domingo, 28 de octubre de 2018

Un par de erizos


Perdonad la inmodestia: yo soy una buena persona. Y haciendo verdad esa expresión que dice “Dios los cría y ellos se juntan”, José, el hombre que está a mi vera, también lo es. Y ahondando más en el asunto, os diré que nuestra bondad no es de las que llenan el  vacío, sino de las que coronan la plenitud. Somos honrados a carta cabal; y, siendo nuestra economía modesta, una vez que nos encontramos una gran cantidad de dinero en un pasillo del metro, fuimos derechos a llevarlo a la Policía. Pocas horas después, la persona que había perdido ese capital nos llamó a casa inmensamente agradecida.
Pero como nadie es perfecto, alguna falta teníamos que tener; y ésta no es otra que nuestra falta de calidez. Sí, amigos: mi marido y yo somos adustos (yo más que él). Los que nos conocen de siempre ven con impasibilidad nuestro desabrimiento, pero a las nuevas relaciones hay que advertirlas.

La pantalla indiscreta


Durante el tiempo que estuve en mi casa con la pierna quebrada, en vez de dedicarme a espiar a los vecinos como hacía James Stewart en “La ventana indiscreta”, me apliqué en observar a los miembros de una web. Leyendo lo que publicaban en la misma, una persona de tanta agudeza como yo enseguida consiguió verlos desnudos; y, a partir de ahí, se convirtieron en mis cobayos.
En unas cartulinas que compré fui anotando las ansias y frustraciones de cada uno y todos los datos relativos a su personalidad; y, para no confundirme, hice coincidir las  características de ésta con el color de aquéllas. Así, la información sobre Fulanito Melancolía aparecía en la tarjeta gris; la de Menganita Serenidad en la verde; la de Zutanito Vital en la roja... 
Cuando me aburrí de ser un simple mirón comencé a experimentar, y, verdaderamente, mis conejillos no me defraudaron. Como me tenían por el oráculo por haber dado muestras de sabiduría, mis opiniones eran las que más importaban; y así, con un mero emoticono podía exaltar los ánimos de esos tontos vanidosos o sumirlos en la más profunda depresión. Tampoco me costó mucho hacer aparecer las envidias y las mezquindades entre ellos; y si no es porque lo de la pierna se solucionó antes, hubiera acabado con la página de tanto como la enrarecí.

¡Cómo me río!


Dentro de unas semanas, mi menda y sus dos mejores amigas van a interpretar, en un convite de bodas, la pieza “¡Cómo me río!”, de Muchachita Posete. Concretamente, su actuación tendrá lugar entre el aperitivo y el primer plato; y, para la ocasión, piensan llevar una indumentaria muy psicodélica.
Quizá sea útil, para los que se pregunten a que se debe tan insólito comportamiento, que explique de qué va el asunto. En muchas bodas, el resultado de la celebración se fía al albur. Se cuenta con el gracejo natural de algunos invitados y la desinhibición alcohólica de otros para mantener animado el jolgorio; pero en ésta no. En ésta, todo estará preparado. Sin que lo anterior estorbe, contrayentes, camareros y convidados nos vamos a convertir en actores y cantantes para lograr que el evento devenga en un gran musical.

Formación Hombres


Las clases se decían de Formación Humana; pero las alumnas, con mucha guasa, las llamábamos de Formación Hombres. En ellas, de un modo vago e impreciso, se nos hablaba de la relación con los hombres dentro del matrimonio; y todo resultaba alucinante porque, entre otras cosas, las impartía una monja.
Al arcano que conturbaba nuestros sueños (y que deseábamos abordar), la Hermana nunca se refería; y, cuando alguna discípula aludía al tema, de su parte todo eran efugios para soslayarlo.
Después de un montón de clases y de mucha oscuridad y confusión, lo único que pudimos deducir fue que, al casarnos, contraeríamos una obligación que la Sor era incapaz de especificar, y cuya recompensa serían los hijos.
Y así estuvimos hasta que, un día, una de las mayores apareció en el colegio con una misiva en la que se explicaba, con todo lujo de detalles, una noche de bodas. El lenguaje tan explícito de aquella epístola me hirió; pero en cierto modo, me ayudó a salir de las tinieblas.

