hablé de los cuentos que Fulanita acababa de colgar en la Web, mi amigo sugirió que nos pusiéramos a buscar la versión castiza de los mismos. Y así, en los siguientes minutos, fueron apareciendo refranes que encerraban idéntica doctrina. ¡Fue genial!
Después le tocó el turno al escrito de Mengana y al comentario de Zutano. Los desmenuzamos, y hablamos de fundamentalismos y del miedo que dan. De esas caras de intransigencia y de esas masas vociferantes que aparecen por televisión, exigiendo el sometimiento absoluto a las ideas que sustentan.
Finalmente, mi anfitrión me enseñó unos tebeos del Capitán Trueno y del Jabato que consiguió en una puja por Internet y que tiene enmarcados.

El día en que eché de menos ser fotógrafa o pintora


Una vez, vi el orgullo reflejado en una cara con tanta intensidad que me pareció hasta indecoroso. Como la dueña de la cara no se percató de que yo observaba su desnudez, se descubrió por completo. Fue durante una boda; en la manera de mirar una madre a su hija que estaba frente al altar.
En ese momento coexistían en mí dos sentimientos opuestos: por un lado quería dejar de atisbar porque me sentía incómoda, y porque mi conducta se estaba asemejando mucho a la de una vulgar voyerista; pero por otro, mi condición de artista me impelía a seguir observando esa emoción para poder captarla e  interpretarla después.
Y fue entonces cuando pensé que, para recoger convenientemente aquellos momentos, lo ideal hubiera sido disponer de una buena cámara fotográfica o un estupendo pincel, y haberlos sabido utilizar.

martes, 13 de agosto de 2019

Cual si estuviera en la flor de la vida


Ayer, tomándonos media patata asada y una copa de vino, Candelaria me contó la vergüenza que le había hecho pasar un amigo sesentón.
Quiero incidir en que no dijo sexagenario, sino sesentón. Que pronunció el vocablo con un tono despreciativo; como si ya hubiera comenzado el desapego...
Al parecer todo vino porque el susodicho, durante un ágape al que habían asistido días antes, se había lanzado a bailar You Never Can Tell, cual si fuese John Travolta en “Pulp Fiction” . Y lo peor estuvo, según añadió Candelaria, en que la llamó a la pista varias veces pretendiendo que ella hiciera de Uma Thurman.
-No sabía dónde meterme - concluyó mi amiga.
Yo, riéndome, le respondí que el asunto no me parecía tan grave. Que el problema radica en que no envejecemos simultáneamente por dentro y por fuera; y que una servidora, en alguna ocasión, se ha sentido como una veinteañera encerrada en el cuerpo de una mujer madura.

Sin aparato


Aquí en el pueblo el artificio chirría estrepitosamente. Lo que quiero decir es que para sobrevivir en este lugar, lo que hay que hacer es comportarse con llaneza.
El trato con la gente es espontáneo y sencillo. A veces vas por la calle, y, sin que exista un motivo, la gente se te pone a hablar. Los vecinos entran y salen de tu casa con toda naturalidad; y tú sabes que sus puertas siempre están abiertas.
Cualquier cosa que sucede fuera de lo normal, al poco rato es sabida por todos indefectiblemente. Se comenta en la tienda, en el bar, durante el visiteo...
Ayer, por ejemplo, un grupo de mujeres asistió como público a un programa de televisión; y hoy, somos muchos los que esperamos con avidez que nos cuenten la experiencia. Yo misma, en cuanto acabe este texto iré a la peluquería a que mi amiga Clo me refiera todo con detalle. De paso me recortaré las puntas y el flequillo.
Pero una relación tan estrecha con los vecinos también tiene sus inconvenientes. Precisamente es esta proximidad la que provoca que las discordias aparezcan con más frecuencia, y la que impide que las antipatías se diluyan. 

