sábado, 20 de junio de 2020

SE TRASPASA

Entre los comercios que no van a volver a abrir después de la crisis sanitaria provocada por el coronavirus, está una librería de la que he sido clienta. Ayer, en el momento en que pasé por delante de la puerta y vi la persiana bajada y el cerrojo echado, me lo imaginé; pero es que, además, me bastó descubrir a un operario que se acercaba con el letrero de “Se traspasa” en las manos para que ya no me cupiese ninguna duda.
Con el corazón encogido me puse a pensar en las veces que había estado en el interior de aquel local, para comprar libros o útiles de escribir; y, en ese estado me hallaba, cuando apareció el dueño y me saludó.
El anciano, pues de una persona de muchos años se trataba, me invitó a pasar al establecimiento a través de una puerta lateral; y, una vez dentro, comenzó a remembrar historias.
Me contó que la época dorada del negocio fue en la década de los sesenta, coincidiendo con el boom latinoamericano. Habló de unos  novios que, siendo estudiantes de Medicina y lectores de Cortázar, le habían comprado “Rayuela”; y de como ya casados y con la especialidad hecha, habían vuelto para llevarse “El libro de Manuel”. También mencionó a un señor aparentemente muy formal que lucía barba y bigote, y al que le encantaban las novelas pornográficas. Sus autores preferidos eran Anaïs Nin y Henry Miller; y añadió que se las tenía que traer del extranjero, sorteando la censura franquista... Finalmente recordó a una joven de familia adinerada y muy católica que leía a Bakunin y presumía de progre.

MIS CONVERSACIONES CON CÁNDIDA

Introito
Hablar con Cándida siempre era un placer. Nuestras conversaciones, normalmente por teléfono, quizá duraban una hora u hora y media en sentido literal; pero a mí, y sé que a ella también, se me hacían cortísimas.
Cuando nos llamábamos, como ninguna era cariñosa, perdíamos poco tiempo en saludos y parabienes. A veces, nos limitábamos a intercambiar un escueto ¡hola!, e íbamos sin rodeos a lo importante. Y lo importante, lo que nos interesaba a ambas, era platicar sobre literatura, historia, cine, actualidad...
En castizo
En nuestras charlas no había lugar para los tópicos ni el critiqueo; y sí para los temas humanos y la vida personal. De esto último solíamos hablar en las ocasiones en las que nos teníamos delante; en el tiempo en el que las dos estábamos en el pueblo. Entonces nuestro lenguaje se hacía más coloquial; y, para horror de un gazmoñero que nos estuviera escuchando, todo entre nosotras era franqueza, desparpajo y delirio.
En busca de la sabiduría
Mi amiga tenía mucha instrucción e infinitas y aprovechadas lecturas. Ávida de saber, continuamente estaba revisando sus conocimientos y adquiriendo más; y siempre consciente de que el grado más alto de la cultura era imposible de alcanzar. Pero, sobre todo, Cándida era una gran mujer; y yo me precio de haber sido su amiga.
Los manuscritos ilustrados y su recuerdo
Un recuerdo recurrente es de cuando, después de las clases de Arte, la llamaba siempre para comentarle el contenido de las mismas. Me vuelven especialmente los días en los que tratamos sobre los códices iluminados; y ella, que había viajado por toda Europa estudiándolos, me ilustraba mucho más con sus experiencias.

DE ESTUDIAR A NIETZSCHE A HACER GANCHILLO. ¡LO QUE HAY QUE VER!

Temo que mi mejor amiga ha entrado en un proceso de entontecimiento que no sé si será reversible ni dónde acabará. Sus neuronas se están reblandeciendo, y su facultad para interesar aparece cada día más mermada. Si antes cautivaba con sus disertaciones, ahora causa tedio con su monotema. Y lo que le provoca esta incontinencia simplona es que en los próximos meses va a ser abuela. ¡Pero si antes decía que las personas con una inteligencia tan excelsa como la suya eran inmunes a estas sensiblerías! Sí, así las denominó: SEN-SI-BLE-RÍ-AS.
Ayer fuimos al centro comercial; y, en vez de dirigirnos en primer lugar a la librería, como hacíamos antes, propuso que entráramos en una tienda de ropa de bebé. Adujo que tenía que empezar a preparar la canastilla. Y todo sin encomendarse a Dios ni al diablo; sin hablarlo con su hijo y con su nuera, según me dijo. Y para colmo, me anunció que va a posponer sus estudios nietzscheanos porque quiere aprender a hacer ganchillo. Añadió que le hace mucha ilusión confeccionar un modelete para su nieto. ¡Lo que hay que ver!

PASEO POR EL PEINADO, EL CINE Y LA MÚSICA

El quiquiriquí
En la década de los cincuenta, la forma de peinar a los bebés era haciéndoles una cresta. Para dejarlos hechos unos pimpollos, no había como levantarles el pelo que tuvieran en la parte central y superior de la cabeza, y fijárselo con un poco de agua y azúcar. El resultado era espectacular...
Me parece recordar que a este mechón algunas personas lo llamaban el quiquiriquí, pero no estoy segura. Lo que sí sé es que a mí, por haber nacido en esta época, me acicalaban así.
Las pecas y el flequillo
Después, durante la infancia, siempre lucí una melena con raya en medio y flequillo, que nunca sobrepasó los límites de la mandíbula inferior; y que, junto con las infinitas pecas de mi rostro, me daba un aspecto muy característico.
Una melena con cinta
En la pubertad mis cabellos descendieron hasta los hombros e incluso un poco más; y las cintas, para ceñirlos y adornarlos, hicieron su aparición. En este período muchas de mis coetáneas llevaban trenzas: a ambos lados de la cara; una única detrás; rodeando la cabeza como si fuera una diadema... Algunas de las que caían por la espalda llegaban tan abajo y tenían tanto grosor que acababan convertidas en objetos de culto.
Los cortes y la experimentación
Con la juventud llegaron los cortes y la experimentación. Me gustaban el cine y la música, y me parecía muy atractivo el aspecto que mostraban Jean Seberg en “Al final de la escapada”, Jane Fonda en “Klute”, o Tina Turner en sus conciertos. De modo que probé todos los estilos : a lo garçon, escalonado, afro con permanente incluida... y muchos más de mi propia creación.
Con una coleta
Luego, con el sosiego que me trajeron los años, dejé mi cabeza en paz; y ahora, en la actualidad, voy casi siempre peinada con una coleta.

LA YERBA DE OTOÑO

Dijo Heráclito que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río; pero como soñar resulta de balde, y además entretiene mucho, yo a veces pienso que sí.
Se me representa en la imaginación un libro cuyos autores somos todos nosotros; ni uno más ni uno menos. Una obra que trata sobre el amor y el placer sexual, y que lleva por título “La hierba en otoño”. En ella, igual que ese segundo heno que verdea la tierra en octubre, nosotros descubriríamos nuestro constante renovamiento y pujante creatividad.
Sería un conjunto de escritos que llevaría nuestras firmas, y la sofisticación y sabiduría que nos ha dado la edad. Un acervo de sugerencias con unas gotas de distinción, ya que el tema lo requiere y a nosotros nos sobra.
Desconozco si ya existe algo así; si no fuera, daríamos la campanada. Y mientras, yo sigo soñando...

AMANDA Y EL TOCADOR DE BIRIMBAO – RESEÑA DE UN OPÚSCULO


Una amiga ha escrito un libro durante el confinamiento. Se trata de una narración breve; de género erótico; y que se subtitula “Pasión en la laguna mineralizada”. Acabo de leerlo y mi impresión no puede ser más favorable; improvisadamente diría que estoy ante una joya literaria.
IIº
En sus primeros renglones la autora cuenta como Amanda, una hacendada con muchas posibilidades y poco quehacer, se siente violentamente atraída por un conductero de nombre Joao que trabaja en su casa. Un hombre de origen portugués que, además de conocer su oficio, toca de manera extraordinaria esa especie de birimbao que se llama arpa de boca. Una historia que comienza un atardecer, cuando ambos cruzan las miradas y se estremecen: instantes en los que Joao vuelve del campo; y la doña, abandonada por un marido que se encuentra en el casino o visitando a su amante, lo mira desde la ventana de su habitación.
¿Y cuál es el aderezo que hace aún más sugestiva la acción? Pues el perfume de Coty que ella se está aplicando en ese momento, y que enseguida se esparce enajenándolos por completo. ¿Y el clímax? ¿Cuándo culmina ese primer contacto en el que los dos han descubierto sus deseos? Está claro que el punto álgido se alcanza en el tiempo en el que el lusitano, sin desviar la mirada de la dueña, saca de su zurrón el instrumento musical y empieza a ejecutar una pieza...
IIIº 
Las escenas ulteriores suceden en la laguna donde Amanda, a lo largo de siete días, va a tomar unos baños salutíferos. Lugar que se encuentra distante, y al que la acompaña Joao conduciendo el cabriolé.
Y no voy a contar nada más de la obra de mi allegada. Si ella quiere algún día darlo a conocer (cosa que dudo), que lo haga.

