En los anaqueles había infinidad de libros; pero yo, enseguida que me ponía a buscarlo, daba con él. Lo había tenido tantas veces en las manos, y lo conocía tan perfectamente, que un simple vistazo me bastaba para identificarlo: el color verde oscuro de sus tapas, su tamaño, las letras doradas estampadas en su lomo... Y también hubiera distinguido sus renglones entre mil; de manera especial, esos versos de Paul Éluard con los que empieza:
“Adiós tristeza
buenos días tristeza
inscrita estás en las rayas del techo
inscrita estás en los ojos amados...”
Y es que esta obra de Françoise Sagan fue, durante una larga temporada, uno de mis libros favoritos. Una época en la que había abandonado la adolescencia y me adentraba en la juventud; en la que el orden y sus reglas se me hacían cada vez más evidentes, y me agobiaban hasta no dejarme respirar.
Quería la libertad de la que gozaba Cécile; esa falta de preceptos y máximas que todos debemos guardar y que tanto nos oprimen. Y por tanto, sentía aversión por Anne; el odioso personaje que para mí también representaba las cadenas.
Pero curiosamente, y he aquí la paradoja, a la vez que ansiaba ese vivir sin normas de Cécile y de su padre (Raymond), sentía un profundo desdén por ellos. No podía soportar su frivolidad, hedonismo, indolencia, incapacidad para asumir las consecuencias de sus actos... ¡Éramos antitéticos!