Mi saludador


Hace un momento, cuando salía de la tienda de comprar el periódico, se me ha acercado un hombre y me ha saludado con mucho afecto. Después de depositar dos besos en mis mejillas, me ha dicho que se alegraba de verme tan pimpante y se ha interesado por mi marido.
Yo he correspondido a sus manifestaciones con el mismo cariño, aunque me he limitado a preguntarle por su familia en general porque no tengo ni idea de con quién estaba hablando. Mientras conversaba con él, sin especificar para no meter la pata, he rebuscado en mi memoria intentando ponerle nombre a esa cara que tenía delante, pero no lo he conseguido.
Mi interlocutor era aproximadamente de mi quinta; bien parecido; y hablaba con acento forastero... ¡Ya sé lo que voy a hacer! Como mi vecina ha pasado por el lado y nos ha visto, cuando llegue a mi casa le preguntaré a ella y por fin sabré quién es este hombre tan afable. 

Ya no estoy para estos trotes


A veces olvido que tengo sesenta y seis años; y, como ésta no es una edad adecuada para andar en muchos trotes, luego sufro las consecuencias.
Anteayer, por ejemplo, cuando me levanté, decidí adecentar la casa. Y no es que estuviera sucia o desordenada, pero como por la tarde iba a recibir visitas, quería que luciera impoluta.
Evidentemente me metí en faena una vez hechos mis ejercicios matutinos (es inimaginable que pueda empezar el día sin los efectos estimulantes que me provocan); y después de preparar la comida y tender la ropa.
Aunque mi intención era escobar y fregar, omití el barrido porque no se veían inmundicias por el suelo; y, como el excesivo calor hacía muy fatigosa la limpieza, al final, más que un fregado hice un baldeo.

La excesiva tranquilidad me ataca los nervios


A veces, la quietud del pueblo puede acabar abrumando a las personas que viven acomodadas a las costumbres urbanas. Y esto es lo que me sucedió a mí ayer: que, con tanto sosiego, acabé con los nervios de punta. Entonces decidí irme a la ciudad más próxima a imbuirme de su ritmo acelerado; y verdaderamente lo logré, pues a las pocas horas volví a este lugar con el ánimo más calmado.
Por el camino fui escuchando un cedé de música italiana; y, con la canción Ho capito che ti amo, me retrotraje a mediados de los años sesenta. En aquel tiempo, yo era una púbera que tenía un vestido con bolero de esos que estaban tan de moda; y me imagino que, como todos a esa edad, estaría con el tonto subido.

Unas gotas de colonia Brando


No hay nada como la música y los olores para hacernos revivir momentos...
El día de Jueves Santo del año catapum, el vástago de una familia muy pudiente de Orihuela me invitó a tomar un aperitivo en un club de tenis a las afueras de la ciudad.
Pedimos un vermú; y, entre lingotazo y lingotazo de bebida, nos pusimos a hacer manitas.
El apuesto joven llevaba gomina en el pelo y mocasines en los pies; pero lo que hizo que aquella tarde se quedara grabada para siempre en mi memoria fue la colonia Brando que utilizaba.
En los años posteriores, y mientras se vendió este perfume, siempre que sus efluvios llegaron a mí evoqué aquellos momentos. Y aún hoy, cuando huelo algún aroma parecido, recuerdo a aquel muchacho.

Gente educada


Anoche, cuando intentaba dormir, un grupo de adolescentes se paró debajo de mi ventana armando bullicio.
Harta de sus risas y griterío, y con los nervios de punta, decidí darles una filípica recriminándoles su comportamiento.
En un primer momento pensé lanzarla desde el balcón; pero para hacerlo menos teatral, y sospechando que se iban a reír de mí, opté por la puerta de la calle.
Abrí y comencé mi invectiva; pero cúal no sería mi sorpresa cuando, después de las primeras palabras, me pidieron perdón y me aseguraron que no volvería a suceder.
Como encontrar a gente educada se está convirtiendo en algo extraordinario, os puedo decir que me sorprendieron y emocionaron por igual.

Entremedias


Mis apetencias y gustos son diversos. Esta mañana, por ejemplo, he estado mirando la revista ¡Hola!; y esta tarde estoy releyendo “Cándido”, de Voltaire. 
Si en este momento mis personajes son Cunegunda, Panglós, la vieja, el Inquisidor general..., hace unas horas mi interés estaba puesto en la Preysler; Alejandro Sanz y Raquel Perera; Malú y Albert Rivera...
Y, entremedias, he tomado el aperitivo y he platicado con una mujer que me cae genial.

¡Bravo!