LA JENA Y LA IMAGINACIÓN

La jena y la imaginación me están permitiendo transitar con bastante garbo por esta etapa de decadencia en la que me encuentro.
Yo primero me tiño las canas; y, ya con la cabeza coloreada, me sobran ánimos para reírme de las arrugas, la cintura que se fue, la encorvadura de la espalda y todo lo que se me ponga por delante.
Esta facultad del alma, cual es la fantasía, me ha amparado en momentos difíciles de insoportable dolor; y me está protegiendo en este maremágnum de incertezas en el que nos ha sumido la COVID-19. Ha puesto magia en mi vida, y me ha proporcionado instantes de enorme satisfacción.
Por ello, cuando esta mañana he pensado en la posibilidad de que, cansada de tanto tute, mi capacidad creadora empiece a flaquear, me ha entrado una especie de canguelo. Porque ¿qué sería de mí si al mirar un kiwi viera solo un fruto de piel marrón y con pelusa? ¡Menuda reducción! ¡Pero si lo que yo pienso al tenerlo delante de mis ojos es en la fascinante historia que podría contar entremezclada con la descripción de su peladura!

EN PLENO BAUTIZO

Mi cónyuge y yo tenemos una inexpresividad apabullante; parecemos hechos de granito. Pero esto no quiere decir que seamos incapaces de sentir o padecer, sino que no podemos y/o no sabemos manifestar lo que notamos por dentro.
Ahora estamos en un bautizo; y, por nuestros semblantes, lo mismo podríamos encontrarnos en un funeral. A un espectador que no viera el ambiente que nos rodea, le sería imposible asegurar en cual de los dos eventos nos hallamos. Y eso que el gorgojo que está recibiendo las aguas bautismales parece un bollete y dan ganas de comérselo; pero nada, esa ternura que nos invade no la logramos descubrir...
Advierto que los demás invitados han empezado a mirarnos con recelo. Deben de pensar que somos unos engreídos o que nos aflige algún mal. Confío en que después,  en el convite, como soy una buena conversadora, pueda paliar la penosa impresión que estamos causando.

JUSTIFICANDO UN DISPENDIO

Doña Igual
Mi nombre es María Bertila; aunque todo el mundo me llama doña Igual. La razón de tal apelativo es que siempre voy ataviada de la misma manera; que no renuevo mi vestuario. Tengo tres hatos de invierno y tres de verano, que son los que me pongo ordinariamente según haga frío o calor. Y, si alguna vez necesito endomingarme, desempolvo el traje de entretiempo que me compré en París o el de guipur que estrené en la boda de la Encarna, y con uno u otro me avío. Y con los zapatos ocurre lo mismo; me duran una eternidad. Realmente, si no fuera porque las arrugas se empeñan en salir y salir, ajándome por momentos, mi imagen de hoy sería indistinguible de la del año pasado por estas fechas, y de la del anterior; porque mi vestido y mi aderezo serían los mismos.
Prendada de unas chinelas
Pero ahora, en estos días, esta paz indumentaria de la que he venido gozando se está viendo perturbada por una inquietud. Un desasosiego que me provocan unas chinelas  que hay en el escaparate de una tienda, y que no voy a tener más remedio que comprar. Cuando las veo sobresalir en la vitrina, con su bonito color plateado y su fina suela negra, siento un deseo irrefrenable de que luzcan en mis pies. Tienen que ser mías, pienso; y, dominada por este deseo, soy incapaz de preguntarme si con este calzado tan psicodélico voy a poder andar y si me lo puedo permitir.

LA CLASIFICACIÓN DE LUCÍA

Ayer, cuando leí la interesante clasificación que hizo Lucía, enseguida me ubiqué. Pero no sólo me situé yo en el lugar donde me correspondía, sino que os fui colocando a todos en vuestros grupos respectivos; incluso, a los que no sois escritores genuinos de un estilo y tuve que poneros en dos.
Además de verme reflejada en el escrito de mi amiga, también encontré en él algo que forma parte de mis aspiraciones. Una cosa que no sé si he alcanzado, pero que siempre pretendo: escribir como un niño.
Y no me refiero a hacerlo con el candor propio de la infancia, ya que la excesiva ingenuidad, a ciertas edades, considero que es impostura o bobería. No; lo que procuro siempre que me pongo a juntar palabras es que mi escrito se parezca en su claridad, sencillez y frescura al que haría un infante que, indudablemente, supiera redactar.

EL SENTIDO COMÚN ES UN COÑAZO

Ahora, después de haber pasado por diferentes estados de ánimo durante el confinamiento, de lo que tengo ganas es de ajetreo; o, como diría un moderno, el cuerpo me pide marcha. Pero la marcha que a mí me pide el cuerpo no es específicamente discotequera; ni de botellón; ni de conciertos... Lo que yo desearía es vivir un estío pueblerino como los que disfruté antaño.
Los planes
Me gustaría reunirme con mis amigos de entonces y hacer, probablemente por última vez, cosas como subir a la cima del Tomatón y después bajar corriendo por su ladera. Meter una hogaza y dos tortillas españolas en una cesta, e irnos en bibicleta a la balsa del Jaculatorio a bañarnos y a merendar; por cierto, que al Jaculatorio lo apodaban así porque era muy beato y rezador. Organizar un gran juego del escondite en las afueras del municipio, a las doce de la noche...
El desbarato de los planes
Pero en medio de tanta exaltación, aparece el sentido común haciendo como siempre de aguafiestas, e intenta disuadirme. Me dice que parece que esté chocheando. Que a nuestra provecta edad, quizá podríamos coronar el Tomatón; pero lo que resultaría un disparate (a la par que ridículo), sería arrojarse luego por la pendiente a toda velocidad. Que si es un monte muy escarpado; que si no tenemos la agilidad de otros tiempos y sería peligroso... y bla, bla, bla. Y a continuación empieza a poner impedimentos al remojo y a la merienda campestre; y en el colmo de la desfachatez, también intenta echar por tierra lo de las reuniones a medianoche. ¡Qué coñazo!

FABIOLA EN PRIME TIME

Para Fabiola, el tiempo que ejerció de tertuliana en televisión fue una experiencia horrible. Es cierto que mientras estuvo allí ganó dinero y pudo dejar atrás sus apuros aconómicos. También gozó de cierta fama e influencia que le valió para conseguir mesa en los restaurantes, y para que algunas firmas se pirraran por que luciera su ropa.  Pero dejando aparte esos detalles, lo pasó fatal.
Víctimas y verdugos 
Como el programa en el que trabajó era de cotilleo (algún malediciente lo calificaría de telebasura) y se hacía en directo y en horario estelar, sus exigencias eran enormes. Contínuamente tenía que mostrarse con el ánimo exaltado y dispuesta a zaherir y enardecer a los demás tertuliantes. La finalidad era que cuando éstos no pudieran soportar tanta humillación, saltaran; y la tertulia acabara convertida en una pendencia barriobajera. Y al día siguiente, se volvían las tornas y vuelta a empezar. Todos se veían impulsados a pasar de víctimas a verdugos y viceversa. Al parecer, y así lo probaban los datos de audiencia, cuanto más se envilecía el ambiente, más se conseguía atraer al telespectador...
Entre el ajenjo y el bisturí
Fabiola también se sentía impelida a presentar cierta imagen. En aquel espacio todo tenía que parecer nuevo, lozano, moderno, actual... Las arrugas, por ser un signo de vejez, estaban proscritas; y mostrar un aspecto ajado era una falta imperdonable. Para mantener la apariencia lustrosa requerida, los participantes tenían que estar remozándose continuamente. Y algunos de ellos, como de lo que se trataba era de levantar lo caído, pasaban la mitad de la vida en el bar, moviendo hacia arriba el ánimo con lingotazos de ajenjo; y la otra mitad, en una clínica de estética donde les elevaban los carrillos colgantes con el bisturí.

