sábado, 20 de enero de 2018

El acabamiento de la memoria


El otro día hallé entre los mapas de un atlas dos partituras con los textos de “Romance Anónimo” y “Vals en sol”. Me emocioné porque fue como encontrarme con mi pasado; y me llené de alegría porque, cuando el tiempo haya desvanecido mis recuerdos, ellas serán la prueba fehaciente de que una vez formé parte de una rondalla.
Ocurrió en mi etapa colegial, y las cuerdas que yo rasgueé fueron las de la guitarra. A veces me vienen a la memoria retazos inconexos de aquella época, pero no son suficientes ni los puedo enlazar para fraguar una historia.
Con gran esfuerzo consigo acordarme del profesor de música; de su bonhomía y paciencia infinita. De las frases (de mi propia cosecha) escritas en las cintas de mi capa; de mis dedos comprimiendo las cuerdas entre los trastes de la guitarra... Pero de lo que no logro acordarme es de las canciones de nuestro repertorio. Salvo “Alma Llanera” y las dos mencionadas anteriormente, todas se han borrado de mi mente.

El visiteo


Con el asunto del visiteo hay que tener cuidado; porque, si uno se aficiona demasiado y actúa sin medida, puede acabar resultando un plomazo para los demás.
Yo, cuando voy a casa de alguien, tengo como máxima concluir la visita cuando aún estamos disfrutando de la mutua compañía. Nunca apuro un tema de conversación y siempre dejo a mis anfitriones con ganas de más; con la sensación de que les ha sabido a poco mi presencia...
Pero cuando es una servidora la que recibe, entonces me tengo que amoldar a lo que mis visitantes estimen oportuno. La mayoría de mis amigos (por no decir todos) son personas educadas que nunca abusan de mi hospitalidad. Sus visitas son breves y esperadas; y sus pláticas vivas y con esa pizca de irreverencia que tanto hacen disfrutar.
Sin embargo a veces, como a todo el mundo, me viene a casa algún remolón que nunca termina de marcharse. En estos casos me lleno de paciencia; adopto un estado de resistencia estoica; y espero que escampe...   Al final sé que nada dura para siempre.

La extraña entrometida


Conozco a una persona a la que nunca ha acompañado la suerte. Sin entrar a considerar si es la suerte la que rehuye a esta creatura o es esta creatura la que se aparta de la suerte, lo cierto es que la vida la ha golpeado de manera inmisericorde.
Cuando publiqué mi libro, este desventurado me felicitó; y luego, me dijo que daría cualquier cosa por poder escribir. Me aseguró que plasmar en el papel todas sus adversidades sería como desprenderse de ellas y verlas en perspectiva; que, desproveyéndolas así de su carga emocional, le resultaría más fácil mirarlas de frente y analizarlas con mesura. También barruntaba que escribir un libro le haría sentirse orgulloso y le subiría la moral (y a fe que lo necesitaba).
En ese momento, una mujer con aspecto estrafalario que pululaba por allí se inmiscuyó en la conversación aseverando: escribir lo puede hacer cualquiera; y si dudáis de lo que digo, no tenéis sino que acercaros a las obras de algunos escritores célebres para daros cuenta de ello.
Confieso que me mostré de acuerdo con la extraña entrometida.

No daría pie con bola


“Saber y ganar” y “Pasapalabra” son dos programas que me gustan; y, si estoy libre de impedimentos cuando los emiten, no me los suelo perder. Del primero me agradan todos sus apartados por igual; y del segundo disfruto especialmente con el rosco.
Para los espectadores que me acompañan frente al televisor resulto insoportable, porque me embebo en el programa y me creo una concursante más. Cuando el presentador hace una pregunta, la primera que responde en muy alta voz soy yo. Se conoce que grito para que me oigan en el plató, pero lo único que consigo es tapar las contestaciones de los verdaderos participantes y exasperar a los que comparten espacio conmigo. Pero es que si escucho a los concursantes y veo que yerran es peor; entonces si que chillo desaforadamente, dictándoles la verdadera respuesta.
Los que no me pueden aguantar por este motivo me reconvienen por mi cobardía y mi falta de ánimo para ir a la televisión y concursar de verdad. Y llevan razón. No quiero ir, porque las cámaras me aterrorizan y sé que delante de ellas no daría pie con bola. 

Bailamos los dos


Me sacó a bailar y yo, atrevida, acepté; pero cuando estuve en medio de la pista, me empequeñecí, porque advertí lo compleja y grande que era aquella ciencia.
Mi profesor de baile fue un experimentado artista. Como yo era lega en la materia, al principio temí que mi torpeza le aburriera y optara por cambiar de pareja; pero tal cosa no sucedió.
Con una paciencia infinita, y para que perdiera el miedo y mi cuerpo y mente se desciñeran, mi maestro dejó que fueran surgiendo con naturalidad todas las manifestaciones del proceso. Y cuando este acabó y estuve a su mismo nivel de sabiduría, bailamos y bailamos rozando la perfección.

Mujeres marchitas


Uno de mis personajes cinematográficos preferidos es Isabel, la protagonista de “Calle Mayor”, la magnífica película de Bardem. Y la canción “La tieta”, de Serrat, me resulta entrañable. Siempre me infundieron una gran ternura esas solteronas de antaño que se me representaban como mujeres marchitas.
Conocí a una a la que dejó el novio con todo el ajuar hecho; a otra a la que, por esperar demasiado al pretendiente perfecto, se le pasó el arroz; a otra que se demoró en dar el sí a una propuesta de relaciones formales y ya no tuvo ocasión...
Sé como anidaba en ellas la esperanza cuando aparecía en el pueblo un nuevo médico o veterinario soltero... Y como se desvanecía cuando el susodicho tenía novia o elegía a otra (generalmente más joven) del lugar.
Y sé que todas estaban enteras como su madre las parió; que tenían sueños y deseos confusos que las turbaban y que nunca se atrevieron a verbalizar; que sabían que provocaban risas y piedad; que a veces se sentían ridículas; pero que por encima de todo tenían que guardar su reputación...