Hoy me he levantado más tarde y todo va con retraso. Pero esta tardanza en ponerme de pie no ha sido por pereza, sino porque ayer, con tanto trajín y calor me acosté agotada. 
Estoy oyendo por la radio noticias relativas a la confirmación de Ursula von der Leyen como presidenta de la Comisión Europea; y también las que que se refieren a la imposición del fajín de general a Patricia Ortega García. ¡Bravo por estas congéneres que están rompiendo techos! 

Las moscas y yo a las once de la mañana


¡Cabronas! ¡Idos de aquí! Andáis tan enloquecidas que os estáis posando hasta en el borde de la sartén y os estáis abrasando vivas. Estoy sola en casa y no puedo estar friendo el pescado y luchando contra vosotras simultáneamente. Mis brazos parecen aspas de molino: ¡dadme tregua!
Además, con vosotras aquí, cuando acabe no puede quedar ni una pizca de gorrinería; así que encima tendré que ponerme a limpiar... 

Los ejercicios mañaneros de Carmen Co, Carmen Ra y Carmen Pi


No sé hasta que punto valoran los de aquí el aire sin polución que les rodea. Supongo que unos más y otros menos. En Barcelona, es que hay días en los que no se puede respirar... 
En estas condiciones de pureza aérea es muy fácil hacer gimnasia. También ayuda el estar viendo amanecer mientras te mueves; y el oír como los pájaros comienzan a despertar...
Asimismo es una ventaja escuchar diferentes versiones de la canción “Ay pena, penita, pena”. Esta mañana, las voces de Luisa Ortega, Lola Flores, Lolita y Antonio Vega me han proporcionado sensación de ingravidez.

El pre y el post de un chaparrón


Aquí se puede oler la lluvia antes de que llegue. Y no me refiero a barruntarla por las señales que muestra el cielo, sino a percibir verdaderamente su aroma.
Y luego está el postchaparrón: los efluvios de la tierra mojada se reciben tan intensamente que, si cierras los ojos y aspiras con profundidad, la sensación de paz que experimentas puede ser única.
Y ésta ha sido la circunstancia vivida por mí cuando, hace un momento, estaba sentada frente a la ventana con la cabeza reclinada en una de las orejas del sillón.

No nos gusta planchar


- ¿Ha visto usted que zarrapastroso va ese hombre?
- ¿Cómo no lo voy a ver, señora, si es mi marido? Él lleva ropa limpia, pero lo que sucede es que la porta sin planchar. De esta tarde no pasa que despliegue la tabla y se ponga a quitarle las arrugas a su atavío. Ya verá usted como mañana, esos andrajos que tiene delante se habrán convertido en prendas de lo más chic.

Un dilema monumental


Mi adorada Pepita me ha traído media docena de huevos recién puestos por sus gallinas, y yo no me acabo de decidir sobre cómo cocinarlos. Seguro que mi marido, cuando los vea, no puede resistir la tentación y se fríe alguno; pero con los demás, tengo que determinar qué hago.
Puede que los hierva y haga un buen moje. He visto que tengo pimientos, cebollas, tomates, atún... Si lo compongo ahora y lo meto en el frigorífico, mañana, a la hora de almorzar, puede estar riquísimo. Pero también me apetecería un revuelto de cebolla o de ajetes. Por cierto, ¿es el tiempo de los ajos tiernos?

Un panorama desolador


Ayer, mientras esperaba que el sol llegara a su ocaso para salir a pasear, me apoltroné en mi sillón orejero y me dispuse a ver la televisión. Sin muchas esperanzas de encontrar algo realmente bueno (ni siquiera de mediana calidad), fui saltando de un canal a otro valiéndome del mando a distancia. De esta manera vi que en una emisora echaban una película que se titulaba “Pisito de solteras”; en otra retransmitían una corrida de toros; en otra distinta hablaban del romance de Albert Rivera y Malú... Ante semejante panorama, me abatí. Menos mal que en La 2 encontré un estupendo documental sobre Felipe II y verlo me levantó el ánimo.  

Mañana de cotilleos


El bochorno es insoportable; y yo, enteramente desmadejada, me arrastro de la cama al sofá y del sofá a la cama. Y en este último lugar me hallaba cuando los retratos de Warhol que están colgados en la pared de enfrente han cobrado vida, y el cotilla de Truman Capote le ha dicho a Jacqueline Kennedy: “¡Mírala! ¡Qué poquísimo glamur! Como el calor no mengüe pronto, esta mujer va a perder todo su prestigio”.

