sábado, 12 de octubre de 2019

Dándole vueltas a lo que me dijo mi amigo Pucho


¿Qué es más importante? ¿Comunicar o hacer virguerías con las palabras? Indudablemente, comunicar; aunque cada uno lo hace a su manera. A mí nadie me ha dicho, por ejemplo, que en mis escritos haya encontrado alivio a sus desventuras; pero sí que algunos me han manifestado que mis renglones les han hecho reflexionar o les han instruido. 
En fin, que a lo mejor utilizo palabras poco usadas, pero creo que redacto de una manera que se entiende perfectamente.   

Entre escritores


Ayer pasamos un rato muy placentero en la estación. Estuvimos Pucho, Elena, Teresa, María, José y yo; y, como he dicho, fue todo muy agradable.
Pucho y yo, después de saludarnos, empleamos unos minutos en alabarnos mutuamente. Nos intercambiamos elogios que se referían a las cualidades literarias que él me reconoce a mí y yo le reconozco a él; y, como ambos nos las reconocemos a nosotros mismos, no nos molestamos en fingir modestia y admitimos con naturalidad lo que el otro estaba diciendo.
Pero también hubo alguna objeción por su parte. Sin decirlo claramente, P. me dio a entender que mi estilo me alejaba del común de las gentes; que mi empeño en utilizar vocablos poco comunes obligaba al lector a acudir al diccionario con demasiada frecuencia. Y yo sé que lleva razón en lo de que a él lo leen más que a mí; pero esas palabras “raras” las aprendí en mi infancia y forman parte de mi vocabulario.
Después estuvimos hablando sobre si nosotros podíamos ser considerados enteramente escritores pese a no haber escrito nunca una novela. Y yo creo que sí; que lo somos de los pies a la cabeza, y que nunca podremos dejar de serlo.
Y la tarde fue transcurriendo; y yo fui estrechando mi amistad con Elena y conociendo a las demás...

Cosas de pitiminí


En general, todas las ideas me son igual de fáciles de expresar; aunque me resulta más cómodo escribir sobre extravagancias o acerca de asuntos de pitiminí porque entraña menos riesgos.
Ahora, por ejemplo, tengo artículados en la cabeza dos cuentos. El tema de uno puede ser controvertido: trata de esa delicadeza exagerada que algunos consideran finura y yo juzgo afectación; y el otro versa sobre la fuerte impresión que me produjo ver a una amiga teñida de rubio platino.
Indudablemente, el primero es más interesante y da para un ensayo. Podría desarrollar mis opiniones acerca de la naturalidad y de sus extremos; de la gazmoñería por defecto y la rustiquez por exceso. Del desparpajo y sus virtudes; y también de lo desalentadora que resulta esa impostura llamada santurronería.
Pero como mis juicios al respecto son muy tajantes y pueden chocar con los que tienen otros, prefiero escribir del segundo tema. De cuando entré en el restaurante y, en medio del comedor, vi, encima de una cabeza, un casco amarillo que emitía destellos...

“Tengo que hacer un rosario con tus dientes de marfil...”


Estoy en el cuarto del ordenador buscando una regla, y no la encuentro por ninguna parte. Es de madera, y lleva impresa en su cuerpo la primera estrofa de “El emigrante”, de Juanito Valderrama. 
Me la regaló en mis años mozos un pretendiente que era fan de este cantante de copla; y, hasta hoy, siempre he creído que la guardaba en este lugar concreto.
No la quiero para trazar rectas ni para medir espacios, sino para mostrársela a una amiga que está deseosa de ver tan singular objeto.
De tanto rebuscar, todo a mi alrededor está en completo desorden; y, menos la regla en cuestión, va apareciendo de todo. Algunas cosas ni siquiera recordaba que las tenía: un caballo hecho con una palma de Semana Santa; un artificio para prensar flores; unas gafas cuyos cristales reflejan sendas calaveras (¿para qué me las pondría yo?)...
Y en medio de este popurrí de cosas diversas, he visto una cuartilla que escribí hace muchos años. Se trata de un ensayo sobre la excesiva delicadeza que se titula “La melindrosa Juanita”; y, como la cosa promete, voy a suspender la búsqueda de la regla y me voy a centrar en las ideas que desarrollé en estos renglones.