EL LUGAR EN EL QUE HABITO


Vivo en la casa de mis sueños; el sitio que considero auténticamente mío, y donde más a gusto me encuentro. La diseñamos entre mi marido, mi hija y yo; y todo, en su continente y contenido, lleva nuestra huella.
En la vivienda no hay nada aparatoso. Su fachada y sus habitaciones son sobrias, y su tamaño discreto; y, si por algo se distingue, es por sus pocas paredes y su mucha luz. Tiene los tabiques necesarios para separar esas piezas que, para salvaguardar la intimidad, conviene que se puedan cerrar; y el resto del espacio es diáfano.
En mi morada me alimento, llevo a cabo mis abluciones y compongo boleros. Sus muros me guarecen de las inclemencias del tiempo y de los rigores del mundo en general; pero no me aislan ya que en ellos existe una puerta, y ésta permanece siempre abierta para mis amigos.
Mi domicilio es mi hogar. La antítesis de un mausoleo porque ni es un lugar muerto ni magnificente; un espacio sencillo que me permite estar y crecer como persona, y en el que lo único que abunda es la literatura, la música y el cine.
Estoy segura de que dentro de muchos años, cuando haya muerto, me apareceré como fantasma a los que entonces habiten mi lar. Moleste más o moleste menos, mi espíritu vagará perpetuamente por sus estancias.

LO QUE VI DESDE ARRIBA

Cuando crecí, vi más pequeño casi todo lo que tenía en derredor. Las cosas inanimadas y los seres vivientes parecieron menguar; y sólo el cielo y algún privilegiado conservó su tamaño primitivo.
Desde la atalaya que me proporcionaba la adultez, la iglesia del pueblo y su torre no se presentaban tan monumentales como antaño, ni el tañido de su campana lograba conmoverme. Tampoco la montaña más alta tocaba las nubes, ni la charca donde estaban los renacuajos era un lago. La corpulencia de la giganta Rosa apenas excedía el volumen que se consideraba normal; y la labia de Eutropio aparecía como incontinente verborragia... 
Pero al lado de todo lo que había perdido su condición, figuraban objetos y personas que sí  habían mantenido la virtud; y entre éstas se hallaba Manuel. Su genio infinito trascendía cualquier realidad; y por ello, lo miraras desde donde lo miraras, siempre resultaba inmenso. Derrochaba frescura e ingenio; y solía decir, con una pizca de mordacidad, que lo único que tenía rancio era el abolengo.
Un día de mucha nieve e intenso frío se murió; y todos los vecinos, con las katiuskas y las pellizas puestas, acudimos al entierro.

LA DAVINIA IMPACIENTE

Davinia era una mujer muy impaciente. El desasosiego constante que padecía la impulsaba a anticiparse a los acontecimientos; y esta particularidad la hacía ser inoportuna y/o equivocarse en multitud de ocasiones.
En su pueblo, algunos le decían “la Davinia impaciente”. Este apodo se lo sacó un solterón acomodado y ocioso que leía a Pemán; y que, para dar con este alias, no tuvo más que cambiar algunas letras del título de la obra “El divino impaciente” del autor.
Y otros, en su lugar de origen, la llamaban “la Pifias”. Y es que esta fémina, con su actitud, cometía tantos yerros que infinidad de motes le hubieran cabido.
La carta   
Una vez, a la casa de Davinia llegó un propio con una misiva. Cuando ésta la abrió después de dar una peseta y despedir al recadero, se encontró con que en sus renglones una amiga le confesaba que era frígida. Con todo detalle y pormenor, la allegada le explicaba como eran las relaciones con su marido, y los estragos que la ausencia de goce sexual estaban provocando en su ánimo. A continuación, le rogaba que le guardara el secreto y le anunciaba que la llamaría por teléfono para que le diera su opinión...
El desaguisado
Estaba Davinia estrujándose las meninges para orientar a la autora de la carta de la mejor manera posible, cuando el aparato telefónico comenzó a sonar. Acelerada como siempre levantó el auricular; y, dando por cierto que al otro lado de la línea se hallaba la paisana que padecía frigidez, la nombró y le soltó una retahila de consejos, dejando bien a las claras cuál era el mal y la identidad de la persona que lo sufría.
En el momento en el que terminó de hablar, una voz distinta a la que esperaba oír le dijo que él no era Fulana, sino Mengano; pero que en cualquier caso, le estaba muy agradecido por la instrucción.

UNA COSTUMBRE HORRENDA


¡Perdóname! Ya sé que tu nombre es Brígida; pero si te he llamado Comi, no ha sido con mala intención, sino con toda la ternura del mundo.
Supongo que no descubro ningún secreto si te digo que en el pueblo te apodan la Comillas; y también doy por sentado que conoces el porqué. A ti se te pega con mucha facilidad cualquier latiguillo que se ponga de moda, y eres muy dada a gesticular. Y ya sé que estas dos características resultan muy prácticas para darse a entender; pero convendrás conmigo en que muy elegantes no parecen.
Cuando hace un tiempo se empezó a estilar ese horrible gesto de doblar los dedos índice y cordial de las dos manos para expresar que la palabra que se estaba pronunciando tenía un sentido especial, sabía que tú lo adoptarías enseguida. Y lo hiciste con tanto entusiasmo que, en la fecha presente, es imposible imaginarte sin las palmas a uno y otro lado de la cara, mientras abres y cierras los apendices señalados.
Tendrías que grabarte y contemplarte en acción. Seguro que si advirtieras el efecto que causas, no caerías más en ese vicio.

CUANDO ME FALTA EL ÁNIMO

A veces siento el impulso de salir a la calle e ir aquí o allí; pero enseguida recuerdo que estamos a merced de un virus cabrón; y que, por lo tanto, vivimos en cautiverio. El condenado acecha fuera, y a mí me pesa cada día más esta existencia condicionada. El deseo de volar se presenta a deshoras; y si en el momento que viene no lo puedo realizar, me siento frustrada.
Me horrorizan las imágenes que vi el otro día en televisión. Esos chalecos que ejercen como controladores; y que, al llevarlos puestos, pitan histéricos cuando se rompe la distancia de seguridad. ¡Vamos a ser como los coches con alarma! Sé que están hechos para proteger, pero al pensar en ellos me siento abatida. Y me vencen las noticias referentes a los programas informáticos que nos ampararán, pero también nos gobernarán...
¡Cómo anhelo la libertad de antes! En ocasiones tengo la sensación de que esta situación no va a acabar nunca; pero luego recapacito y me digo que es la hora del sacrificio. Que tenemos que renunciar temporalmente a muchas cosas para conseguir otra mejor; que es en estas situaciones donde tenemos que dar lo mejor de nosotros mismos; que todo va a pasar pronto...

ALJOFIFAR

Cuando un filatélico encuentra el sello que andaba buscando, lo embarga una emoción única y de imposible comprensión para un desapasionado en la materia. Lo mismo le ocurre a un entomólogo en el momento en que se halla ante la mariposa de la que está enamorado; o a un gemólogo al dar con la piedra de su vida.
Y algo idéntico experimentó Paulina nada más ver en el diccionario la palabra “aljofifar”. En el instante en que la descubrió, supo que ésa era la voz que había estado buscando, el vocablo de sus sueños.
Y es que, desde que le había oído decir a una vejeriega que tenía que “jocifar” el suelo de su casa, había intuido que tenía que existir un término bellísimo del que proviniera dicho localismo.

ESTAMOS TODOS DE LOS NERVIOS

Existe gente que va a su bola, que  no se mete en líos ajenos; tranquila, a la que no le gusta discutir... También hay creaturas que, aún yendo a lo suyo, si las buscas las encuentras; y después están los que siempre parecen tener ganas de contienda.
Pero en estos tiempos anómalos que estamos viviendo, cualquier trastornadura es posible; y así, personas de natural pacífico pueden aparecer como vulgares pendencieros.
Y a este último grupo quiero pensar que pertenecía la mujer que, la otra tarde, se encaró conmigo durante el paseo. En su descargo he de decir que a pesar de ponerse frente a mí, lo hizo guardando la distancia de seguridad; aunque eso no obstó para que me hablara de un modo muy agresivo.
Me recriminó porque, según ella, le había lanzado miradas aviesas mientras murmuraba entre dientes. Y yo me quedé estupefacta ya que nada de eso había sucedido. Es cierto que tengo una cara muy difícil y que quien me ve por primera vez puede confundirse, pero para llegar a pensar así...
En fin, que el maldito coronavirus nos tiene a todos histéricos.