Si tú supieras


A veces, cuando visito un camposanto, me imagino que los espíritus de los muertos que alberga permanecen allí. Si sucede que el cuerpo yacente es el de una persona insigne, tengo la sensación de que su alma corretea por los alrededores con ganas de chanza. Y, si además se trata de alguien de quien soy admiradora, la fantasía puede ser tan intensa que me parece estar viéndolo. Es lo que me ocurrió en el Cementerio Père Lachaise de París. Por un momento tuve delante la imagen de Édith Piaf cantándole “La Vie en Rose” a Théo Sarapo; y, al rato, Oscar Wilde me guiñó un ojo como queriéndome decir “si tú supieras...”
En el Cementerio de Collserola, cerca de Barcelona, en esa necrópolis con bloques y bloques de nichos ocupando la montaña, la mayoría de los espíritus, al menos para mí, no tienen nombre ni apellidos. Me los figuro bajando para el llano, en una procesión interminable, a la manera de esos desfiles de modelos en los que ninguno parece tener individualidad.
¿Y  los espíritus de Montjuic (Barcelona)? ¡Esos sí que tienen buenas vistas!
Y a los de mi pueblo los revivo cada vez que los recuerdo...

La confesión de Erótida


Aunque tengo títulos académicos para dar y tomar, cuando alguien me pregunta que qué soy, yo le respondo que jotera. Y es que, de todos los papeles que he tenido que cumplir en la vida, y dejando aparte el de madre, el que más me ha gustado desempeñar es el de compositora de jotas. Es con el que más me he identificado; en el que he dado lo mejor de mí misma y con el que me he sentido completamente realizada.
Sin preparación específica para mi labor creadora y con sólo mi acervo cultural, me atrevo hasta a componer jotas de picadillo. Y esto no ocurre por arte de birlibirloque: sucede porque, cuando ejecuto esta tarea, mi capacidad se junta con mi inclinación y mi entusiasmo no tiene límite.
De lo que más orgullosa me siento es de mis composiciones musicales. Y ahora, además, por fin tengo una profesión que poner en la lápida que guarde mis cenizas.

Sin presencia de ánimo y con ella


Una vez, cuando era joven, resbalé en medio de la planta de unos grandes almacenes y me caí cuan larga era. El costalazo fue monumental, pero lo que verdaderamente me dolió fue lo ridícula que me sentí y el menoscabo que sufrió mi orgullo. Azarada, me levanté y me recompuse como pude; y, rápidamente, me alejé de allí completamente abatida.
Por el contrario, cuando hace unos días me encontré en otra situación comprometida, reaccioné con total serenidad. Fue en el momento en que, comiendo con personas empingorotadas, un pedazo de solomillo que acababa de cortar saltó del plato y vino a parar a mi halda. Lo hizo acompañado de un desparrame de salsa y causando gran ensuciamiento; pero yo no me inmuté. Con naturalidad, y sin mirar al resto de comensales, pedí al camarero que me cambiara la servilleta llena de manchurrones por otra limpia, y seguí comiendo. Eso sí, no me privé de hacer un comentario ingenioso con mi vecino de mesa.

El mosquito y yo


Un día, estaba yo dormitando en un sillón y apareció un insecto con la pretensión de molestarme. Al principio lo ignoré porque su mediocre zumbido no merecía mi atención (ni por tanto la interrupción de mis dulces sueños); pero al final, no tuve más remedio que fijarme en él porque se puso insoportable.
Esto sucedió cuando el animalejo, espoleado por mi indiferencia, arreció su runrún y sus amagos de herirme. En ese momento, compadeciéndome de su insignificancia, le dije: ¿Pero no te das cuenta de que yo soy más grande que tú y que con un simple soplido te puedo dejar temblando?

miércoles, 10 de octubre de 2018

Malentendidos – Segunda parte. Malentendéis vosotros.


Creo que todos los que aparecemos en este espacio somos, en mayor o menor grado, exhibicionistas, vanidosos y temerarios. Cuando nos mostramos y nos sabemos escudriñados, nos da tal subidón que olvidamos el riesgo que corremos y las contingencias que se nos pueden presentar; y así, nos pasa lo que nos pasa...
Y una de las cosas que nos pueden pasar es ser malinterpretados. Cada lector tiene su modo particular de entender lo que escribimos, pero cuando lo que escribimos se interpreta tan erróneamente que se llega a tergiversar, sentimos frustración, desconcierto, impotencia, rabia...
Presumo que, por nuestra edad, la mayoría de los que estamos aquí somos personas biempensantes y el colmo de la formalidad. Pero precisamente por eso, a la hora de crear hay que sacar los pies de las alforjas y volar. Yo particularmente lo necesito; es la manera que tengo de conservar la cordura y de no aburrir a los demás.

Malentendidos – Primera parte. Malentiendo yo.



Poco después de entrar en Post55, escribí un texto sobre los juegos amorosos en la juventud. Por el número de lectores que tuvo y los comentarios que recibió creo que fue un éxito; pero el motivo de sacarlo a colación no es porque quiera presumir, sino para hablaros de uno de estos comentarios.

