Me llamo Marina, tengo ochenta
años y padezco depresión. Una psicóloga nueva me ha recomendado que cada día
escriba un rato contando cosas que me hayan pasado a lo largo de la vida, y yo,
que ya he probado un sinfín de remedios y no mejoro, he decidido seguir su
consejo.
Provista de libreta, lápiz y goma
de borrar, arrimo mi sillón favorito a la mesa del comedor y me siento, pero
cuando voy a escribir me doy cuenta de que la cosa no es tan sencilla como
parece. No sé por dónde empezar: ¿me remonto hasta mi infancia en un pueblecito
de La Mancha o comienzo por mi mocedad y mi estancia durante un año en el
campo, en la casa de mi abuela? Allí aprendí a leer y a escribir, y allí me
pretendió el que luego fue mi marido. Tampoco sé si narrar los hechos cronológicamente
o salteados según me vengan.
Ahora estoy esperando al técnico
del gas que viene a revisar la instalación. Como me duele la espalda, pienso en
lo bien que me vendría un cojín anatómico de ésos que anuncian en la teletienda
y que dicen que son mágicos; pero con mis posibles, como no me toque la lotería…
Mi pensión, como la de casi todas
las viudas, es insuficiente. Con ella me mantengo yo y ayudo a un hijo de cincuenta y siete años que está parado y tiene que pagar una hipoteca. Habitualmente como
puchero. Lo hago los domingos, lo meto en la nevera y durante la semana lo voy
consumiendo. Cuando le añado cardillos me queda riquísimo, pero no siempre
encuentro esta hortaliza en el mercado. Del jamón serrano no recuerdo su sabor;
y en cuanto a la fruta, ese alimento tan saludable y que tanto nos recomiendan
tomar a los viejos (¡qué sarcasmo!), apenas me puedo permitir una pieza al día.
Ver cómo está cambiando el mundo
y a la velocidad que lo hace me maravilla y me inquieta. Cuando yo era pequeña,
por ejemplo, podía hablar con mi abuela de todo y nos entendíamos
perfectamente. Esto era así porque las cosas y las costumbres de su niñez y de
la mía eran prácticamente iguales. Pero ahora, con tanto adelanto, oigo hablar
a mis nietos de según qué cosas y me quedo en blanco. Lo que hago con ellos,
para no llegar nunca a sentirnos ajenos, es intercambiar palabras. El otro día
yo les di arrecirse, brasero de picón y cabrillas; y ellos me correspondieron con chat, web y disc-jockey.
Ahora quiero hablar de los dos
hombres con los que he convivido. Con el primero me casé y tuve a mis seis
hijos. Con el segundo no lo hice porque el casamiento conllevaba perder mi
pensión de viudedad, y con ella mi independencia y la posibilidad de vivir con
cierta holgura. Juntarme con este segundo hombre fue una decisión dificilísima
de tomar porque en mi familia no se veía bien el concubinato, y yo consideraba
que tenía que ser un modelo para mis nietas, que estaban en edad de merecer.
¡Riinnngggg! Lo siento; tengo que dejar de escribir porque ha
llegado el técnico y tengo que decirle dónde está la caldera.