miércoles, 26 de febrero de 2014

Querida Tía Amalia


Mi tía abuela Amalia me hizo chocolatera y curiosa, y a fe que las dos aficiones me han hecho disfrutar. Mi tía se había quedado soltera, y para poder vivir había puesto una pensión. Cuando iba a verla, después de besuquearme como a una hija, me daba una onza de chocolate negro y espeso que yo me comía en un santiamén (ver paladear y degustar a los galgos siempre me ha dado repeluzno). El chocolate lo guardaba en una alacena que olía a canela y que tenía los anaqueles cubiertos con papel recortado.  A veces, si había visitas, mi tía sacaba de su interior una botella de chinchón y servía unas copitas. Animadas todas, ellas con el chinchón y yo con el chocolate, nos sentábamos en su cuarto de estar a conversar (yo escuchaba) y a mirar por la ventana. Como ésta daba a la plaza, aquel salón era un lugar estratégico para estar al tanto de todo lo que sucedía en el pueblo; y mi tía y sus amigas, con sus comentarios, excitaban mi curiosidad. Ese afán por conocer el mundo que me rodea me ha acompañado siempre: sólo que el ventanal ahora es la radio, la prensa o Internet; y el chocolate ya no es tan duro y tan amargo como entonces.

domingo, 9 de febrero de 2014

Los estragos del tiempo


El trompetista tenía un modo de actuar que parecía mismamente que te estuviera susurrando las canciones al oído. Interpretó filin y boleros, y el rubio y yo bailamos y volvimos a bailar, y nuestro baile fue la comidilla del pueblo durante meses. Apenas recuerdo de qué hablamos. Creo que me dijo que era camionero y fan de Manolo Escobar; y yo, probablemente, me declaré existencialista.

Una montonera de años después, en el juego de la cucaña, en las fiestas de mi pueblo, vi a un viejo enjuto y con gafas que no paraba de mirarme. Mi vecina me dijo que era él, pero se debió de confundir porque los ojos de aquel viejo no me daban frío ni calor, y si hubieran sido los de mi rubio me hubieran vuelto loca.