martes, 29 de marzo de 2011

Dura de mollera



Devanándome los sesos, tratando de averiguar el significado de eso que está tan de moda y que se llama educación cívica, salgo de mi casa a las siete de la mañana para irme a trabajar. En el vestíbulo del edificio estoy a punto de pisar una meada del perro de los vecinos, y ya en la calle, un coche que circula por la acera casi me arrolla. Atravieso la calle con el semáforo en rojo a la vista de unos colegiales; ando deprisa un trecho y llego a la boca del metro, donde un hombre, sin querer, me da un paraguazo.

En la máquina expendedora de billetes me veo negra para teclear mi número secreto de la tarjeta de crédito sin que lo vea un fantasma con tupé que no para de mirarme; y al atravesar las puertas automáticas para acceder al andén, dos o tres personas que no sé de donde han salido se pegan a mí y aprovechan para colarse. Ya en el andén procuro situarme lejos de una pareja que, sentada en el respaldo y con los pies en los asientos, come pipas y escupe las cáscaras sin ningún miramiento.

Mientras el metro entra en la estación, yo, como todos los que me rodean, localizo a través de las ventanillas los asientos libres, y en cuanto el metro se para, entramos todos en tromba para intentar cogerlos. Son los jovenes pletóricos de salud los que lo consiguen, mientras que los viejos con sus grandes sobres contenedores de radiografías y las mujeres embarazadas se quedan de pie intentando guardar el equilibrio. Un niño y su madre, que viajan sentados, miran imperturbables como un abuelo se tambalea y una embarazada suda la gota gorda. Llego a mi parada, y para bajar tengo que andar dando empujones a la gente que se agolpa en la puerta y que me impide salir; en cuanto lo consigo me doy un trompazo con los que entran. En las escaleras mecánicas no puedo adelantar porque la gente, en vez de subir en fila por el lado derecho, lo hace por ambos lados, taponando el paso.

Salgo a la calle indemne y sigo dandole al magín a ver si averiguo que es eso de la educación civica.