Las ventajas de tener una buena persiana


Para el verano, no hay nada mejor que una buena persiana. Tú la tienes enrollada durante todo el invierno encima del dintel de la puerta; y cuando llegan los calores, la desarrollas y a disfrutar.
Estos listones de madera van a impedir que la reverberación del sol entre en tu casa; y, por tanto, te van a librar de la luz y el calor excesivos. Y lo que es más importante: si te apostas detrás de ellos y permaneces callado y respirando flojito, te puedes enterar de todo lo que acontece en el pueblo sin moverte de tu domicilio.
Pero quiero advertir que en todo momento hay que obrar con discreción. No es admisible que al lado de tu persiana una mujer le diga a otra (¡en secreto!) que está embarazada; y tú, a los diez minutos, la felicites cuando te la encuentres en la tienda. Ni tampoco que dos paisanos estén manteniendo una conversación delicada en el mismo sitio, y que si uno de ellos pronuncia la palabra élite, se te oiga a ti desde el otro lado manifestar que lo más correcto es decir elite. Como comprenderás, estas cosas no pueden suceder...

La Semana Cultural


Rataplán, rataplán, rataplán plan plan... Los tambores no dejan de sonar y yo me estoy volviendo loca. El ruido martillea mi cerebro y no sé donde meterme para escapar de él. Ansío que llegue el silencio y con él el fin de la tortura; pero sólo son las tres de la mañana y sé que ésta continuará hasta que amanezca.
Los peores momentos son los que transcurren entre el final de una pieza y el comienzo de otra. El lapso en el que el rataplán cesa, pero sabes que indefectiblemente tornará; ese silencio que viene acompañado de una terrible ansiedad, porque desconoces en qué instante volverá a ser roto por el ruido...
Hace tres días que llegué a este pequeño pueblo en el que me encuentro, con el propósito de quitarme el estrés; pero me topé con la Semana Cultural, y ahora estoy al borde de la enajenación.
Para cada una de las doce noches que tiene esta “semana”, hay un espectáculo programado: el sábado fue la coronación de la reina; ayer le tocó a los bailes regionales; hoy está actuando la banda de música; mañana orquesta y baile de salón... y así, como digo, hasta la duodécima jornada.
Las amigas de la Web a las que les he contado mis cuitas me recomiendan que baje a la plaza y me una al jolgorio. Y sé que tienen razón, pero no puedo; no me apetece. Además, como siempre parezco triste y contrariada, ¿qué impresión iba a causar en medio de tanto bullicio?  

Aquellas verbenas


Anoche celebré la verbena de San Juan reuniéndome con mis amigos; y, como viene siendo habitual desde que somos unos carrozas, no nos dedicamos a vivir, sino a recordar lo vivido. Fulanita nos contó aquel sarao de gente muy distinguida al que asistió una vez, y lo singular que le pareció ese baile agarrado con un chico que pertenecía al Opus Dei; los esfuerzos de éste para no rozarle ni una parte de su cuerpo, y que la canción que sonaba era “Ne me quitte pas”. 
Menganito confesó que por su timidez enfermiza nunca había sido capaz de acudir a un jolgorio sin haber ingerido dos o tres cervezas antes; y los problemas de alcoholismo que tal hecho le acarreó.
Zutanita brindó por esa noche de desmelene que tuvo con un cateto que conoció en un entoldado y que le dijo que se llamaba Fredo.
Y luego le llegó el turno a Perengano. Nos refirió que cuando vio a la mujer que lo tenía obsesionado en aquel palco, hizo acopio de fuerzas y la sacó a bailar. Y que se puso tan tenso cuando la sintió entre sus brazos que no pudo disfrutar de ese momento hasta que hubo pasado.
Después volvimos a brindar. Esta vez por el libro “Ultimas tardes con Teresa” de Juan Marsé, y por la adaptación cinematográfica que de ella hizo Gonzalo Herralde. Todos somos entusiastas de ambas cosas; y nos tenemos dicho que, si algún año, en la noche de San Juan, no podemos reunirnos, tenemos que releer el libro o rever la película y beber por los demás.