domingo, 29 de agosto de 2010

Elucubraciones de Francisqueta Oliva

I

¡Madre mía! Dentro de dos semanas son los parciales y yo todavía no he empezado a estudiar. Ponerme delante de los apuntes sí que me pongo, pero la mente va de acá para allá y no logro concentrarme. Ahora, por ejemplo, estoy en el salón de mi casa. Es sábado por la mañana. Mi padre está enfrente de mí, leyendo el periódico y de vez en cuando me mira. Como se de cuenta de que estoy abstraída, empezará a echarme el rollo de costumbre sobre lo difícil que es la vida, y lo mucho que hay que trabajar para abrirse camino. ¡No! ¡ Me niego a oírlo otra vez!... ¡Haré que estudio! Además, como le replique y discutamos, mi madre, a poco que nos oiga, aparecerá lloriqueando y recriminándome por lo mucho que pierdo el tiempo; también me vaticinará un porvenir infausto. El panorama, por lo tanto, si se percatan de que no estudio, es desolador; así que disimularé, porque yo en este momento necesito aliento.
Y es que es horrible ser hija única. Soy universitaria, pero ahí siguen ellos pendientes de mí. Es agobiante... ¿Porqué no me olvidarán un rato? Yo los quiero, pero no puedo soportar que su felicidad o su desgracia dependan tanto y únicamente de mi proceder en la vida; ni tampoco aguanto ser el único objeto de su atención. A veces imagino como hubiera sido mi vida caso de haber tenido hermanos. Aunque mis sentimientos respecto a este hecho son ambivalentes, creo que en conjunto hubiera sido más feliz.
¡Ay, si ya es la hora de comer! Pensando en este tema, se me ha ido el santo al cielo y no he pegado golpe. Bueno, mañana será otro día.




II

A los que me conocen, si pudieran leer estas páginas les chocaría que yo, de natural tan comedida, me expresara así; pero es que necesito explayarme. Resulta que ayer, cuando deambulaba por el barrio, mirando escaparates de zapaterías, fui a parar a un taller de coches que han abierto recientemente, y en él descubrí al tío más sexi que había visto en mi vida. Como sería, que desde entonces estoy inquieta, alborotada... ¡Menudo revoltijo de sensaciones tengo! Esta mañana en clase no me he enterado de nada.
Era uno de los mecánicos. Llevaba el clásico mono azul lleno de lamparones de grasa, las mangas remangadas y la cremallera abierta a la altura del pecho, dejando ver una auténtica pelambrera. Era grande y recio. Al verlo, lo primero que me paso por las mientes fue que a su lado, muchos de mis compañeros de clase parecerían alfeñiques depilados.
Como alguno de mis íntimos va de esta guisa (depilados), yo siempre me he abstenido de dar mi opinión sobre el particular, pero abomino de esta moda. Tampoco me gusta que lleven pendientes, y mucho menos tanga. No me quiero ni acordar de aquella vez en que, durante una práctica, un compañero se agachó para coger algo de su mochila y al bajársele un poco los pantalones dejo al aire medio pompis adornado con las cintas de un tanga negro. Lo malo es que no he logrado que esta visión pase al olvido; de cuando en cuando vuelve a mí como pesadilla recurrente.
A lo que iba: ¡quién pudiera besuquearse con el mecánico! ¡qué suerte tiene su novia!



III


Lo más precioso que tengo y lo que guardo con mas ahínco es mi intimidad. Por nada del mundo la descubriría.
Imaginar lo que pasaría si Rosendo o uno de sus adláteres leyera estas páginas causa pavor. Con lo crueles que son, no pararían hasta aniquilarme. Es seguro que, además de burlarse infinito de mí, harían fotocopias de los fragmentos más sustanciosos y las repartirían por toda la facultad. El cachondeo sería general, y a partir de ese momento, nadie me tomaría en serio. ¿Pero cómo iba a tener autoridad en mi quehacer diario si en cuanto alguien me viera lo primero que le vendría al magín sería lo de mis ardores por el mecánico?
En realidad, los “rosendos” tendrían que desaparecer de la facultad. El resto del alumnado sería más feliz sin ellos; sobre todo los que, por su timidez y su falta de recursos, no pueden plantarles cara. Con éstos son despiadados, y serviles con los populares y con los fuertes. En resumidas cuentas: unos cobardes. La mejor solución sería que fueran abducidos y llevados a otra galaxia sin posibilidad de retorno..




