Como Domingo de Ramos es un día de mucho visiteo, para evitar que alguien me coja desprevenida y me vea al natural, me levantaré temprano y me pondré los perejiles enseguida. A media mañana recibiré a mi amiga Micaela. Al vernos nos daremos los parabienes por nuestros respectivos modeletes, y después subiremos al balcón a ver la procesión. Desde este estratégico lugar, y ocultas nuestras miradas por sendas gafas negras, pasaremos revista a todo y a todos; y como ella vive permanentemente en el pueblo, me irá informando de las vicisitudes de cada cual.
Cuando pase la procesión, Micaela y yo atajaremos por el callejón y llegaremos a la iglesia antes que ella. Cogeremos un buen sitio para seguir inspeccionando a la gente y ver sus vestidos de estreno; y no perderemos ripio de los cuchicheos que se produzcan a nuestro alrededor.
Cuando pase la procesión, Micaela y yo atajaremos por el callejón y llegaremos a la iglesia antes que ella. Cogeremos un buen sitio para seguir inspeccionando a la gente y ver sus vestidos de estreno; y no perderemos ripio de los cuchicheos que se produzcan a nuestro alrededor.
En acabar la misa saldremos deprisa a fín de coger una buena mesa en el bar de la plaza. Allí nos tomaremos un piscolabis y seguiremos curioseando. Será la última oportunidad que tengamos de descubrir lo que se nos haya escapado en la procesión o en el templo.
Este escrito es un dardo contra aquellos que han hecho de la crítica y de la murmuración la razón de su vida; y contra aquellos feligreses que utilizan los templos como escaparates para ver y ser vistos.