El Noni de la Candelaria


El patrón de mi pueblo es san Dionisio Areopagita; y, esta semana que empieza, se celebran las fiestas en su honor.
Lo de Areopagita se debe a que vivía en el Areópago de Atenas; pero como esta palabra es muy difícil de pronunciar, yo he visto a algunos paisanos aturullarse y referirse a él como “san Dionisio Pajita” (a mí misma me ha pasado más de una vez).
Como es lógico, en el pueblo abundan los Dionisios y las Dionisias; aunque normalmente  se trata de gente mayor porque, como ocurre en todos los sitios, poner nombres tradicionales a los pequeñines ya no se estila. 
¿Y cómo se acostumbra a llamar a estas personas que llevan el apelativo del protector del pueblo? Pues con la denominación completa o con diminutivo: Dionisios y Dionisias, Dionis y Nonis. El Dioni vale para los dos sexos; y el Noni también.
Y así, considerendo que en los lugares pequeños no se distingue a las personas por los apellidos, sino por el apodo de la familia o por el nombre de los padres, nos podemos encontrar con un hombre hecho y derecho al que todo el mundo conoce como el Noni de la Candelaria, por ejemplo.
Este escrito se lo dedico a mis paisanos: los quiero mucho.

¿Merma de facultades? ¿Abulia? ¿Comodidad?


A medida que envejezco, los kilómetros me van resultando más largos; los kilos más pesados; los pocos grados heladores y los muchos abrasadores... 
Y es este no sé qué, que me hace percibir las magnitudes de distinta manera, la causa de que mi actitud y mi comportamiento estén cambiando.
Y no es que no me siga dando un buen tute todos los días: hago gimnasia, ando, trajino una barbaridad...; pero ante los acontecimientos que requieren un esfuerzo extra, mi respuesta ya no es la misma.
Hasta hace poco tenía un ímpetu arrollador, y acudía presta adonde fuera menester; y ahora, en ocasiones, esa ida al lugar donde es preciso se me presenta como un objetivo tan lleno de dificultades, que muchas veces opto por quedarme en casa.

Alrededor del picú – Historia de un sencillo


Querida amiga: 
Pienso en ti constantemente. Pero la imagen que se me forma en la cabeza no es la de señora estupenda que tenías en la actualidad, sino la de jipi manchega que luciste en la fiesta de Nochevieja que celebramos en la casa de mi primo Liborio.
Fue por los años de 1969; y recuerdo que, aunque en la calle hacía un frío helador, no necesitamos encender ningún calorífero porque el entusiasmo que llevábamos dentro nos bastaba.
Tú ibas ataviada con un maxiabrigo y un vestido de flores; y, completando el atuendo, una cinta de colores apenas ceñía tu melena rizada.
Traías un disco que, esa misma mañana, habías comprado en la capital. Era un sencillo que tenía la carátula de color azul, y representaba el cielo con unas figuras de aves en negro volando; en la parte superior ponía Kerouacs y en la de abajo, “Isla de Wight”... 
Te acercaste a la mesa donde estaban las mirindas, la cuerva y el picú, y le pediste a Teofrasto que lo pusiera a girar. Era una canción tan pegadiza que, al acabar de tomarnos las uvas, todos nos abrazamos y nos pusimos a cantar:
“Wight is wight, Dylan is Dylan 
wight is wight, ¡Viva Donovan!
es como una luz...”

La patanería y el wasap


Si un patán hace una patanería mediante un wasap, ¿al receptor qué le llega? ¿Un wasapazo? Lo pregunto porque no tengo ni idea de como se llama este tipo de golpe; aunque lo que sí sé es que duele una barbaridad.
Conozco a personas a las que sus parejas, después de largo tiempo de relación, han abandonado por wasap; a fulanos que, teniendo la obligación moral de estar presentes en un entierro, han optado por enviar un simple mensaje de pésame a los familiares del difunto; a gente que, por carecer de la más elemental cortesanía, ha correspondido al afecto y a la entrega personal de otro con uno de estos mensajitos de marras...
Y luego está el efecto que tales patochadas provocan en las víctimas. Si se trata de personas cultivadas y/o con sensibilidad, al estupor y desconcierto iniciales les sigue un estado en el que sus espíritus padecen cual si les hubieran clavado una daga de cuatro filos. Y aunque sepan que lo que hace la grosería es fijar con claridad la naturaleza del grosero, no pueden evitar sentirse humillados.