IV


Ayer, la visita a mi abuela transcurrió como de costumbre: no logramos conectar. Yo la quiero, la respeto y me da lástima verla cada día más torpe, pero no hay sintonía entre nosotras. Mi padre, que sufre con esta situación e intenta acercarnos, me dice que tenga en cuenta la cantidad de años que me lleva, y también el que apenas tiene instrucción. Yo trato de comprenderla, pero la realidad es que no compartimos ni una sola idea.
Respecto a la alimentación, por ejemplo: ella cree que comer con moderación como yo lo hago, es poco saludable. No aprecia mi esbeltez ni mi resistencia. Elogia a mi prima Rosita, porque se atiborra de comida y está metida en carnes. “¡Toda ella reluce!”, suele decir. Tampoco entiende que no quiera echarme novio. Esta actitud mía, contraria a ennoviarme, la saca de quicio. Dice que antes de que me dé cuenta se me habrá pasado el arroz.
Yo creo que mi abuela presume de mí, pero tiene más afinidad y se encuentra más cómoda con mi prima.




V

Anteanoche tuvo lugar, en una discoteca de postín, la celebración del final de los parciales.
Yo quedé con mis íntimos antes de la hora del empiece para tomar un piscolabis y luego ir todos juntos al evento. Cuando llegué al lugar de la cita (un bar de las inmediaciones) los saludé, y después pasé a fijarme en las indumentarias respectivas (ni que decir tiene que todos hicimos lo mismo). La de la mayoría de las féminas, compuesta del consabido top de colorines y una falda o pantalón negro quizá era poco original, pero adecuada. Paula iba tan sofisticada como siempre y era evidente que Andrea no había acertado porque parecía más achaparrada. En cuanto a ellos, aquí hay más tela que cortar. José Pedro (alumno brillante, siempre serio y circunspecto) por ejemplo, iba hecho un poema. Con su pantalón y su camisa azabaches y de seguro que de raso por los brillos que emitía, su profusión de collares, su gomina y su chaqueta rojo chillón, parecía mismamente el prototipo del hortera. Por cierto, que la cara la tenía enrojecida, no sé si por los reflejos de la chaqueta o fruto de alguna barata loción para después del afeitado. Se conoce que como sale tan poco, debe creer que a la discoteca se va de esta guisa. Otros horrores de los cuales hay que hacer mención son las botas blancas de punta fina y vuelta hacia arriba de Olegario, y el sombrero que Carlos portaba ladeado y del que no se desprendió en toda la noche. El resto iba con atuendo discreto.



VI

Cuando me estaba preparando para recibir la Confirmación, la catequista me aconsejó que asistiera a misa. Lo hice, y las primeras que oí me parecieron largas y pesadas. Luego me aficioné y acabé yendo a diario cuando descubrí que en ellas era donde verdaderamente podía mirar para mis adentros. La misa ordinaria era muy sencilla: la decía un sacerdote muy viejecito que emanaba santidad, ayudado por un solo monaguillo. No acudían mas de una docena de fieles, y en ella era muy fácil recogerse.
El celebrante de la misa mayor era el párroco. Cantada y de gran solemnidad, era todo un espectáculo. Se desarrollaba con gran lentitud, se conoce que para añadirle grandeza.
La aparición del sacerdote en el altar precedido por los monaguillos, las vestiduras, el olor y el humo del incienso, las rociadas de agua bendita que con el hisopo nos producía el oficiante, los cánticos... a mí me fascinaban. El culmen del embeleso llegaba con la consagración, cuando veía el gentío postrado y en absoluto silencio. Sólo el sonar de la campanilla señalando el final lo sacaba de su ensimismamiento.
Pero en la parroquia no sólo había misas: en las dependencias anejas al templo se hacían diferentes actividades como charlas, reuniones de boy scouts, clases de baile, exposiciones... Si el buen tiempo acompañaba, el patio de acceso al que daban todas las salas servía para que el mosén se reuniera con los parroquianos para hablar de cualquier tema divino o humano. Siempre que se hiciera con respeto, no rehuía ninguna conversación. Actuaba como un pastor con su grey, haciéndonos sentir parte de una comunidad. Se respiraba bonhomía. La parroquia permanecía abierta ininterrumpidamente desde las siete de la mañana hasta las diez de la noche todos los días del año. Y como el párroco siempre procuraba ayudar a quien lo necesitara, al lugar acudían multitud de marginados buscando cobijo.
Cuando cumplió setenta y cinco años tuvo que jubilarse por imperativo de la jerarquía eclesiástica, y en su puesto pusieron a un “cura funcionario” que acabó rápidamente con todo.