LA NUEVA NORMALIDAD

¿A qué se refieren el presidente y los ministros cuando hablan de “la nueva normalidad”? ¿Qué denomina este término que tanto repiten en sus apariciones y que a mí me provoca el mayor de los repeluses? Acepto que, mientras no tengamos una vacuna y/o tratamiento con los que podamos vencer al virus, la normalidad en la que viviremos será relativa; y también sé (y me parece lógico) que después de las pandemias que han asolado la humanidad, siempre ha habido importantes cambios científicos y sociales. Pero estas transformaciones tienen que venir propiciadas por el curso de las cosas y no por la implantación de un diseño social que es lo que sugiere el uso de estos dos vocablos.
Como no dudo de las buenas intenciones de nuestros gobernantes, me gustaría que adoptaran un lenguaje más preciso, para que los que amamos la libertad podamos estar tranquilos. Y esto lo digo sabiendo que, en la práctica, la libertad absoluta es un espejismo.

EL VISITANTE PROVINCIANO

No creo que Benita fuera una joven morbosa. En el tiempo en el que tuvimos relación, nunca noté que se sintiera especialmente atraída por cosas raras, ni que mostrara preferencia por esas personas que provocan inquietud.
Es cierto que una vez que fuimos ambas a la casa de Gertrudis a estudiar, experimentó emociones nuevas cuando conoció a un tío de ésta que estaba allí de visita; pero no hay que considerar este interés como algo malsano o exclusivo de ella, porque yo también lo sentí y ni su moral ni la mía sufrieron menoscabo.
El pariente al que aludo era un solterón provinciano que dejaba entrever costumbres rancias; un ser que contrastaba con nuestra frescura y juventud y que, pese a casi no saludarnos, nos impresionó profundamente.
Como en los días siguientes Benita y yo queríamos volver a verlo, estuvimos buscando un pretexto que nos sirviera para acudir otra vez al hogar de Gertrudis; pero como no lo encontramos y dejamos ese deseo sin cumplir, el desasosiego nos duró semanas.
Y esto debió de suceder por los años de 1972, cuando Benita, Gertrudis y yo hacíamos tercero de carrera.

DESARRUGANDO PRENDAS

No me gusta planchar. Lo hago sólo en raras ocasiones; y siempre, cuando me es absolutamente preciso. Durante el invierno, mi plancha permanece olvidada dentro de un armario; pero en el tiempo en que el calor empieza a apretar y voy a cuerpo, la desempolvo y alguna que otra vez la utilizo. Sucede en las ocasiones en las que, por haber usado toda la ropa inarrugable, me tengo que valer de esas camisas y faldas que parecen trapos sin un estiramiento previo.
La única vez que he disfrutado alisando telas fue el día en el que, probando a hacer más soportable la tarea, puse un disco de Luz Casal. Recuerdo que cuando su voz se desparramó por la habitación y salió por la ventana, los lugareños que pasaban por la calle se detuvieron absortos al otro lado de la reja y todos juntos la oímos cantar “Un año de amor”. Fue algo mágico.

UN COJÍN BASTANTE KITSCH

Hay quién piensa que lo de personalizar los automóviles es algo de ahora; pero los que somos mayores sabemos que esto ya se hacía en el año catapum.

Antiguamente había gente muy dada a decorar el interior de los coches. Y en muchos casos no era el dueño, sino algún familiar, el que se empeñaba en adornar el habitáculo.
Portar un rosario colgando del retrovisor; una imagen de san Cristóbal en el salpicadero; o las fotos de la mujer y los hijos con el letrero “Papá, no corras”, no era nada original porque numerosos conductores lo hacían. Pero poner cortinillas guarnecidas con borlas y flecos en las ventanillas traseras ya indicaba un mayor grado de creatividad.
Una vez, en una fiesta en Castelldefels, conocí a un chico con el que me sentí enseguida compenetrada. Además de atraernos físicamente, él y yo parecíamos tener las mismas ideas, opiniones, valores, gustos... Cuando bailamos “Only You”, el mundo que  nos rodeaba comenzó a desaparecer, y ambos entramos en un estado de embeleso que nos duró toda la tarde.
Al terminar el guateque, pensando que estábamos hechos el uno para el otro y en un estado de gran exaltación emocional, nos dirigimos a su coche para volver a Barcelona; pero cuando vi a través de la luna lo que llevaba en la bandeja posterior, me desencanté.
Y es que a mí me gustó su Renault R5 de color naranja; pero para lo que no estaba preparada era para el cojín del mismo color (y profusamente adornado con trencillas) con que lo había personalizado.

EL CHARLATÁN

El día en que presencié un embaucamiento
Cuando tenía nueve o diez años advertí que con labia se podían hacer prodigios. Ocurrió el día en que un vendedor ambulante llegó al pueblo y, pese a ser un adefesio  y llevar muelas de oro, indujo a los lugareños a que le compraran todo el género. De pie, en la trasera de su camión, con una verbosidad y unos ademanes muy persuasorios, el charlatán consiguió que la mercancía cambiara de manos...

El deseo de persuadir
Aleccionado por las imágenes de semejante embaucamiento, a partir de ese instante procuré hablar siempre de un modo que mis palabras conmoviesen a quienes las escucharan; y puse tanto empeño en lograr mi propósito que, antes de entrar en la veintena, ya dominaba el arte de la elocuencia.

Mi relación con las mujeres
Y fue esta sapiencia la que me permitió, siendo chaparro y renegrido, tener éxito con las mujeres. Al principio me parecía imposible conquistarlas si había adonis que también lo pretendieran; pero como pronto me di cuenta de que estos apolos solían ser unos  fatuos, y de que a muchas féminas les disgustaba su presunción e inanidad, no me costó pasar del amilanamiento a tomar la iniciativa.

La profesión que ejercí
Por lo que toca a mi profesión, tengo que decir que me dediqué a la política. Cuando terminé la carrera, hice un curso de oratoria con el profesor Pico de Oro, y acabé siendo el summum en el campo de la expresión oral. Nunca hice nada por los que me votaron, pero nadie les prometió hacer cosas con tanto convencimiento como yo.

El debut en televisión
Y ahora que la charlatanería está tan de moda en televisión, me he sometido a un lifting y a un implante de pelo, y voy a debutar en ella como comentarista.

LA FABLA PUEBLERINA Y EL SWING

Si yo digo que Fulanito tiene un carácter muy “entenguerengue”, probablemente muy pocos adivinéis cuál es la condición de Fulanito. Tampoco sabréis a qué me refiero si señalo que Mengano lleva a “coscoletas” a Zutano; y mucho menos entenderéis cómo porta Perengano a su hijo si asevero que lo hace a “pipiriculo”.
Bien, pues estas tres palabras, “entenguerengue”, “coscoletas” y “pipiriculo”, significan respectivamente: inestable, llevar a las espaldas y llevar a hombros; y las tres, junto con muchas otras, son vocablos que utilizamos en el pueblo para darnos a entender.
Una de las personas que usa con más talento este lenguaje, que yo denomino la fabla pueblerina, es mi amigo Robustiano. Lo habla con tanto desenfado y naturalidad que es una delicia escucharle. Mi allegado también es un amante del swing; así que, cuando nos visitamos, o practicamos la fabla, o bailamos, o ejercitamos las dos artes simultáneamente.

LA DUQUESA PETRONILA

Sostener largas conversaciones telefónicas está resultando muy útil para contrarrestar el tedio que nos provoca el confinamiento. Ayer mantuve yo una de estas charlas. Fue con una amiga especial que se llama Petronila. Una mujer que, a sus ochenta años, conserva una viveza y una memoria dignas de encomio. Y además, como no ha sucumbido a la dictadura de lo políticamente correcto, habla con total desenvoltura sin importarle que sus palabras sean consideradas despropósitos por los gazmoños de turno.
Para evitarnos malos humores obviamos la actualidad y nos adentramos en nuestros  temas favoritos. Estuvimos rememorando los ambientes tan sofisticados que habíamos conocido cuando ella estaba casada con el duque de la Regüerta, y yo era su dietista. Y posteriormente, revivimos la vida bohemia que ambas llevamos en París en el tiempo en que, huyendo de los convencionalismos, nos instalamos en esta ciudad y nos dedicamos a escribir crónicas para un periódico.
Antes de despedirnos, mi amiga me comentó que para cenar pensaba vestir traje de noche y beber champán, porque iba a celebrar el sesenta aniversario de la primera vez que  asistió a una representación en la Ópera Garnier.