Tengo una debilidad


Soy una persona tremendamente austera y disciplinada; pero como todos, también tengo mi debilidad. Y el afecto al que sucumbo diariamente es a fumarme un cigarrillo después de comer. ¡De esto no me privo!
Ya puede estar compuesto mi menú de lentejas y tortilla; espaguetis y sardinas o paella...; que luego, al llegar a los postres, empiezan los usos habituales que me llevarán al éxtasis final.
En la soledad de la cocina, primero me como un plátano; a continuación, una naranja; y, cuando aún tengo su jugo en la boca, empiezo con el chocolate. Finalmente, llegado el momento que estaba esperando, aspiro con total deleitación el humo de un ducados negro, encendido con un mechero comprado en Nueva York al precio de un dólar.  

Querida amiga


Querida amiga: 
Te imagino haciendo el viaje ataviada con un vestido de flores, una Mirinda en la mano, y la melena rizada apenas ceñida con una cinta de colores.
Seguro que al llegar encontraste a tu marido y a tu padre sentados en un  precioso  tarimón y te fundiste en un abrazo con ellos; y después, una vez traspasado el umbral, te uniste a los amigos que te precedieron y que te aguardaban allí para darte la bienvenida.
A fin de que no te sintieras perdida en tu nuevo estado y notaras el helor de los primeros instantes, a Liborio se le ocurrió poner en el tocadiscos “Isla de Wight” de Kerouacs. Esta fue la canción con la que os tomasteis las uvas en la Nochevieja de 1969... y tú y los demás, como tontos invadidos por la nostalgia, comenzasteis a cantar:
 “Wight is wight, Dylan is Dylan
wight is wight, ¡Viva Donovan!
es como una luz...”
Y las lágrimas aparecieron en vuestros ojos; en los tuyos, en los de ése y en los de aquél... y tomaste conciencia de adonde habías llegado y de que ya no había vuelta atrás. 

La divina costurera o Una modista que no necesita abuela


Ayer estrené un vestido precioso; que, como todos los que llevo, me lo había hecho yo. Con toda la ilusión del mundo me fui al bulevar a lucirlo; pero, al llegar, observé que, excepto cuatro o cinco paseantes, los demás no dieron muestras de haberme visto.
Al principio, y como me parecía imposible que el modelo pudiera pasar desapercibido, la sorpresa y el desconcierto se apoderaron de mí. Después, durante el trayecto de vuelta a casa, estos dos sentimientos dejaron sitio a la incredulidad, la rabia, el desaliento...
En el retiro de mi morada me desahogué; y luego, los aires fabulosos de la noche diluyeron mi enfado.
En este momento, repasando con calma lo que sucedió hace unas horas en el bulevar, intuyo que a muchos de los que se cruzaron conmigo les gusté; pero que, por vaya usted a saber el motivo, no lo manifestaron. También sé que a otros les era imposible apreciar las bondades de mi atavío porque sus gafas están permanentemente mal graduadas. Para unos cuantos pasé demasiado lejos; alguno hubo que intentó desviar el foco de lo que consideraba excesivamente bueno... Y a los que quedan, mi traje, simple y llanamente, no les agradó o los dejó indiferentes.

Cuando “Buenos días, tristeza” era uno de mis libros de cabecera


En los anaqueles había infinidad de libros; pero yo, enseguida que me ponía a buscarlo, daba con él. Lo había tenido tantas veces en las manos, y lo conocía tan perfectamente, que un simple vistazo me bastaba para identificarlo: el color verde oscuro de sus tapas, su tamaño, las letras doradas estampadas en su lomo... Y también hubiera distinguido sus renglones entre mil; de manera especial, esos versos de Paul Éluard con los que empieza: 
“Adiós tristeza
buenos días tristeza
inscrita estás en las rayas del techo
inscrita estás en los ojos amados...”
Y es que esta obra de Françoise Sagan fue, durante una larga temporada, uno de mis libros favoritos. Una época en la que había abandonado la adolescencia y me adentraba en la juventud; en la que el orden y sus reglas se me hacían cada vez más evidentes, y me agobiaban hasta no dejarme respirar.
Quería la libertad de la que gozaba Cécile; esa falta de preceptos y máximas que todos debemos guardar y que tanto nos oprimen. Y por tanto, sentía aversión por Anne; el odioso personaje que para mí también representaba las cadenas.
Pero curiosamente, y he aquí la paradoja, a la vez que ansiaba ese vivir sin normas de Cécile y de su padre (Raymond), sentía un profundo desdén por ellos. No podía soportar su frivolidad, hedonismo, indolencia, incapacidad para asumir las consecuencias de sus actos... ¡Éramos antitéticos!