domingo, 19 de enero de 2020

Cuando todos teníamos sex-appeal


Por Yago y Marisa siento un cariño especial. Cuando hace cuarenta y tantos años los conocí, inmediatamente me cayeron bien; y, con el transcurso del tiempo y el trato, esa simpatía inicial no ha hecho más que fortalecerse, hasta quedar convertida en la afección que les tengo hoy.

Con esta pareja, mi marido y yo compartimos una amistad inquebrantable; y con estos antecedentes, a nadie puede extrañar que ayer nos fuéramos a comer juntos y todo resultara un éxito.

Hasta el restaurante anduvimos por la orilla del río, tomando el sol. Fue un paseo muy agradable que nos sirvió para abrir las ganas de comer y esparcir el ánimo; y al llegar frente a los platos, dimos buena cuenta de los entrantes, la pierna de cordero y el excelente vino que nos sirvieron. 

La conversación fue general en algunos momentos y particular en otros. Marisa y yo tenemos una conexión bárbara: siempre que nos vemos, aprovechamos para desnudarnos y sentirnos mejor, y recordamos con nostalgia los tiempos en que todos teníamos sex-appeal. 

Gumersindo y Amiplim


Cuando su marido murió, Amiplim se volvió más chaveta de lo que estaba. Gumersindo, un hombre cabal, había sido su amante, su mentor, su todo... y cuando se fue, la dejó como sin anclaje; totalmente a la deriva. 

Amiplim en realidad se llama Orosia; pero como la expresión “a mí plim” nunca se le ha caído de la boca, alguien, en algún momento, debió empezar a llamarla de esta manera y con este apodo se quedó.

Haciendo honor a su nombre, Amiplim no le da importancia a casi ninguno de los acaeceres diarios; y es una mujer que se dedica exclusivamente a contemplar los astros que pueblan el firmamento y a hablar con su añorado Gumer. Y como para poder cumplir ambos cometidos las mejores horas son las de la madrugada, la susodicha se acuesta con las gallinas y se levanta recién pasa la medianoche.

 El resto del tiempo lo emplea en andar de una parte a otra, sin tener verdaderamente la intención de llegar a ningún sitio. Y a fuerza de deambular por sus calles, Amiplim ya no sólo forma parte del paisanaje del lugar, sino también de su paisaje.

Mi vecina Salomé


Casi siempre que tengo invitados a la mesa, mi vecina Salomé aparece con una fuente  de ajiaceite para que, el que quiera, pueda sazonar la comida. Y si ha hecho alguna exquisitez, también me trae cierta cantidad con objeto de que la sirva como final, acompañando a la fruta.

Salomé también se acuerda de mí cuando hace punto de aguja. El año pasado me regaló una bufanda de color gris perla que, ahora en invierno, me pongo cada vez que salgo a la calle; y hace poco me anunció que me quiere tejer otra.

Esta mujer y yo nos reciprocamos cariño y atenciones. Nos tenemos cuando nos necesitamos y nos apetece; y, como las dos somos inteligentes, sabemos distanciarnos en el momento oportuno para no abrumarnos jamás. 

Un escrito un tanto escatológico


Zafa, palangana, jofaina, aguamanil... Así es como llamábamos los del pueblo a la vasija donde realizábamos nuestras abluciones mañaneras en el tiempo en el que no había agua corriente en nuestras casas. Época en la que nos bañábamos en barreños o en pilas; y hacíamos las aguas menores y mayores en letrinas, orinales, establos o en el corral.

Luego se instalaron cañerías; y la llegada de los grifos a nuestros hábitats supuso una auténtica revolución. Las lugareñas dejaron enseguida de ir a la fuente y trasladaron las tertulias que tenían en ella a otro momento y lugar. Pero deshabituarse a ir al corral no fue tan fácil ni tan rápido para muchos. La imposibilidad de defecar en retretes  los llevó a padecer un estreñimiento pertinaz; y al final optaron por no utilizar los cuartos de baño.

