sábado, 27 de febrero de 2016

¡Qué pereza!


Teniendo en cuenta que para escribir sobre el amor tenemos a Pucho, a Federico y a Juan, esta mañana me he dicho: ¿sobre qué escribo? ¿sobre el fondo abismal y misterioso de la mente? ¿sobre las cuitas que nos afligen? ¿ sobre el miedo y la esperanza? ¿sobre la ilusión perdida? Pues no: he decidido hacerlo sobre el tinte del cabello porque creo que es, si no más interesante, sí más terapéutico.

                                     ¡Qué pereza!

Definitivamente, me tengo que teñir el pelo. Lo voy posponiendo; pero por la cara que ha puesto una persona que me ha visto la cabeza desde arriba, tengo que hacerlo ya. Y es que hay gente a la que le sientan bien las canas, le aporta distinción; pero a mí me envejecen muchísimo. Entre la imagen que ofrezco teñida y sin teñir, hay veinte años de diferencia.
Todo empieza cuando veo asomar las primeras raíces bordeando la raya del cabello. En este punto, me basta con peinarme para atrás para disimular el blanqueo. Pero los días van pasando, las canas proliferan y llega un momento en que hacen explosión; y entonces ya no puedo ocultarlas. Lo peor es el pelo blanco de las sienes: una vez me hicieron una fotografía con este particular, y parecía que tuviera entradas.
Para teñirme utilizo siempre tinte sin amoníaco. Lo compro en la parafarmacia y lo meto en un cajón hasta que puedo vencer la pereza que me da utilizarlo. Llegado el momento, me pongo una camiseta vieja, me proveo de una toalla y ¡al avío! 
Hecha la mezcla, me embadurno el pelo y a esperar... Lo peor es el rato que tengo que permanecer de esta guisa, porque no puedo ponerme las gafas, ni hablar por teléfono, ni apoyarme en el respaldo del asiento...
Y luego a ducharme. Y venga un lavado de cabeza, y otro, y otro... y así hasta que el agua sale clara. Y eso que ahora no me tiño con gena en polvo, como hacía al principio; que si no...


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