UNA PASIÓN TRASTORNADORA

Si tuviera que compendiar lo que quiero narrar en unas pocas frases, me valdría de esa copla popular que dice: “Ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio...”
Y es que el amor obsesivo es un horror. Durante el tiempo que lo padecí, no me pude quitar de la cabeza a la persona amada; y era tan grande la perturbación que esta idea fija me provocaba, que mi comportamiento se vio condicionado y me fue imposible mantener una relación normal con ella.
En mi historia no hubo sexo, pero sí miradas que me hacían temblar de arriba abajo, y que yo identificaba con la muerte y la resurrección. Ojos que buscaba entre clase y clase, porque los intuía clavados en mí; roces que en las lecciones prácticas me dejaban paralizada, quizá esperando que no se acabaran nunca; manos alargadas y finas que apenas se posaban en mi cintura... Y palabras, muchas palabras que me servirían para definir mi estado: delirio, enganche, adicción...
Mientras fui víctima de esta pasión dañosa salí con algún otro compañero de facultad; pero fue un simulacro de correspondencia, porque yo no podía pensar en otra cosa que no fueran esas miradas que tenían más potencia que un reactor nuclear.

EL CORTE “CONFINAMIENTO”

No entiendo por qué te has enfadado. Te recuerdo que fuiste tú el que me pidió por favor que te pelara. Es cierto que me podía haber negado, pero no lo hice porque tampoco me pareció que fuera muy dificultoso cumplir con el cometido.
Quizá el error estuvo en haberte cortado en seco. Pensé que así sería más fácil ver como te iba quedando, y no consideré que un pelo tan fosco y tan rebelde como el tuyo sólo se consigue domar mojándolo.
Lo indubitable es que cuando te vi sentado en el taburete e introduje el borde de la toalla en el cuello de tu camisa, únicamente me faltaron las tijeras en una mano y el peine en la otra para creerme la perfecta peluquera.
Como había visto hacer a las auténticas profesionales, cogí tus cabellos entre los dedos índice y cordial y comencé a tijeretear con el mayor entusiasmo y, en mi caso, sin ningún arte ni tino. Y así salió lo que salió...
Ahora estás horrible con tanta trasquiladura. Mientras te crece, puedes consolarte pensando que el feísmo le da valor a lo feo; y si quieres , nos dejamos de tonterías, te rapo y asunto solucionado.

domingo, 7 de junio de 2020

UN PERIPLO ALBACETEÑO


¿Dónde estás, Ánimo? No intentes desaparecer porque no te lo voy a permitir... ¡Pues buena soy yo! Ya he comprobado que no soportas el matraqueo de algunos acerca de  la crisis que estamos padeciendo y sus predicciones apocalípticas; ni tampoco la indefinición constante y esa falta de certezas que parecen tenernos a merced de las circunstancias. Pero tienes que tener paciencia y no esfumarte a las primeras de cambio. Éste es un proceso que todos juntos hemos de pasar, y que vislumbro que nos traerá cosas buenas.
Mira, mientras llega ese momento en el que la desgracia haya quedado atrás, una amiga y yo ya hemos comenzado a hacer planes. El otro día, en la segunda cadena, hicieron un documental estupendo sobre la ciudad y la provincia de Albacete; y esta mañana, nosotras hemos decidido hacer un periplo por algunos de los lugares que aparecían en el reportaje. Ya los conocemos, pero son tan bonitos que merecen ser vistos otra vez. Y comeremos gazpacho manchego y atascaburras; y beberemos cuerva. 
Ya lo ves, Ánimo; reconoce que es un buen proyecto, así que haz el favor de volver. 

A LOS QUE LES GUSTA CALLEJEAR


En estos momentos de confinamiento, me acuerdo muchas veces de los amantes del callejeo. De esas creaturas que, sin ser por causas laborales, se pasan el día en la vía pública. De aquellos que sólo se recogen para comer o dormir...
Me los imagino entre las cuatro paredes de su hogar, lánguidos y marchitos, porque les falta el ajetreo del exterior que los mantiene en forma. Los veo mirar con gran zozobra el tiempo vacío que no saben cómo ocupar. Sentir que la casa se les cae encima, y no encontrar a su alrededor más recursos que la comida, la radio o la televisión para distraer la angustia...
A todos los que encuentran en la calle el ambiente adecuado a sus gustos y necesidades les envío mi ánimo y mis mejores deseos; y ojalá pronto todos podamos deambular por ella.

UNA MAXIFALDA BEIS


A mí las faldas que más me gustan son las maxis. Pero no me refiero a esos faldamentos que sin gracia caen de la cintura a los pies; sino a aquellas prendas bien confeccionadas que con garbo alcanzan la media pierna.
La primera maxifalda que vestí la encontré en un baúl de mi casa. Era de color castaño claro, y llevaba cinturón. Me la puse para asistir a no sé qué evento; y recuerdo que tuve la sensación de ir disfrazada porque todas las demás muchachas llevaban minifalda, o trajes de largura normal (hasta la rodilla).
Durante aquel verano en el pueblo volví a lucir muchas veces la falda beis. Y lo hice porque, por encima de la incomodidad que me causaba ir ataviada en contra de la  tendencia general, estaba la satisfacción de saberme muy favorecida y elegante con ella.
Luego regresé a la ciudad; y, en el estío siguiente, tuve una maxi de cuadros blancos y negros cortada al bies que deshice de tanto usarla.

ESCUCHANDO A ARETHA FRANKLIN Y LEYENDO A ALFRED DE MUSSET


Por los años de 1968 celebramos un espectáculo en el colegio. Yo fui una de las dos presentadoras; y, de aquellos momentos, puedo decir que aparecí en el escenario con un vestido minifaldero con el que sorprendí a los espectadores que esperaban un atuendo más recatado. Y también puedo añadir que fue de las primeras veces que experimenté ese disfrute que produce saberse admirada.
Pero lo mejor de todo aquello no estuvo en la representación, sino en los preparativos. Durante el tiempo que duraron éstos, las alumnas pudimos disponer del despacho de la superiora como centro de operaciones; y en él, con un tocadiscos que instalamos, y sin intervenciones monjiles, dimos rienda suelta a nuestra creatividad, y a la tontería propia de la edad que llevábamos dentro.
Cuando terminábamos los ensayos, las íntimas escuchábamos absortas a Aretha Franklin cantar “I say a little prayer”; o nos adentrábamos en la lectura de “Gamiani o dos noches de pasión” de Alfred de Musset (si las religiosas se llegan a enterar de que hacíamos esto último, no quiero ni pensar lo que hubiera pasado). Y otras veces, probábamos qué maquillaje nos favorecía más: si sombra de ojos y rímel en las pestañas, o raya de kohl en los bordes de los párpados. Yo prefería el segundo porque Juliette Gréco se pintaba así, y a mí me parecía la mujer más interesante del mundo.

LA DOMINATRIZ, EL HERMANO SOLTERÓN Y LA VECINA DE AL LADO


La dominatriz se empeñó en casar a su hermano solterón con la vecina de al lado; pero por más que lo intentó, no lo pudo conseguir. Y es que había que tener una mente muy obtusa para no advertir que aquello que pretendía era imposible.
El solterón, de nombre Sulpicio, padecía una timidez enfermiza. En el pueblo le decían “el Corto” por lo medroso que era; y, según comentaban los que habían conseguido llevárselo una vez de farra, era incapaz de estar con una mujer.
Y ella, la vecina de al lado, era una viuda con hijos independientes; una mujer dócil y muy apañada a la que la dominante hermana del solterón pensó que podría manejar. El mismo día en que se produjo el óbito de su marido, en el velatorio, la tirana ya concibió la idea de tenerla por cuñada; aunque para no violentarla, esperó un tiempo prudencial antes de poner en marcha el celestinazgo...
Pero con lo que nadie contaba era con que Apolonia, que así se llamaba la vecina de al lado, le cogiera el gusto a la libertad. Había pasado de estar sometida a la autoridad del padre a la del consorte; y ahora que por primera vez en su vida sabía lo que era seguir el propio arbitrio sin atender a lo que opinaran los demás, era impensable que se volviera a poner las cadenas.      

