domingo, 17 de marzo de 2013

La respuesta



Un día de primavera de 191., el Señorito, con más prosopopeya que de costumbre, le pidió relaciones a Analía. Ésta, que estaba enamorada de él hasta los tuétanos, decidió aceptar la proposición, pero no se lo dijo porque, en aquellos tiempos y en aquel ambiente, estaba mal visto que una señorita se mostrara franca y natural delante de un hombre. Lo que procedía en estos casos, y así lo hizo Analía, era ruborizarse un poco, sorprenderse, no demostrar entusiasmo y posponer la respuesta hasta después de haberlo pensado detenidamente. Acabada la actuación de la joven, la posible parejita se despidió, no sin antes fijar el Corpus como el día en el que, durante la procesión, el pretendiente volvería a preguntarle a Analía que si quería ser su novia.
Ya en su casa, la muchacha, loca de alegría, contó a su madre y a sus hermanas lo sucedido; y éstas, deslumbradas con la posibilidad de emparentar con gente de tantísimo postín, fueron incapaces de poner objeciones al proyecto. En cambio, la abuela, como gozaba de gran sentido común y había visto nacer a los Señoritos, intentó persuadir a su nieta de que su respuesta fuera negativa. Pero Analía, instalada en una nube, no la escuchaba.
Se pasaba los días pensando en la boda e imaginando ardientes escenas de amor con su pretendiente. De vez en cuando, irrumpían en ellas sus dominantes cuñadas, y entonces, desaparecía la calentura y aparecía el helor. Consideraba a éstas las causantes de la debilidad del hermano, y las veía como dos cardos borriqueros creciendo al lado de un delicadísimo rosal (el amado), e impidiendo su desarrollo. Deseó que se casaran pronto para que desaparecieran de sus vidas. Quizá en el balneario al que iban cada año a tomar las aguas encontraran a un par de viudos que las llevaran al altar…
Y por fin llegó el Gran Día. Analía, ansiosa perdida, apenas durmió y comió en las horas previas, y cuando tocaron a misa, allí que se fue acompañada de sus hermanas y sus amigas. Al entrar en la iglesia, miró hacia donde se sentaban siempre los Señoritos y vio el banco vacío. Entonces, tuvo un horrible presentimiento y creyó que se le pararía el corazón. Durante un mes, desconcertada y llena de vergüenza, no quiso salir de su casa. Entre lloro y lloro pensó que su excesiva desenvoltura había espantado al galán. Luego se convenció de que habían sido las arpías de las hermanas, con su machaqueo constante en contra, las que lo habían hecho desistir de su propósito. En este punto, como creía en el poder mágico del cruce de miradas entre enamorados, buscó desesperadamente atravesar la suya con la de él, pero no lo logró porque a partir de entonces el “caballero” se mostró huidizo y cobardón.
Dos años después llegó al pueblo un nuevo secretario del Ayuntamiento que era una perita en dulce para cualquier muchacha casadera. Se prendó de Analía y la pretendió, pero ésta lo rechazó porque le guardaba el sitio al Señorito.
El tiempo fue pasando y los protagonistas de esta historia envejeciendo. El Señorito continuó siendo hasta su muerte un jarrón de porcelana al que sus hermanas guardaron para que no se quebrara, y Analía puso una pensión para poder subsistir. El amor que sintió por el Señorito se fue mezclando con odio y desprecio a medida que se fue dando cuenta de que había desperdiciado su vida por él. Ya no lo veía como tímido, culto y elegante, sino como pusilánime, redicho y cursi. A veces soñaba con camioneros que le hacían sentir un no sé qué por las entrañas, pero no se lo decía a nadie.
Y lo más sorprendente de todo es que, en lo más hondo de su corazón, siempre esperó que el Señorito viniera a pedirle la respuesta.