lunes, 29 de diciembre de 2008

Cinéfilos

Mi relación con el cine sobrepasa los límites de la diversión y se ha convertido en un exceso. Se lleva mi tiempo y mi dinero, y lo que me da a cambio, unas veces me gusta y otras me disgusta, pero siempre me fascina.
Hay varias personas en la ciudad compartiendo esta pasión. No sé sus nombres, dónde viven, o a qué se dedican, pero todos los sábados y los domingos, invariablemente, coinciden conmigo en la puerta de las salas donde se exhiben las películas de estreno.
Acudimos a la primera sesión y con tiempo de sobra; por lo tanto, ocupamos los primeros lugares en la hilera de gente que se forma delante de la ventanilla para poder sacar la entrada. Mientras aguardamos a que abran nos echamos miradas curiosas intentando desentrañar por enésima vez el misterio de porqué, siendo aparentemente tan distintos, tenemos el mismo reconcomio.
Conocemos todos los cines y a sus respectivos acomodadores; sabemos donde tienen situados los lavabos y si las bebidas que despachan en sus vestíbulos están enlatadas o son a granel; y también conocemos la música con que nos van a amenizar la espera hasta que dé comienzo la sesión.
A todos nos da por sentarnos en las últimas filas: en lo único que diferimos es en la centralidad de los asientos, pues hay quien prefiere en el centro-centro y otros en el lateral.
Si se incorpora un nuevo cofrade a esta compañía, ya sabe donde encontrarnos. O también nos puede mirar a los ojos porque seguro que encuentra un fulgor extraño en ellos que nos hace diferentes del resto de los espectadores, pues al fin y al cabo, éstos van a pasar el rato o a lucir, y nosotros vamos a calmar un ansia.

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