Una promesa es una promesa


Me acerqué creyendo que yo iluminaría el lugar,
pero resultó que allí había fanales que alumbraban más que el mío.
Estos me acogieron con simpatía y calor, pero yo los ignoré.
Y, llena de soberbia y enojo, me instalé en un rincón del puerto.
Ahora, ellos unen sus luces y clarean toda la avenida.
Y yo, sola en este rincón, pugno por sobresalir;
pero reconozco que es una tarea ímproba y con resultado incierto...

viernes, 5 de enero de 2018

Carta a los Reyes Magos


Queridos Reyes Magos: me gustaría que me trajeseis una buena dosis de osadía para poder publicar mis poemas. Necesito escribir y lo hago; pero el hecho de que nadie conozca lo que escribo me genera una enorme frustración. Podría exponer en La Red, pero no me atrevo. Algunos escritores que pululan por ella parecen tener una seguridad en sí mismos que yo estoy lejos de alcanzar; y es la actitud de estas personas, que yo juzgo como prepotente, la que me acoquina y me apabulla.
Pensar en la posibilidad de mostrar lo que escribo me produce una mezcolanza de sensaciones: por un lado está la vanidad (todos tenemos necesidad de ser reconocidos); por otro el pudor (mostrar mis poemas es como desnudar mi alma); por otro el miedo (puede no gustar mi obra)... 
Espero que mañana me traigáis ese saquito de audacia que tan necesario me es. Y mientras, pienso en si estaré a la altura en lo que se refiere a ortografía, métrica, rima, ritmo... 
¿Y si cuelgo mi obra y no la lee nadie? ¡Ay Dios, qué vergüenza! 
Queridos Reyes Magos, espero que hagáis que la gente sea benevolente conmigo.

A propósito del pueblo


Yo soy una de esas personas a las que los pueblos amarran y no dejan escapar. Al principio, el enganche con el que me sujetó el mío estuvo hecho de querencia. Cuando de joven me fui a la capital a completar mis estudios, era tal mi propensión a volver al lugar que me había visto nacer que no hubo fin de semana que mis paisanos no me vieran regresar. Y cuando terminé mi formación, al pueblo que me encaminé de manera inexorable y con el propósito de que fuera por siempre jamás.
Ahora el dogal que me retiene está hecho de comodidad y miedo. Las casas de enfrente son las que marcan la línea de mi horizonte físico, y temo que también del mental. Hace tiempo me propuse marcharme para preservar mi espíritu, pero cuando llegó el momento me faltaron arrestos. Odio el pueblo, pero me he hecho comodona y cobarde, y pienso que en ningún lugar voy a estar mejor que en este agujero que no deja las ideas fluir.
Y todo esto me lo digo mientras miro la pantalla del móvil y veo a mi amiga Florita paseando por Times Square. Flora y yo nos criamos juntas, pero ella se marchó y yo me quedé. Ahora son las cuatro de la mañana aquí en el pueblo, y las diez de la noche en Nueva York. En cuanto acabe este hablar a solas, me tomaré mi acostumbrado chusco con aceite y mi tazón de leche y me pondré a vegetar.

miércoles, 3 de enero de 2018

El mundo de lo minúsculo y mis gafas mariposa


El otro día fui a revisarme la vista y, como tuve que cambiarme los cristales de las gafas, aproveché y me cambié también la montura. Elegí una de aire retro con incrustaciones de nácar y de coral; un modelo que hacía resplandecer mis facciones; unas gafas que me daban lustre y me favorecían... 
Todo lo contrario de lo que me pasaba con las que había tenido hasta entonces. Mis anteriores antiparras (que no sé en lo que estaría pensando cuando me las compré) me sentaban fatal. Con ellas puestas tenía aspecto de marisabidilla histérica y respondona; y como me avergonzaba de mostrarme de tal guisa, nunca las usé en sociedad.
Durante el tiempo que las tuve (y no las llevé), jamás pude leer la carta de ningún restaurante; ni distinguir las caras de los nietos de mis amigas en las pantallas de sus móviles; ni enterarme de los precios de los productos... Era como si fuera de mi casa, el mundo de lo minúsculo no existiera para mí.
Ahora, con mis lentes mariposa, todo ha cambiado a mi alrededor. El mundo se ha llenado de cosas y seres que antes no existían porque no los percibía. Y hasta soy capaz de ver las arrugas y las imperfecciones en los rostros de los demás (las mías nunca dejé de verlas en un espejo de aumento), y leer lo que en ellos se refleja.

Tomar las de Villadiego


No me gustan las locuciones y las frases hechas; pero, como todo el mundo, a veces las utilizo.
Con un idioma tan hermoso como el español, usar estas expresiones en las conversaciones o en los escritos, es como añadir unas gotas de vulgaridad a un cóctel de elegancia; o como hacer un lamparón en el lienzo más delicado. Pero ocurre que en alguna ocasión, cuando necesito hacer más expresivo mi texto; o más comprensible; o porque no encuentro la palabra adecuada, me valgo de estos dichos de uso común para salir del apuro.
Convendréis conmigo en que “sobar el lomo”, “atar los perros con longaniza”, “llegarle a alguien su San Martín”... son frases de dudoso gusto ¡aunque enseguida se entiende lo que dicen! 
Y ahora, para acabar, os quiero mandar un beso a todos y desearos lo mejor. Y, como no nos cansamos de repetir en estos días: ¡Feliz Navidad y próspero año nuevo!