Y relacionadas con estos hechos se crearon situaciones muy pintorescas. Por ejemplo, hubo el caso de una familia compuesta de padre, madre e hijo, y en la que sólo la mujer utilizaba el cuarto de baño. Por ello, cuando murió lo clausuraron. O el de aquella otra que a sus miembros nunca les pasó por las mientes usar esta pieza; pero para que los demás vieran que la tenían, la instalaron en el salón. Y así, a ambos lados del sofá, las visitas se encontraban el lavabo y el bidé; entre las dos butacas el inodoro; y la bañera la veían en un rincón, al lado de la vitrina que guardaba las reliquias de la familia.

El abacero Tito y la fermosa Genoveva


Cuando la fermosa Genoveva fue a comprar bacalao a la abacería del pudiente Tito, éste la invitó a bañarse en su jacuzzi. Considerando que ambos disfrutaban de matrimonios felices, habrá algún lector que juzgue la proposición como un despropósito; pero no lo fue en absoluto, porque el invitador no albergaba esperanzas libidinosas. 

Lo que Tito guardaba en su corazón era el deseo de presumir. Mostrar esa bañera de hidromasaje, que le había costado un porrón de dinero y que lo había dejado boquiabierto cuando la vio en un escaparate, a la que él creía la mujer más cosmopolita y elegante del pueblo. Meterse con ella en el agua y, entre tanto chorro a presión y burbujeo, escuchar sus apreciaciones.

El noveno comensal


A mí, estos artefactos que parecen tener vida me ponen nerviosa. Y como esta inquietud la suelo manifestar, habrá quien piense que soy una cateta; pero verdaderamente me da igual.

Hace unas semanas, por ejemplo, fui a comer a casa de unos amigos y lo pasé fatal. Y no fue porque los anfitriones no cumplieran sus deberes de cortesía, pues lo hicieron con creces. Tampoco a causa de los demás convidados, ya que todos resultaron encantadores. Ni siquiera por los exóticos manjares que nos sirvieron... No, lo que me impidió relajarme durante toda la comida fue una presencia extraordinaria. Un aparato redondo al que los dueños de la casa llamaban con un nombre y al que, a continuación, pedían que hiciera esto o aquello. Algo desasosegante del que tuve enseguida la certeza de que nos espiaba. Un artificio diabólico que podía procesar la información que le estábamos suministrando con nuestra parlería; y que, por lo tanto, tendría la facultad de pasar de sirviente a amo en cualquier instante.

Las virtudes de la palabra perdón


Cuando dijiste una sandez y te llamé cretino, enseguida me arrepentí. Y ese sentimiento de pesar lo tuve por haberte insultado; pero también porque esa ofensa que te hice fue una deshonra para mí. Te falté al respeto y me degradé yo; y, desconozco por qué motivo, la palabra perdón no vino inmediatamente a mis labios.

Después, al ponerte flamenco e intentar dejarme en evidencia y desprestigiarme, ya no pude pronunciar el vocablo mágico; y tu carencia de grandeza y mi soberbia acabaron con nuestra amistad. 

Los abuelos y el monotema


A los abuelos aquejados de abuelazón no hay quien los aguante. Imagino que ver y sentir a los nietos debe de ser una experiencia maravillosa, y creo que tiene que costar no quedar embebecidos con ellos; pero de ahí a convertirlos en el único centro de nuestros intereses va un abismo.

Conozco un matrimonio que, antes de convertirse en yayos, era tremendamente atractivo. Ambos cónyuges tenían una conversación brillante y sus interlocutores disfrutaban de ella; pero, desde que han adquirido la condición que nos ocupa (la de abuelos), parece que estén atontolinados. De la diversidad de asuntos que antes abordaban en sus pláticas han pasado a tratar un solo tema: el de sus descendientes. Y no contentos con su verborragia complaciente sobre ellos, nos abruman con las fotografías que llevan en el móvil y que los muestran haciendo monerías. 

