Las deliciosas divagaciones de mi amiga Alba y su atrayente verbosidad me hacen recordar a don Maximino, un maestro que tuve de pequeña. El susodicho, partidario entusiasta del laconismo en la expresión, nos exigía a los alumnos sobriedad siempre; pero, sobre todo, en el momento de redactar. Entonces, el educador se mostraba inflexible: no nos permitía ni una palabra de más en el texto...
Don Maximino desdeñaba y llamaba inanes a los vocablos que sobraban y palabrería inútil a la verbosidad; y añadía que el decir, sin concierto ni razón, solía concluir en incongruencia...
Yo en aquellos tiempos tenía un cacao mental tremendo. En mi cerebro se mezclaban las voces inanes, las incongruencias, la verborragia... Las leyendas de los santos; los dramas de Joselito y de Marcelino, pan y vino que el cine me enseñaba; la imagen serrada del Patrón...
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