EL MIÉRCOLES SANTO QUE EL CORONAVIRUS ME HA ROBADO


Si esta fuera una Semana Santa normal, yo me hallaría en el pueblo. A estas horas ya tendría hecha la comida y la fregadura, y estaría probablemente duchándome o componiéndome para ir a comprar el periódico. Como es miércoles, también esperaría encontrar la prensa del corazón; y pensar en el goce que me proporcionaría pasar la vista por sus páginas redoblaría mi natural impaciente.
Después de adquirir y de leer el diario y la revista, me iría al campo. En el pueblo, el monte está en lo alto de la calle; pero a la tierra inculta a la que yo encaminaría mis pasos sería la que existe más allá del cementerio; a unos cuatro o cinco kilómetros de distancia. Allí gastaría energía porque, pese a mis años, alguna me queda. Y también, contemplaría el reverdecer de la naturaleza propio de esta estación, y me empaparía de esa tranquilidad que los que vivimos en ciudades tanto necesitamos...
A eso del mediodía, mi regreso a casa se vería interrumpido por una o varias paradas. Primero recalaría en “El Sombrajo”, donde me tomaría un vermú y estaría un rato de charleta con mis amigos; y luego, quién sabe si no me iría encontrando a vecinos a los que no había visto aún, y con los que me tendría que ir deteniendo para saludarlos como se merecen...

GENTE QUE ME HE ENCONTRADO EN LAS MADRUGADAS


Cuando de madrugada me pongo a hacer gimnasia, lo normal es que la sesión transcurra sin contratiempos; sin embargo, ha habido ocasiones en las que no ha sucedido así. Veces en las que, por haber invitados en la casa donde me encontraba, éstos me han sorprendido en pleno ejercicio...

El alcohólico

Una de estas personas que me pilló desprevenida fue un manitas quincuagenario en Bagur. Él había venido el día anterior de Barcelona para hacer unos arreglos en una tapia; y, por no haber podido terminarlos, se había quedado a dormir. Pues bien, a las cuatro de la mañana, en el momento en que en el tocadiscos sonaba la voz de Pedro Infante cantando “Bésame Morenita” y yo volteaba en el aire, el hombre cincuenteno salió de su habitación completamente vestido y me pidió una copa de arguardiente. Como yo le dijera que en la casa no había alcohol, se mostró confundido; y,  farfullando una breve explicación, se marchó en busca de un bar que estuviera abierto.

El genio

Otra creatura que me descubrió cabriolando antes del amanecer fue un joven que había venido con sus padres a pasar el fin de semana al pueblo. Recuerdo que, cuando el susodicho entró en la habitación en la que yo me encontraba, del picú salían las notas de “Evil Ways” de Santana; y también tengo en la mente que, después de saludar, se sentó en una silla y me pidió que me olvidara de él y que siguiera con el espectáculo. Yo al principio me sentí intimidada porque, con su mirada fulgúrea, el invitado madrugador parecía penetrar hasta el fondo de mi espíritu; pero pronto me relajé y continué dando volteretas.

La histérica

Esta mujer parecía vivir permanentemente alterada; la palabra sosiego no formaba parte de su vocabulario. Una vez que ella y su marido, de camino a Francia, pernoctaron aquí en Barcelona, se levantó poco después de la medianoche, en el tiempo en que me oyó trajinar por la casa. Me siguió; y aseguro que, en el momento en el que apareció en el cuarto donde me hallaba yo haciendo el pino, el disco de “Las danzas húngaras” de Brahms empezó a girar a más revoluciones. 

DESDE EL SOFÁ DE MI CASA


El confinamiento es muy duro y las certezas tardan en llegar, pero la luz está al otro lado del túnel. A esta idea es a la que intento aferrarme en los momentos de bajón; que, conforme pasan los días, van repitiéndose con más frecuencia.
Y no es que esté casi siempre abatida, ¡qué va! Hay ratos en los que logro abstraerme de la realidad en la que estamos inmersos; otros en los que me siento optimista y veo las cosas en su aspecto más favorable; y algunos en los que lo único que consigo percibir es una pavorosa negrura... 
La guerra hasta ahora no me ha tocado de cerca y no veo las bombas caer al otro lado de la ventana. Asisto a ella desde el sofá de mi casa, simplemente encendiendo la radio o la televisión; pero el hecho de no estar en el frente, y de no vivir directamente las consecuencias, no significa que no me estén afectando profundamente. Me identifico con las víctimas y comparto su dolor: estas personas tienen cara, nombre y apellidos.
En los momentos más negativos, mi famosa fuerza se esconde; y ni la maravillosa canción “Resistiré” (himno de esta lucha), ni los eslóganes lanzados para mantener la moral de la población, logran levantar mi ánimo. Tampoco lo consiguen, sino más bien al contrario, las banalidades revestidas de trascendencia que circulan por La Red; y ni siquiera la gente del Post, con su talento, puede distraerme.
Lo único que me hace concebir esperanzas es darme un paseo por la historia y comprobar que, pese a enfrentarse a los mayores obstáculos, el hombre siempre ha conseguido salir adelante.

EL SOBRINO DE LA VECINA


La primera vez que vi a Ezequiel me pareció un extraterrestre. Venía andando por el  callejón; y yo, desde el lado de dentro de mi reja, intenté imaginar de qué planeta podía proceder. Que se trataba de un forastero era indudable, puesto que no lo conocía; pero es que, además, su apariencia sofisticada contrastaba con el estilo llano, y en ocasiones pedestre, que se usaba en el pueblo. Tampoco cabía ubicarlo en la ciudad, ya que el aire rompedor que poseía era contrario al refinamiento provinciano que se solía ver en ella. Así que, sin saber qué pensar, me sumí en la perplejidad.  
Pero pronto me figuré quién podía ser ese joven que tanto interés me despertaba. Fue cuando dobló la esquina y entró en la casa de la vecina de enfrente. En ese momento me acordé de su famoso sobrino que era arquitecto y que residía en la ciudad de Chicago.
Esa misma tarde, tía y sobrino vinieron  a visitarme; e, inmediatamente, el estadounidense y yo nos caímos bien. Creo que ambos reconocimos en el otro cualidades que nos eran propias y nos sentimos identificados. Y, a partir de ese momento, nos tratamos mucho.
Ahora, cuando he abierto el ordenador, he encontrado un mensaje suyo. En él me informa de que está utilizando mis libros para enseñar español a sus amigos americanos; y me pide que haga un escrito con el que pueda explicar a qué nos estamos refiriendo cuando decimos que alguien “canta” en un lugar... 

LA PROFANACIÓN DE LOS JAIMITOS


Las cartas

Aquellas cartas comenzaban todas de la misma manera: 

                       “Querida tal:
                          Por la llegada de la presente espero que te encuentres bien. Yo estoy                                                                                       
                          requetebién.
                                                    G. A. D. (gracias a Dios)”

             
Después, el remitente pasaba a contarle a la destinataria como transcurrían sus días y sus noches; y, por último, se despedía con la frase “Éste que lo es” y firmaba con nombre y apellidos.

El escondrijo de las cartas

Pese a tanto formulismo, las misivas eran de amor. Las escribía un muchacho que vivía allende la sierra a su novia Margarita; y ésta, después de leerlas, toquetearlas y besarlas, las guardaba en el baúl donde tenía el ajuar.
Y de allí, de entre las sábanas y las mantelerías bordadas, las sacábamos el hermano de Margarita y yo horas después, para pasar nuestra vista por sus renglones...

La profanación de los jaimitos

Como teníamos diez años y éramos dos alumnos repipis de don Emeterio, lo que despertaba nuestro interés y provocaba nuestra hilaridad era la tosquedad de aquellas  comunicaciones y la cantidad de faltas de ortografía que tenían; y, por más que lo intento, no recuerdo que nos fijáramos en otra cosa.

Un anhelo que nunca se cumplirá

Ahora, con mis años y mi bagaje, desearía volver a leer las cartas de Margarita. Me gustaría saber qué le decía su novio entre aquellas frases fijas del principio y del final; conocer si tenían un sentido explícito o no; observar si eran candorosas; o si, por el contrario, contenían alguna obscenidad...

LOS JAIMITOS


Don Emeterio dirigía la clase con la palmeta en la mano. Primero les ordenaba a los niños que recitaran la tabla de multiplicar; después, las conjugaciones; y, por último, les hacía un dictado. Como era un maestro muy singular, con él nada era al uso; y los discípulos sabían que en cualquier momento los podía sorprender: “A ver, Epifanio, ¿cuál es el presente de indicativo del verbo asir?”; “Tú, Teodomiro, ¿cómo se escribe jengibre?”; “Teofrasto, ¿cuántas son once por once?”... Y claro, con un enseñante tan psicodélico, los alumnos tenían más conocimientos de los que correspondían a su edad, y casi todos eran unos jaimitos.
Cuando salían del aula mostraban su suficiencia a diestro y siniestro; y, fuera de sus padres, que estaban orgullosísimos de ellos, no había quién los aguantara. Menos mal que con el tiempo se les fue acompasando el desarrollo físico con el intelectual y se volvieron más normales. Aunque para algunos progenitores fue decepcionante descubrir que no tenían un genio en casa.