Los animalillos voladores y el Seiscientos


En el pueblo, oír con nitidez ciertas emisoras es prácticamente imposible. Uno se puede pasar una hora moviendo la aguja por el dial y, en cuanto encuentra la voz que buscaba, la dicha le dura un segundo. Enseguida aparecen las interferencias: unos sonidos se mezclan con otros y la recepción se convierte en una vocinglería difícil de descifrar. 
Un día en el que las señales estaban especialmente revoltosas y la comunicación era un auténtico galimatías, busqué algo inteligible y encontré un programa en el que hablaban de la desaparición de los insectos. Mencionaron la prueba del parabrisas como la mejor muestra de que el número de esta clase de artrópodos estaba disminuyendo considerablemente; y yo pensé que llevaban razón. Recordé con nostalgia los tiempos en los que, viajando en un Seiscientos, el cristal de delante se llenaba invariablemente de manchas por los muchos animalillos voladores que se estrellaban contra él. Y ahora, en cambio, el parabrisas del coche en el que voy apenas se ensucia.

lunes, 6 de enero de 2020

Marillanos y el Satisfyer


Marillanos se consideraba una mujer informada y moderna, pero anteayer se percató de que no era ni una cosa ni la otra; o al menos, no totalmente. 
Ocurrió al leer un artículo en el colorín del periódico que trataba sobre un aparato masturbatorio. Se llamaba Satisfyer y, según parecía, estaba causando furor.
Conforme se adentraba en los renglones del texto e iba enterándose del funcionamiento y de las delicias que tan privativo objeto era capaz de producir, Marillanos se fue sintiendo invadida por diferentes sensaciones que la dejaron perpleja y que la llevaron a escribir: 
Lo primero que he experimentado ha sido sorpresa, porque ¿cómo ha sido posible que de algo que conocía tanta gente yo no hubiera tenido noticia hasta ahora? Después ha aparecido mi vena puritana y todo el asunto lo he juzgado como una desvergüenza. Más tarde me he retrotraído al tiempo en que el mejor amigo de la mujer era el Manual de Cocina de la Sección Femenina y no semejante artilugio. Y por último, y mal que me pese, he sentido curiosidad...

Mis días pueblerinos


En este tiempo que he estado desaparecida, no me he dedicado a visitar lugares exóticos ni tampoco he corrido aventuras trepidantes: estos días que he dejado de estar a la vista de todos vosotros los he empleado en hacer vida de pueblo.
Me he encontrado con cosas y con personas que en la ciudad no tengo tan a la mano y que me han enriquecido; y, sobre todo, ha sido el contacto con la naturaleza y el trato con los amigos lo que más me ha beneficiado.
Si en la urbe debo recorrer varios kilómetros para dar con el campo; aquí, en el pueblo, no tengo sino que subir a lo alto de la calle para toparme con él. Y con los allegados la relación resulta igual de fácil: por estos pagos no necesitamos concertar cita para podernos ver porque todos nos tenemos al alcance.
El día de Nochebuena, los quintos cortaron la carretera reivindicando algo que se me antojó muy justo, puesto que lo que reclamaban era el aguinaldo a los conductores. Y luego, al terminar la misa del gallo, cumplieron con la costumbre ancestral de encender una inmensa hoguera en la puerta de la iglesia. El belén, en el salón parroquial, es espectacular; y mañana llegan los Reyes...

El patio de mi casa


El patio de mi casa es particular porque en él habitan criaturas quiméricas. En las noches de invierno no se están quietas en ninguna parte: se suben a la parra; saltan de un tuero a otro; se columpian en la cuerda de tender la ropa... A mí al principio me daban pavor; pero, ahora que he descubierto que no tienen existencia real, me muevo entre ellas con total indiferencia. Y así, de madrugada, cuando salgo a contemplar las estrellas, me pongo a mirar al cielo en medio de su constante bullir, como si no tuviera nada de extraordinaria su presencia.

Posible conducta extravagante entre gente de alcurnia


Muchos ancianos tienen aspecto venerable; otros parecen cascarrabias; los hay con una actitud pasota; estrambóticos... y yo, por el camino que voy, en mis provectos años voy a ser de estos últimos. Siempre he parecido un poco rara; pero es que, desde que me dedico a escribir, mi apartamiento de lo que se considera normal es más evidente. Me paso la vida con la cabeza llena de palabras, intentando encontrar la combinación perfecta; y este afán empieza a causarme problemas. No sería la primera vez que me sorprendo hablando sola por la calle, en busca de un vocablo que se niega a aparecer...
Y no sé cómo me conduciré dentro de unos días, cuando asista a una cena con gente linajuda. El atavío ya lo tengo preparado: se trata de una falda azul turquí con lazada y de una camisa de organza de color blanco. Ahora, lo que me haría falta sería un hada que, con su varita mágica, trocara mi virtud de escritora excéntrica en la de mujer mundana. 