Se trataba de un parecer sobre la necesidad que tenemos las personas mayores de amar y ser amados. Y yo, que en aquellos momentos era una novata en esto de las webs; que no os conocía; que quizá estaba malhumorada por vaya usted a saber qué cosa..., malinterpreté aquellas palabras y respondí con total descortesía al autor de las mismas.
Hoy, esta persona probablemente ha olvidado mi patochada, pero os puedo asegurar que yo la tengo clavada en la memoria. 


En pos de mi cintura


Llevo tiempo buscando mi cintura, pero no logro encontrarla. No tengo ni idea de dónde puede haber ido a parar... La echo de menos porque, en lo que concierne a la estética, cumplía su papel. Me permitía andar con garbo; y, por cuanto me daba poderío, me añadía seguridad.
Ahora mi cuerpo es una masa informe, y cada vez que tengo que endomingarme lo paso fatal. El sábado que viene, por ejemplo, tengo que asistir a una boda y no encuentro qué ponerme. La falda lápiz la tengo que descartar porque no me entra; el traje de punto me hace parecer un saco de patatas; la falda de tergal es (y parece) del tiempo de Maricastaña...
Al final iré con el hato de costumbre: una falda ancha y un blusón.

Sin pan, pero con libro y película


Una vez, cuando aún solíamos pagar con dinero contante y sonante, fui a comprar comida a un comercio que tenía, nada más entrar, expositores con libros y películas. Me acerqué para echarles un vistazo y, en el primero, vi una obra de Bill S. Ballinger llamada “El diente y la uña”. Este título tan sugerente me cautivó el ánimo y, como soy una entusiasta de la novela negra, ipso facto lo adquirí.
Luego pasé a las cintas de vídeo. Aquí había infinidad de grandes películas, pero Cary Grant y Deborah Kerr me sedujeron desde la carátula de “Tú y Yo”, y esta empedernida cinéfila no se pudo resistir.
Cuando salí de aquella sección, todo el dinero que llevaba en el monedero para comprar alimentos había desaparecido, y no tuve ni para pan; pero volví contenta a casa dispuesta a leer el libro y a rever la película.
Y lo mejor fue el colofón que tuvo esta historia. Cuando llegué a casa y le conté a una amiga lo sucedido, ésta respondió: “¡Pero mira que eres rara, jodía!”

¡Jesús, María y José!


Micaela: ¿te acuerdas de cuando vimos aparecer aquel cochazo por la calle Mayor? Tenía una largura impresionante; era descapotable y alado; nos dejó sin habla...
Cuando estuvo cerca descubrimos que lo guiaba un hombre con bigote y patillas; y que traía dos pasajeras con vestidos muy llamativos.
Se detuvo en la puerta de la fonda y en un instante se formó un corrillo de curiosos a su alrededor, pero nosotras logramos colarnos y nos colocamos en primera fila.
Un vecino muy leído y escribido aseguró en voz alta que aquel vehículo se llamaba haiga; y cuando se puso a cuchichear con el hombre que tenía a su lado, conseguimos oír la palabra “pilingui”.
Para que no se nos olvidara, fuimos repitiendo el vocablo hasta la casa de tu abuela; y, cuando le preguntamos por su significado después de referirle lo sucedido, ésta se santiguó y mirando al cielo exclamó: ¡Jesús, María y José!
Todo esto debió de suceder por los años de 1960. Lo digo porque me parece recordar que nos faltaba poco para hacer la Primera Comunión. De lo que sí estoy segura es de que, en el momento en que vislumbramos el coche, estábamos jugando al tejo.

She


Ayer, cuando me enteré de la muerte de Aznavour, las notas de “She” se esparcieron por mi alma, y deseé estar en el antro donde bailé esa canción contigo. 
Ocurrió la tarde en la que tu insufrible novia daba una conferencia sobre no sé qué a los que entoces me parecieron un grupo de infelices. 
Fue la única vez que estuve entre tus brazos. El momento en el que te olvidaste de las barreras sociales y etarias, del Opus Dei, de lo que los demás esperaban de nosotros... e hiciste caso exclusivamente a tu corazón. Luego desapareciste. Me dijeron que estabas por America del Sur, pero no supe más. 
Quiero decirte que, para satisfacer mi anhelo irrefrenable, por la tarde cogí el coche y me planté en Bagur. Nuestro antro ya no existe: en su lugar hay algo tan prosaico como una ferretería; y el bar donde solíamos quedar para filosofar también ha desaparecido.
Después bajé a Sa Riera;  y, cuando me acerqué a la playa, descubrí en el otro extremo a un hombrecillo que parecía absorto en la contemplación del mar. El corazón se me desbocó por la emoción y el miedo. Y entonces, sin ser muy dueña de mis actos, volví despacito al coche y enfilé la carretera de Barcelona.