EL FANTASMA Y LA ECONOMÍA ACTUARIAL


El actuario al que le sucedieron los hechos que narro se llama José. A él le dedico mi escrito.

A los fantasmones no los puedo soportar. Ese presumir constante, independientemente de que lo que estén diciendo sean exageraciones o mentiras, provoca en mi ánimo una irritación que me lleva al borde del estallido. Y eso que siempre procuro mirar a la gente a través de sus defectos; pero es que estas imperfecciones me resultan tan desagradables, que me es imposible llegar al alma de quienes las poseen.
Una vez, me encontré con un amigo al que no veía desde hacía siglos; y, como se me ocurrió preguntarle por su vida, tuve que soportar que durante dos horas y media se  estuviera dando pisto. Sin un ápice de pudor, el jactancioso fue desgranando sus triunfos profesionales y personales uno detrás de otro; y tanto me airó, que deseé ardientemente que se convirtiera en un pavo.
Menos mal que al final ocurrió algo que me resarció por completo. Según confesó la vana creatura, lo único que no había podido conseguir en su vida era la especialidad de economía actuarial, por no entrarle las matemáticas; y, mire usted por donde, estaba hablando con un actuario.
Y lo mejor de todo fue que, cuando me preguntó cuál era mi profesión y se lo dije, puso mala cara, se dio la vuelta y se marchó.

DOÑA VINAGRE Y YO


Hace 67 años, tal día como hoy, nací yo en un pueblo de La Mancha. Es evidente que no quería hacerlo, porque me resistí y me resistí, hasta que al final tuvieron que sacarme con fórceps; y fue tanto mi cabreo porque no respetaran mi deseo de quedarme donde estaba, que desde entonces tengo un malhumor tremendo.
De mi primer año de vida conozco lo que me han contado, y guardo fotografías en blanco y negro en las que aparezco en brazos de determinadas personas. En estas estampas ajadas por el tiempo, me encuentro hecha un pimpollo con los faldones de cristianar; y también con un abrigo de doble botonadura que, aunque no se aprecie el color, sé que era azul.
Pero el hecho de ir siempre bien vestida en mis primeros meses no bastaba para que una mujer de genio agrio que había en el pueblo, y que se llamaba doña Vinagre, suavizara sus comentarios en relación a mí. Según me han dicho, cada vez que me veía exclamaba: ¡Pobre creatura! ¡Ya pueden adornarla como quieran que feísima nació y adefesio sigue!

EL BULEVAR DE MI CASA


El confinamiento es muy duro, pero si tu casa mide pocos metros cuadrados puede serlo más. No es lo mismo permanecer recluido en una mansión, que en un piso mediano o en un estudio; ni tampoco es igual disponer de terraza o balcón que tener una simple ventana. Aunque lo que verdaderamente cuenta es la imaginación. Con ella puedes añadir superficie a tu vivienda; cambiar el moblaje cada día; o, si te apetece, abrir los cristales y volar. Yo, por ejemplo, recorro normalmente mi pasillo en tres zancajadas; pero ahora, muchas tardes me figuro que es el bulevar y me doy agradables paseos por él. 
A veces me cruzo con el viejo de la garrota y compruebo que, como siempre, va al trote y sigue sin saludar; o con ese hombre bajo que, en cuanto oye hablar a su espalda, se para y deja que los que van detrás le tomen la delantera... Hoy me he encontrado con el dandi; y, sentados debajo de una palmera, hemos platicado sobre lo insoportable que puede llegar a ser la reclusión y de los diferentes recursos que cada cual tiene  para sobrellevarla. Y esto es así porque a unos les gusta callejear y a otros mantenerse recogidos; los hay que disfrutan leyendo y están los que se pirran por el palique en la terraza de un bar; los que aman el bricolaje y los que necesitan sentir el bullir de la ciudad...
En fin, ánimo a todos. 

ENVIAR A ALGUIEN A FREÍR ESPÁRRAGOS


Mientras escribo estos renglones, estoy oyendo pelearse a unas personas en la lejanía. Lo primero que he captado ha sido la palabra “miserables” (así, en plural y con todas las letras), y lo que he pensado era que quizá iban a comentar en muy alta voz la novela de Victor Hugo. Pero cuando después se han mandado a freír espárragos unos a otros, me he percatado de que se trataba de una riña, y he sentido un deseo irrefrenable de hablar sobre esta frase tan castiza.
No recuerdo en qué ocasión la utilicé por última vez, pero sí se me ocurren varios contextos en los que podría volver a usarla. Me serviría para decirle adiós a una persona indeterminada en el orden afectivo; para declararle que el aprecio y la admiración que le tenía se han desvanecido, y que el desdén ha ocupado su lugar. También valdría para hacerle saber a cualquier pesado que me molesta y que quiero que me deje en paz; para expresarle mi rechazo a éste o aquél...
Ahora los contendientes se están llamando “zopenco” y “zamarro”. Esto va subiendo de tono. ¡Qué viveza en la expresión!  

LA PEPERÍA


Ahora no se estila ponerle a los recién nacidos José; pero antes, este nombre abundaba tanto que rara era la casa donde no existía multiplicado. Yo conocía a una familia en la que todos sus miembros se llamaban así; y por este motivo, a la abacería que regentaban le pusieron “La Pepería”.
Pepón, el padre, era un hombre imponente que, según las aldeanas, irradiaba magnetismo. Se parecía extraordinariamente a José Antonio Primo de Rivera; y mi menda, que entonces estaba en su más tierna infancia y era sugestionable, llegó a creer que se trataba de la misma persona. De hecho, cuando el maestro preguntaba en clase qué quiénes eran los dos personajes que aparecían en las fotografías que había a ambos lados del crucifijo, yo siempre respondía que Franco y Pepón el abacero...
Mari Pepa, su mujer, además de vender legumbres, bacalao y de hacer encaje de bolillos, era una especie de consejera sexual; de un modo concreto, se había convertido en una entendida en materia clitoriana. Desde que Pepón y ella habían descubierto por casualidad este pequeño órgano, la abacera experimentaba sus virtudes, y enteraba a las aldeanas sobre la mejor manera de adentrarse en sus misterios.
Y por último estaban los tres vástagos. Se decían José Antonio, Juan José y José María, aunque todo el mundo los designaba con los hipocorísticos de Toño, Juanjo y  Chema. Con ellos iba de excursión por los tejados; y fueron los que me enseñaron a conducir la bicicleta sin apoyar las manos en el manillar. 

AHÍTOS DE RECLUSIÓN


Aunque sea difícil sobreponerse, no podemos flaquear. 

Ahora todo está oscuro y tenebroso; pero dentro de poco empezará a entrar la luz, y percibiremos como se van rompiendo las tinieblas. Cuando esto ocurra, podremos salir a la calle; y, ahítos de reclusión, no habrá quien nos recoja. Nos daremos besos y abrazos a trochemoche, pues no hay nada como la prohibición para que se despierte el deseo; y en grupo cantaremos, bailaremos, brindaremos...
Y mientras llega ese momento mágico, es útil dedicarse a ordenar la casa; a hacer en  ella esas cosas que siempre solemos omitir. Yo ayer estuve limpiando y clasificando  el montón de películas que tengo. Provista de una bayeta y con mucho entusiasmo, acometí la tarea a media mañana, y hasta la hora de comer no logré terminar. Fue un trabajo concienzudo que me permitió descubrir filmes que no recordaba poseer; y que he dejado apartados para ir viéndolos en los días que están por venir.

ROSITA SE HERMOSEA


Durante toda su vida Rosita se ha preocupado de su aspecto; y ahora, aunque tiene muchos años, se sigue cuidando y le encanta presumir. Algunas amigas, sin decirlo abiertamente, reprueban su afán por mostrarse atractiva; pero a ella, fuera de resultarle molestos sus comentarios, no le provocan otra impresión. Tiene claro que el acicalamiento diario forma parte de esa rutina que la va a preservar de la dejadez; de caer en ese estado en el que llegan a no importar cosas que en absoluto deberían ser indiferentes... Y también que le gusta verse guapa; que así se siente segura y optimista. 
¿Y cómo se compone Rosita? Pues con los afeites mínimos: su crema Ponds; una pizca de color en los labios; las cejas apenas perfiladas...  El atavío limpio y planchado; y si procede, se pone el broche que se compró en París. Y siempre siempre,  antes de salir de su casa, se echa unas gotas de ese perfume que se llama pulcritud, y que está hecho de atención y delicadeza.
Hace siglos, cuando Rosita era joven, tuvo un novio que estudiaba Ciencias Físicas, y que le decía que era una mujer con mucha fuerza atractriz.