¡Son inconfundibles!


En mi pueblo los tontos a secas no existen. En mi pueblo, y por influjo murciano, al tonto, en general, se le llama tonto del pijo (tonto'l pijo). Pero yo creo que no todos los necios son merecedores de este sobrenombre tan castizo. Para mí, el tonto del pijo fetén es el presuntuoso; el que se cree que está por encima de sus semejantes y los trata con desdén.
Un ejemplar de tonto del pijo auténtico sería Evaristo, un vecino del pueblo que se fue un año a trabajar a París y que, cuando volvió, lo hizo con muchas ínfulas. A su regreso, comenzó a tratar a los amigos de toda la vida con desapego, si no con condescendencia; aparentó no desenvolverse bien en el argot pueblerino; trufó su conversación de palabros en francés; y, en pleno desvarío, el pobre fantasmón, que siempre había sido muy parado en asuntos de ayuntamiento carnal, les contó que en París llevaba un vida entregada a la disipación y al desenfreno.

Hermenegilda no quiere cocinar


Eso que dices que haces es un despropósito, Hermenegilda. ¿Cómo que desde que estás sola no guisas? Entonces, ¿qué comes? Aseguras que con cualquier cosa te mantienes; aunque, ¿cuáles son esas sustancias indeterminadas que afirmas que ingieres? ¿Una tortilla y una hoja de lechuga? ¿Un pedazo de pan y queso? ¿Una empanadilla comprada por la mañana en la panadería? ¿No comprendes que no te estás alimentando bien y que eso redundará en tu salud?
No digo que cada día te pongas a cocinar platos sofisticados; y con más razón si no te atrae este arte ni eres una gourmet. Pero un potaje con cardillos; un arroz caldoso; unos espaguetis sí que te tienes que hacer. Y, aunque no te apetezca, has de beber agua: un par de vasos al menos... ¡y alguna pieza de fruta!
Invita de vez en cuando a comer a cualquier amiga, y déjate convidar; y, cuando te apetezca, vete con todas ellas a uno de esos restaurantes de menú, pagándoos cada una lo vuestro.
Sería una estupidez que estando tú sola almorzaras con mucho ceremonial; pero no dejes de guardar aquello que viene impuesto por la costumbre. Mantenerlo te puede librar de caer en el abandono...

La prevalencia de unos recuerdos sobre otros


La primera comunión
En la memoria guardo recuerdos que, por su permanencia, parecen grabados con cincel. Algunos corresponden a momentos importantes de mi vida; así, soy capaz de traer al presente la situación en la que, con el atavío correspondiente, bajaba de mi casa a la iglesia a recibir la primera comunión. Y esta evocación es tan intensa que me parece experimentar las mismas sensaciones de entonces...

A la edad de cinco años
Pero también conservo imágenes de hechos aparentemente irrelevantes y que, por una causa desconocida, influyeron en mi ánimo y se me quedaron fijados en la cabeza. Puedo citar, por ejemplo, la ocasión en la que, con cinco años, una mujer me preguntó por mi edad. Me es fácil revivir el instante en que, como respuesta, levanté la mano izquierda con todos los dedos extendidos. Y me acuerdo de que hice tal cosa huyendo de lo convencional que resultaba contestar oralmente.

Los códices iluminados
Y lo mismo me ocurre cuendo intento rememorar sucesos vividos con personas que quise mucho y que ya no están. De un  modo concreto, de una con la que en cierta  ocasión anduve de la ceca a la meca buscando un tarimón (era historiadora y anticuaria); y con la que viví lo que, mientras sucedían, me parecieron episodios muy intensos. Bien, pues de todos los recuerdos que tengo de ella, el que creo que va a prevalecer va a ser el de aquella tarde en la que, por teléfono, estuvimos hablando más de una hora acerca de códices ilustrados.