TOMANDO UNAS CAÑAS CON MI AMIGO FADRIQUE


Dicen que la confianza da asco; y a veces, es verdad que la excesiva familiaridad y/o franqueza no resultan muy agradables. Ayer, por ejemplo, estuve confraternizando con Fadrique; y, mientras nos tomábamos unas claras, me dijo tres cosas que de alguna manera rompieron mi quietud. 
La primera se refería a la forma de expresarme. Mi amigo me espetó que en mi interior se escondía una maestra frustrada. Y así lo dijo... ¡y se quedó tan fresco! Arguyó que en muchos de mis escritos se adivinaba un propósito de enseñar; y que a él le bastaba con cerrar los ojos para imaginarme como una seño impartiendo doctrina. En fin...
La segunda tiene que ver con mi perseverancia en escribir microrrelatos. Fadri intentó persuadirme para que hiciera una novela. Él cree que hasta que no componga una, no me consagraré como escritora.
Y finalmente, y esto me llenó de terror, Fa me confesó que quería hacer un cómic inspirado en mi persona. Añadió que la protagonista sería una mujer de naturaleza dual; una doña de costumbres espartanas pero con una imaginación desbordante. Un cuerpo que aparecería en las viñetas haciendo gimnasia a las cuatro de la mañana, y una cabeza que no dejaría de volar entre las nubes...

LA SOSA CÁUSTICA: PULLAS Y PUYAZOS


Yo no te puse el apodo, Perpetua; aunque creo que no puede ser más oportuno y apropiado. Tus palabras siempre son acres y no tienes gracia; así que el sobrenombre de “La sosa cáustica” te califica por entero.
Te pasas la vida soltando impertinencias sin que te entre en la cabeza que los demás no tienen por qué aguantarlas. Pero es que tus dardos no son simples chafalditas, chilindrinas o como quieras llamarlos, que sólo molestan. Tampoco son pullas de más entidad... No, lo que tú arrojas por la boca son puyazos que buscan humillar a la gente. Tu voz es como una garrocha que hundes en el orgullo de los otros, y la mueves y la mueves hasta que los dejas sin dignidad. ¿Sabes qué? Me das mucha pena; y tus maldades, después de entender a que obedecen, me resultan patéticas. Supongo que de joven tendrías ilusiones y esperanzas como todo el mundo; aunque por lo amargada que estás, pocas de esas expectativas se deben de haber cumplido. Creo que deberías reflexionar...   

¡CASI TODOS SE TOCAN!


Si alguien quiere irse a vivir a un pueblo, lo primero que tiene que saber es que, en ellos, la mayoría de los vecinos son familia. El grado de parentesco puede variar; pero tocarse, casi todos se tocan. ¿Y por qué digo esto? Pues porque si el forastero es aficionado al critiqueo, es fácil que meta la pata; que vitupere a un nativo delante de otro nativo, y que luego resulte que ambos son primos; cuñados; tío y sobrino...
Para evitar caer en una situación tan bochornosa como la anterior, el criticón debe recordar siempre la existencia de estos vínculos familiares entre las gentes del lugar; y, para ello, puede visitar cada mañana el cementerio pueblerino y observar como los mismos apellidos se repiten en casi todas las lápidas. Aunque lo más práctico es que, antes de ponerse a hablar mal de fulano o de mengano, le pregunte al paisano que tiene enfrente si los susodichos le tocan algo.

Y AMPARO DIJO ¡SÍ!


Los que llamaban trolera a Amparo se equivocaban. Lo que le ocurría a esta interesante mujer es que era muy fantasiosa y se dejaba llevar por la imaginación. Su existencia gris, después de pasar por el túrmix de su fantasía, salía convertida en un mosaico de luz y color. Los que la conocían dudaban de que alguna vez fuese capaz de decir una verdad; pero como todo lo contaba con mucha gracia, la escuchaban con agrado.
El amor secreto de Amparín era un torero. A ella no le gustaba la lidia, pero como en los sentimientos no manda nadie, el matador la tenía subyugada. Seguía su vida en las páginas del papel cuché; y, cuando lo veía acompañado de alguna beldad, se descomponía.
Una vez que Ampa visitó determinada capital de provincia, volvió refiriendo que se había hospedado en el mismo hotel que el dueño de su corazón y su cuadrilla; y que, cuando se quedó encerrada en el ascensor con él, el espada, gallardo y altanero y con el traje de luces puesto, le recitó ese verso de Eduardo Alonso que dice: 

“Quiero una palabra corta 
de ti
Lo demás nada me importa.
Dime... ¡sí!”

JUANITA SUI GÉNERIS


Amante de los boleros
Siempre que pienso en ti me acuerdo de Juana Sui Géneris; esa pariente tuya que, por no haber tenido hijos, te quería de una manera especial. La mujer librepensadora y amante de los boleros que vivía de una pequeña renta y que se dedicaba a pintar.

El rebuzno de los pollinos
En las ocasiones en las que oigo pontificar a los que creen ser doctos, o decir banalidades a los que pretenden entretener, añoro la sutileza de su discurso y cómo nos ganaba con su ingenio. Y viendo como la excelencia ha quedado demodé y cualquier iletrado puede llegar a la cumbre, echo de menos sus comentarios agudos sobre los jumentos y sus rebuznos.

Un mundo opresivo
Tu tía fue nuestra salvación en aquel mundo opresivo de entonces. Al traspasar la puerta de su casa dejábamos fuera los convencionalismos y demás reglas a las que nuestras conductas debían ajustarse; y, escuchando “Historia de un amor” y “Contigo aprendí”, desaparecía nuestra sensación asfíctica y no había norma que no nos apeteciera quebrantar.

Disfrazados de burgueses
En ese ambiente, exentos de temor, pudimos amarnos sin cortapisas. Ganamos en seguridad y atrevimiento; y, cuando quisimos asistir al estreno de “Anónimo Veneciano” disfrazados de matrimonio burgués, Juanita me prestó a mí una peluca y un traje sastre, y a ti una chaqueta y una corbata que un antiguo amante había dejado olvidadas en su armario.

UNA LINDURA MULTICOLOR


El bolso, si lo miras ligeramente, te parece de jarapa. Pero cuando lo coges entre las manos y te fijas en él, adviertes que es una labor de ganchillo hecha con hilos de muchos colores. Sus asas son negras y su forro estampado; y, para completar la descripción, diré que tiene una forma rectangular y el tamaño de un folio.
Esta especie de talega, de la que acabo de definir su apariencia, es un regalo que me hicieron hace unas semanas; un obsequio con el que lograron conmoverme. Primero, porque fue inesperado; y después, porque era obra de la persona que me lo dio.
Desde el primer momento la filigrana me encantó, y enseguida supe que iba a ser el complemento perfecto de un vestido negro que me compré hace años en una boutique en Bagur; un modelo precioso al que esta pizca de color iba a añadir lustre...
Y mientras llega el verano y lo puedo lucir, pienso que si tal o cual famoso lo patrocinara, mi bolsito causaría sensación. 

EN BUSCA DE LOS GUATEQUES PERDIDOS


Esta mañana, a Juan lo han inspirado las canciones de los Bee Gees; y a mí, ha sido “Ho capito che ti amo” la que me ha sugerido este escrito.

Cuando por los años de 1967 los chicos mayores invitaron a Eloína y su pandilla a uno de sus guateques, éstos experimentaron una intensa emoción. Si ya de por sí la adolescencia los tenía en constante perturbación, aquella llamada los trastornó por completo. Y es que hay que tener presente que los invitadores eran sus ídolos; las personas a las que, en el campo de lo festivo, admiraban e intentaban emular.
La víspera del gran día, Elo y su grupo fueron con sus nuevos amigos al antro donde se iba a celebrar el jolgorio, para adecentarlo; aunque eso sí, procuraron que la limpieza no fuera muy concienzuda porque ya se sabía que la mugre, en la cantidad precisa, creaba ambiente.
Y a la hora de asistir a la fiesta, E. lo hizo muy peripuesta con su vestido yeyé. Estaba tan alterada que apenas podía respirar; y, cuando empezó a sonar “Ho capito che ti amo”, un muchacho la sacó a bailar...